AQUILINO ESTÁ SENTADO al borde de una tumba de piedra sobre cuya lápida se yergue un ángel de mármol blanco del tamaño de un niño. Frente a él está el panteón, que ocupa un ángulo del cementerio; se halla abierto y mide en su interior unos doce metros cuadrados. Al lado opuesto del panteón se alza la capilla y entre ambos una construcción destartalada que sirve de depósito y de sala de autopsias cuando se presenta el caso.
El sepulturero se ha visto obligado a solicitar el concurso de dos peones para levantar la losa que cubre la sepultura. Junto a la tumba abierta está otra gemela donde descansan los restos de la esposa. Adosados al muro hay tres nichos vacíos, y al fondo un pequeño altar con cuatro candelabros de latón. Dos ventanas ojivales, con vidrieras de colores, dan paso a la luz. Algunos de los cristales se han roto y no han sido sustituidos. El panteón remata en una cúpula gris coronada por una cruz de piedra.
—Esta losa pesa lo suyo; aunque resucite no se la sacará de encima así como así.
—Amigo, nadie resucita. Si alguien lo hiciera, señal sería de que no estaba muerto.
Aquilino se levanta y penetra en el interior del panteón. Uno de los peones está barriendo el polvo y la arena que ha entrado por las ventanas rotas. El sepulturero, metido en la fosa, extrae con los dedos el yeso que ha ido cayendo de las paredes y partículas de cemento que se han pulverizado.
—¡Pensar que todos hacemos idéntico camino! Los ricos y los pobres, los sabios y los ignorantes. Lo mismo le da a uno que le entierren aquí, que allá afuera. En el panteón se está más amplio, más cómodo, pero para el caso da igual.
—Ustedes, los del oficio, salen tirando a filósofos. Por eso me agrada su conversación; se aprende mucho del trato con los filósofos. ¿La vida, la muerte? Somos cenizas con ansias de eternidad… como dice mi amigo Colibrí. ¿Quieren liar ustedes un cigarrillo?
Les alarga la petaca; el sepulturero se sirve tabaco en la palma de la mano, y se la pasa a los peones. Aquilino enrolla el último su cigarrillo. Interrumpen un momento su faena para fumar y proseguir la charla.
—Yo, señor, le diré que no sé lo que somos, ni me importa demasiado, pero prefiero estar vivo que muerto. Llevo muchos años en el oficio; los vecinos, uno a uno, van pasando por mis manos. Inclusive bastantes que eran más jóvenes que yo. Y otros, como éste que esperamos, que tenían riqueza, poder, orgullo… Lo que puedo afirmar es que la vida es corta y la muerte larga; y que mejor sería lo contrario.
—Discurre usted como un sabio.
El panteón se cierra con una verja que a su vez protege a una pesada puerta de madera de forma ojival. En la cerradura está puesta la llave de la cual pende un llavero con otras llaves de distintos tamaños. Aquilino acciona la cerradura; acaban de engrasarla y se abre y cierra con suavidad. Saca la llave, la examina, y vuelve a colocarla según estaba.
—Las llaves de San Pedro…
—Las de Saturio, que no es lo mismo; él dispone de las de todo el camposanto. Un servidor sólo guardó la de la puerta de entrada, que es igual que ésa, la mayor de las que cuelgan. Saturio es el encargado de la capilla, del panteón, del depósito de cadáveres…
—Cuidado conserva usted el camposanto, amigo.
—Se hace lo mejor que se puede, aunque el oficio está mal pagado para el trabajo que le da a uno.
—Por lo menos —salta el más viejo de los peones— él cobra todo el año.
Aquilino sale del panteón y pasando por el cementerio observa su disposición. En las paredes que cierran el norte, hay tres hileras de nichos cubiertos por un tejadillo. Las otras paredes, salvo donde están adosadas las edificaciones, son de ladrillo blanqueado. Hay bastantes tumbas, casi todas sencillas, con cruces de hierro forjado o de piedra, alguna de mármol. La parte sur del cementerio está ocupada por la fosa común. Sobre la tierra removida hay esparcidos algunos manojos de flores marchitas y botes de hojalata con plantas silvestres que se han secado. En un rincón se ven restos de ataúdes antiguos que amontonan para quemarlos una vez que el sol haya resecado las podridas tablas. La hierba crece en los huecos y en las paredes, y sobre algunas tumbas antiguas. En los ángulos se levantan copudos cipreses.
