XLVII

EL CORTEJO DESCIENDE por la calle de las Ánimas, que va a salir a la carretera de Santa Marta. Esta carretera es la que cruza el río y pasa junto al cementerio.

Las mujeres del pueblo, casi todas enlutadas, se agolpan a lo largo del trayecto; bastantes de ellas sostienen en la mano velas o cirios encendidos. Las señoras, y algunas menestralas y campesinas ligadas a la familia por amistad, interés o bien por servidumbre o dependencia, permanecen en la Casa haciéndole compañía a la hija del difunto. Las que en la calle presencian el paso del entierro, presentan un rostro compungido, pero en sus miradas también se advierte curiosidad y admiración. Cuentan el número de sacerdotes; nunca se vieron tantos, van tres más que en el entierro de don Moisés. La presencia del Gobernador, del Magistral y del brigada de la Guardia Civil son también causa de admiración. El número de pobres es asimismo superior al de cualquiera de los entierros que ellas recuerdan; han contratado a la totalidad de los viejos del Arrabal. Y la carroza y los empleados de la funeraria contratados en la ciudad constituyen un espectáculo inesperado.

Como la calle de las Ánimas es estrecha, el acompañamiento se ha desordenado; los pobres se aprietan, dan carrerillas, se empujan, se echan goterones de cera, regañan entre sí y hasta gritan.

Las dos primeras filas que constituyen el duelo, al no ser posible mantenerlas dada la angostura de la calle, se han quebrado, el cortejo se alarga; los que van en cola forman en la plaza un nutrido grupo en espera de turno para meterse en el embudo de la calle. La doble hilera de mujeres enlutadas, que se aprietan contra los muros, contribuyen a aumentar la confusión, y con las velas encendidas churretean las mangas de los que desfilan; algunos, al advertirlo, protestan y se originan disputas. Detrás del clero marcha la carroza fúnebre; a su paso las mujerucas se santiguan. Dos de los empleados de la funeraria atienden a los frenos, y otros dos, obedeciendo a una orden del cochero, sujetan a los caballos de las riendas para evitar que caigan en caso de resbalar.

Tartufo se ha vestido con una chaqueta exageradamente estrecha, apenas puede abrochársela y le queda tan corta que va enseñando los lustrosos fondillos del pantalón. Los zapatos le obligan a caminar con dificultad, separando las puntas y pisando con los talones. Junto a Tartufo está Gumersindo, el estanquero, y tras una pugna que se prolonga tres o cuatro minutos, consiguen forzar el cuello de embudo que forma la embocadura de la calle de las Ánimas.

—Quería visitarle esta mañana, amigo Gumer, pero he tenido que afeitar a ocho sacerdotes y hemos terminado demasiado tarde. Deseo sostener con usted una conversación relativa a cierto asunto.

—Mientras andamos explíqueme de qué se trata.

—Supongo que nadie nos escuchará en medio de este barullo. ¿No le parece? Porque aunque el caso no sea secreto, tampoco conviene publicarlo en demasía…

—Expliqúese usted, amigo Tartufo; y mejor que no levante la voz, que oído ya tengo, más bien soy corto de vista…

—He pensado en usted precisamente, porque además de la relación que nos une… le juzgo capaz de llevar a término las gestiones que hagan falta, y cuenta con amistades en la ciudad… por otra parte, entiendo que su establecimiento…

—¿Y de qué se trata?

