XLIX

LOS POBRES SE HAN IDO SENTANDO encima de las tumbas, y sostienen desmayadamente los cirios apagados, algunos de los cuales, reblandecidos por el calor, se han doblado, mientras que otros se han partido. Varios de los pobres discuten en voz baja. Puestos de acuerdo, el tío Mamerto pasa por detrás de los sacerdotes, que forman un semicírculo frente a la entrada del panteón, y se acerca a Saturio, que descansa apoyado en el astil de la Cruz.

—Señor Saturio, páguenos usted los tres reales a cada uno, que nosotros nos vamos. Estamos muy cansados y ya no hacemos aquí más falta.

Saturio mira alrededor y le contesta al oído, con discreción pero con energía:

—Mañana, después de la misa, pasáis por la sacristía y se os pagará. Tenéis que devolverme la cera; a quien no me restituya el cirio tal como está en este momento, no le pago. Puedes advertírselo a todos.

—Señor Saturio, es un derecho de los pobres vender la cera sobrante; nadie puede discutírnoslo, es un derecho antiguo. El cobro de los tres reales es caso aparte.

—Lo hablaré con don Humberto, pero me temo que no accederá a vuestras exigencias.

—No le quedará otro remedio; la cera queda para nosotros, siempre se hizo así. Y usted, señor Saturio, lo sabe y lo mismo le ocurre a don Humberto. Queremos que se nos respete nuestro derecho.

—Bueno, no discutamos en plena ceremonia. Mañana hablaremos…

—Es que necesitaríamos cobrar ahora mismo para ir a festejarlo a la cantina.

—Toma un duro y os arregláis. Mañana le descontaré un real a cada uno. Y no me arméis más enredos.

—Los tratos son los tratos. Un duro suma veinte reales; pues mañana se los descuenta a razón de uno por cabeza, porque es lo justo y nosotros no vamos contra la ley.

En el interior del panteón el sepulturero, ayudado por los peones y por un forastero que voluntariamente se ha ofrecido, consigue con algún esfuerzo bajar el féretro al fondo de la fosa. Sólo están presentes los dos hijos del difunto, don Onofre y Daniel; don Humberto ha entrado un instante, pero ha vuelto a salir para reunirse con los otros sacerdotes. El Gobernador, el Magistral y las demás autoridades y representaciones se han quedado fuera. Disimuladamente buscan la manera de protegerse del calor al amparo de la sombra del panteón o de los cipreses más próximos.

Los demás se han desaparramado entre las tumbas; se van formando grupos y se inician conversaciones. Cuando los clérigos cantan, las conversaciones se apagan y todos fingen devoción, respeto o recogimiento, aunque los más siguen charlando solapadamente. Las mujeres se han quedado en las inmediaciones de la puerta, a cierta distancia de los hombres, o se han desplazado hacia el lugar que ocupa la fosa común. Varias de ellas se desentienden de la ceremonia y buscan los nichos donde yacen parientes o conocidos. Otras mujeres, por el contrario, están pendientes del enterramiento y lloran compungidas.

Tartufo está colorado y sudoroso; dos grandes manchas húmedas le han aparecido alrededor de los sobacos. El único botón de la chaqueta ha terminado por saltar, y ahora se siente más cómodo. Con el barbero se hallan reunidos Gumersindo el del estanco y el empleado de Correos.

Don Froilán se ha retirado a la sombra de la capilla; permanece serio y callado. A su alrededor han ido agrupándose don Ceferino, el Juez, don Simeón, Balbino Horcajuelos, Zabala, el Veterinario, Palomares, el tío Vivo, Serafín de la Monja, el tío Hisopo, el Maestro, Agripino, el Soldado y Paulino, que se protege del sol con su jipijapa exótico. No lejos está el secretario del Gobernador de la provincia y bastantes de los labradores más fuertes, don Paciano, López, Lorente, Rufino el pastor y algunos otros.

El tío Raposo ha estado asomándose, aprovechando los espacios libres que dejaban los cuerpos de las autoridades, hasta que ha visto desaparecer el féretro en el fondo de la tumba; después ha ido a refugiarse a la sombra de los cipreses que bordean la fosa común; allá se ha juntado con el Voluntario, con Verdera y con Maciste, el atleta del circo ambulante que a todos llama la atención porque bajo su chaqueta se descubre una malla rosa tachonada de lentejuelas.

Don Fernando y don Eloy, que al principio formaban parte del grupo de don Froilán, pasean con talante preocupado, hablando en voz baja.

Entre dos sepulturas, con las manos a la espalda, don Indalecio mira fijamente hacia la puerta del panteón, a los curas, a las autoridades; no parece ver nada ni advertir a nadie. Menea la cabeza como si platicara consigo mismo. Se diría que en una noche ha envejecido.