Aquilino, que esta tarde ha sustituido la gorra a cuadros por un sombrero de fieltro gris, sucio y pasado de moda, regresa hacia el panteón.
—No puede faltar mucho para que lleguen…
—Nuestra tarea ha terminado. El panteón está listo para recibir al huésped.
El peón más joven da los últimos golpes de escoba, y luego la deja fuera, apoyada en la pared.
—Ustedes le echan la losa encima, y asunto concluido. Nadie volverá a abrir el panteón hasta que traigan a otro de la familia ¿no es eso?
—Esto se cierra. ¿Quién va a entrar aquí? Si acaso, por Todos los Santos, digo yo, la familia pagará algunas misas. Tienen permiso especial para celebrarlas aquí dentro, en ese altar.
—¿Se cambiaría alguno de ustedes por el que van a traer? Tenía buena casa, no le faltaban mujeres, comía a cuatro carrillos, poseía un automóvil si no he entendido mal, gozaba de todo lo gozable, cuando él ordenaba algo no había más que contestar: así sea. ¿Qué, usted se cambiaría por él?
—Viejo soy, señor, y más pobre que las ratas; aquí, mi compañero y el sepulturero, ya saben que más miserable que yo no lo hay en todo el pueblo. Cuando reviente, me meterán en una caja de pino sin pintar y me enterrarán en aquella parcela; pues bien, hoy por hoy soy mucho más rico que el otro. Me corresponden siete reales de jornal, y la familia nos soltará una propineja. Esta noche me llegaré a la cantina del Arrabal a beber un vaso o dos a la salud del difunto. Después, en casa de mis sobrinos cenaré un potaje de patatas y coles, Y luego, a dormir. Descanso en el suelo, en un jergón, no tengo vidrios de colores como los de este panteón, pero mañana, aunque me dé coraje y pereza, me levantaré con mis propias piernas, y si no me sale trabajo me sentaré al sol; con lo ganado hoy, sé que por lo menos mañana no ha de faltarme de comer.
—Vivir, amigos, vivir lo es todo. Tener apetito y sueño, amar a las mujeres, contemplar los campos, hacer el bien a nuestros semejantes… Y esa condenada piedra debe pesar lo suyo, ¿no es verdad?
—Se necesitan tres hombres para moverla, y con cuidado de no atraparse los dedos. Es la más recia losa de todo el cementerio.
—Ya, ya… tres hombres.
Se encamina otra vez hacia la fosa común; las cruces están hechas con simples ramas cruzadas o con dos cañas ligadas con un cordel; algunas se han caído y se confunden con la tierra. Por encima de los nichos se asoma la torre del campanario, y detrás se ve la sierra y los pinares, y en lo más alto, la ermita de San Antón y los muros derruidos de lo que fue castillo.
El sepulturero y los dos peones se le acercan.
—¿Y usted, señor, que ha corrido tanto mundo, nunca piensa dónde van a enterrarle? Porque sin ánimo de parecer agorero, le diré que Dios nos tiene a cada cual señalado el día.
—No sé, nunca se sabe a ciencia cierta; no nos dan a elegir. Mi trabajo se cumple a lo largo de las carreteras, no paramos más que un día o dos en cada pueblo; cuando hay ferias, una semana, y de nuevo echamos a andar. Yo soy de lejos, de la parte del mar; hace años que salí de mi pueblo y no he regresado. Si me dieran a elegir… Les diré, amigos, que vivir se vive en cualquier parte; la vida la llevamos a cuestas. Para enterrarme no necesito ningún panteón, pero ocho o nueve palmos de tierra sí desearía poseerlos en propiedad donde yo me sé. Un pueblo pobre, pero muy blanco. Queda hacia allá, hacia donde sale el sol.