—La idea, debo reconocerlo, vino de mi hijo, que no sé si usted está enterado, trabaja de mecánico en la ciudad. Al chico no le tiraba lo de la barbería, y a los jóvenes, en los tiempos que corremos, hay que dejarles seguir su voluntad. Yo no he querido iniciar nada hasta hoy. Hablemos claro, amigo Gumer, si uno tenía aquí en la cabeza una idea para ganar algún dinero poniendo en práctica cualquier negocio, resultaba imposible desenvolverla sin recurrir al difunto. ¿Y qué ocurría entonces? Que uno trabajaba y los beneficios se escurrían hacia otra parte. Es cierto que él resolvía las dificultades, se encargaba de las gestiones, manejaba influencias, y de convenir hasta añadía dinero, pero ya digo, los beneficios usted no llegaba ni a olerlos. Por eso, a pesar de que el chico me habló hará casi un año, me resistí a mover un dedo. Ahora es distinto; de ahí que cuente con usted. Nada referente al dinero, pues, gracias a Dios, tengo ahorrados unos durillos, que o mucho me equivoco o serán suficientes según lo tengo calculado con mi hijo. Como hemos tirado más bien largo, de presentarse gastos imprevistos, pues también alcanzo para cubrirlos. De usted querría que se encargara de las gestiones, del papeleo, quiero decir de cuanto sea preciso para conseguir…

—Pero todavía no me ha aclarado usted de qué se trata…

—Usted va a ver… Creo que la idea de mi hijo es excelente, hemos hecho nuestros cálculos y aunque sin experiencia por mi parte, estoy convencido de que merece la pena arriesgarse. En la barbería charlo con toda clase de gentes; tratantes, forasteros, viajantes de comercio. Más tarde uno rumia a solas; y no le diré nada a mi hijo, que gracias a su ocupación no le faltan ocasiones de enterarse de cuanto se refiere a los automóviles.

Uno de los viejos portadores de cirios resbala y cae al suelo. Está a punto de ser pisoteado por los caballos. Los hombres de la blusa, con esfuerzo y pericia, consiguen evitarlo, deteniéndolos a tiempo. El viejo gimotea y agita las piernas; el cirio, con el golpe, se le rompe. El clero, que va delante, continúa su marcha cantando, pero el coche fúnebre y la comitiva se detienen. Las mujeres levantan al viejo, que cojea, y lo entran en el portal de una casa. La carroza reemprende la marcha. Los pobres del Arrabal se arremolinan, recogen el cirio roto y acaban interponiéndose entre el coche mortuorio y el duelo. El clero, que se ha distanciado unos cincuenta metros, advertido por el público, hace un alto. Poco a poco el cortejo vuelve a ordenarse. Al viejo le sientan en una silla y le dejan arrimado a la pared; una mujer le saca un vaso de agua.

—En la provincia hay bastantes pueblos que cuentan con servicios regulares, y según explican los viajantes, en las regiones más prósperas todos los servicios se hacen ya con autobuses; y van llenos. He pensado, porque para conseguir el permiso hay que solicitar lo que se llama concesión y la otorgan pagando lo que corresponda, establecer una línea para el tren correo que saliera, por ejemplo, de Santa Marta, que pasara por el cruce de Tobajuela, dando vuelta por el camino de Hontanar, que no es bueno, pero que permite circular a un autobús de ésos sin demasiado quebranto. Los de Tobajuela tendrían que llegarse andando hasta el cruce; menos de un cuarto de legua. Luego, el autobús vendría por aquí; pararía en la plaza diez minutos, pongamos delante del estanco de usted, que se encargaría de la administración y despacho de billetes. De aquí seguiría hasta el apeadero, donde esperaría el correo. Y de regreso el mismo camino pero a la inversa… ¿Qué le parece la idea?

—Habrá que pensarlo; por lo que a mí respecta no me agrada decidirme de sopetón. El proyecto me parece factible; yo mismo he subido en esos coches de línea. Se viaja rápido en ellos y no resultan caros en demasía. Donde los hay, casi nadie se traslada en caballerías o a pie; si acaso algún pobre campesino. Los que se desplazan para negocios o tratos, pagan su billete sin chistar, y entre el tiempo que ganan y la comodidad, lo dan por bien empleado.

—Lo que usted me cuenta ya lo había yo pensado. Si a un enfermo tienen que tirarle los rayos X en la ciudad, ¿cómo lo hace? A quien se le quiebra un hueso o está tocado del pulmón han de trasladarle en caballería… ¿Un coche de alquiler? Sólo los ricos pueden permitirse ese lujo. ¿Qué ocurre entonces? Que no se tiran los rayos, y don Gabriel es buen médico, pero no dispone de medios conformes. ¿No opina usted que tengo razón?