El alcalde se halla reunido con sus colegas de los pueblos vecinos. Desde donde están no alcanzan a ver lo que ocurre en el interior del panteón, y disimulan mal su aburrimiento. El alcalde de Santa Marta, que suda, embutido en su traje de lana negro, se aparta de los otros y se encamina hacia la capilla, bien para arrimarse a don Froilán, bien a repararse a la sombra del edificio.

Celso, que también sudaba, se despoja de la chaqueta de pana y se abanica con el pañuelo. Le acompaña el tío Mecachis, al cual le aprieta el cuello postizo y presenta el rostro congestionado.

Los que trabajan en el interior del panteón han comenzado a colocar la losa sobre la tumba, sirviéndose de dos rodillos y una palanca. A don Cristóbal le caen gruesas lágrimas que se enjuga con el pañuelo. Daniel se aproxima a él y le pasa la mano por la espalda, apretándosela cariñosamente; también tiene lágrimas en los ojos. Don Pablito se sujeta el mentón con los dedos para disimular la congoja. Don Onofre observa a los tres, hace una mueca y baja los párpados arrugando la frente.

En una tumba, situada frente al panteón, que corona un ángel del tamaño de un niño, se ha sentado el viejo empleado del almacén de granos. A su derecha está el clero; a su izquierda, las autoridades. No presta atención a nadie ni cuida de las conveniencias; sigue atentamente cuanto ocurre alrededor de la sepultura que están cerrando. Ha dejado el sombrero en el suelo y con el puño de plata del bastón se rasca el cogote y el nacimiento de la espalda. La otra mano le cuelga hasta rozar el suelo. Entre los labios se le aguanta un cigarrillo apagado a medio consumir.

Cuando la losa queda encajada, el forastero que ha cooperado con los enterradores profesionales se dirige a los familiares con tono cortés:

—Señores, nuestra triste misión está cumplida; les acompaño en el sentimiento.

Los deudos salen del interior y se quedan a la puerta. Aquilino recoge su sombrero gris, que había dejado en un extremo del altar, y abandona el panteón seguido del sepulturero y de los dos peones.

Don Humberto avanza con el hisopo y asperja el interior en dirección a ambas losas gemelas.

—Requiescat in pace.

Y los que están más próximos contestan:

—Amén.

Entonces el Gobernador se encara con los presentes. Las conversaciones se interrumpen; algunos se acercan para oír mejor. Don Fernando y don Eloy suspenden su paseo. Don Pablito se cubre el rostro para disimular los sollozos. Don Cristóbal ya se ha tranquilizado. En todo el cementerio se hace el silencio.

—Hoy es un día doloroso para nosotros, para este pueblo, para la provincia y aun para España entera. Ha muerto un hombre cabal, uno de esos próceres cuyo nombre los siglos repiten con respeto. Mi palabra es demasiado modesta para entonar sus alabanzas. Todos ustedes le conocían, todos le son deudores de beneficios; por eso estamos aquí reunidos para honrar su memoria y tributarle el postrer homenaje. Nada más: que la tierra le sea leve.

Los grupos comienzan a disolverse. Los sacerdotes se retiran y al pasar ante el Magistral inclinan la cabeza. Los hijos del difunto y don Onofre siguen mirando hacia el interior del panteón. El forastero les habla otra vez en tono suave:

—Por favor, señores…

Cierra despacio la puerta de madera y después la verja. Acciona la llave, retira el llavero y se lo entrega a Saturio. El sacristán apoya la cruz en el hombro, alza las vestiduras y se guarda las llaves en el bolsillo del pantalón. Luego emprende una carrerilla para alcanzar a los sacerdotes.

Después de pronunciadas las palabras, el Gobernador ha hecho una breve reverencia a los hijos del finado, y, sorteando las tumbas, avanza en dirección a don Froilán. Al llegar frente a él le sonríe y le tiende la mano. Todos contemplan la escena. El Alcalde, con sus colegas, se aproximan también a don Froilán. Muchos de los presentes le rodean, pugnan por estrecharle la mano o por hablarle; él se mantiene grave, atento pero distante.

Cuando arranca a andar al lado del Gobernador, le sigue un improvisado séquito. Incluso don Fernando y don Eloy, Tartufo y el estanquero, Celso y el tío Hisopo van incorporándose al grupo.

Don Pablito y don Cristóbal, don Onofre y Daniel, que se han quedado solos, distribuyen monedas de plata entre los sepultureros. Como don Onofre pretende darle dos pesetas a Aquilino, éste responde con amabilidad:

—Muy agradecido, señor, pero he ayudado únicamente con el deseo de cumplir con las Obras de Misericordia.

Al salir del cementerio, el Magistral se sitúa a la izquierda de don Froilán, y todos juntos emprenden el camino de regreso.