—Sí, amigo. Y más casos aún que se dan: hay quien iría al mercado y no lo hace porque para llegar al tren se ponen tres horas, y si por la edad las piernas no le dan para coger por los atajos, pues póngale cuatro.

—En la baca se transportan mercancías. Algo más caro que en carro habrá que costarles, porque ya sabe usted que la gasolina es costosa y un bicho de esos vale sus miles de duros. Pero el servicio no se compara y si quieren enviar un paquete, una caja, o lo que sea, pues se manda, y santas pascuas.

—¿Por qué no le habla usted a don Froilán? Una idea en beneficio del pueblo ha de satisfacerle y él cuenta con relaciones.

—¡Eso sí que no! No me fío de nadie; desconfié del difunto y ya veremos por dónde se nos sale don Froilán. Le cuento a usted mi intención, si le parece buena y se siente capaz me hace los trámites y me redacta los papeles cobrándome lo que sea justo más los gastos que se produzcan. Cuando tengamos el permiso o concesión, usted se me encarga de la administración de acá. En Santa Marta buscaré otro, ya me figuro quién, porque teniendo una cuadra desocupada puede servir de garaje durante la noche. A mi chico le dieron el título oficial de chófer, y para cobrador y bajar y subir los bultos buscaríamos a alguien. Podría convenirnos el Voluntario, que es despabilado y activo; el trabajo no le ocuparía todas sus horas. No quiero que don Froilán se entere. ¿Y si aprovecha mi idea, se me adelanta y le dan a él la concesión? Influencias tiene más que nosotros… El negocio me gustaría emprenderlo por mi cuenta, con la ayuda de usted se entiende. Mío sería el carricoche, pagado con mi dinero, y mía también la concesión oficial. Si gano, gano, y si pierdo, pierdo. No acepto que otro me chupe los beneficios porque es más poderoso que yo, o porque me aventaje en amistades y apoyos.

—Lleva razón, amigo Tartufo, lleva razón. Mejor es no comunicar con nadie; haremos las instancias en la ciudad o en Madrid, donde convenga y sea de ley, que eso hay que averiguarlo, y cuando todo esté bendecido y resuelto, entonces que se enteren.

—Mi hijo buscará un coche en condiciones; los hay nuevos de fábricas y otros más económicos que han servido en las ciudades. Y usted, amigo Gumer, lo dicho; consulte con la almohada y ya me dará respuesta. El momento es propicio para emprender algo substancioso. Yo llevaba la idea metida aquí y hasta hoy no se la he descubierto a nadie. Usted es el primero en conocerla. Uno no podía fiarse del difunto; él iba a la suya y cuando se inventa una idea hay que respetarla. ¿No le parece, amigo Gumer?

La calle se ha ensanchado. El cortejo desfila ante la taberna de Sancho. La puerta de cristales está entornada, pero se ven arracimadas multitud de cabezas curiosas.

En el banco situado en el exterior, junto a la puerta, está sentado el empleado del almacén de granos. No se ha afeitado; entre las piernas sostiene el bastón y las manos le tiemblan. Cuando pasa ante él la Cruz, se lleva la mano al ala del sombrero. Don Humberto, que marcha detrás de Saturio, le mira severamente. Al llegar la carroza fúnebre, el viejo vacila y acaba poniéndose en pie destocándose. Vuelve a vacilar, masculla unas palabras para sus adentros, y se incorpora al acompañamiento. Tras una pugna, que hace sonreír a los espectadores de la taberna, consigue ocupar un puesto junto a don Onofre, don Ceferino, don Eloy y don Fernando, sin cuidarse de que le eluden con despectivo enfado. Camina junto a ellos, apoyándose en el bastón y con el sombrero en la mano. De su boca, de su cuerpo entero, brota un tufo a aguardiente que acentúa la hostilidad de quienes marchan junto a él.