EL TÍO RAPOSO y el Voluntario se han quedado discretamente apartados del catafalco y de las personas que están situadas ante el difunto. El carpintero ha sacado del bolsillo el martillo y se ha guardado la boina para que no le estorbe. En la mano que le queda libre, aprieta las pequeñas puntas.
Daniel, con paso cauteloso, se les acerca por detrás.
—¿Ha de meter mucho ruido?
—No. Media docena de puntas para fijar la tapa porque aunque encaja bien, hay que prevenir un percance.
El Gobernador, con el sombrero en la mano, está junto a Isabelita, al otro lado se hallan don Pablito, Palomo, don Cristóbal, la hermana del difunto y la sobrina Luisa, el Alcalde, don Fernando y unos primos lejanos que han venido de Palomares. En otro grupo, don Eloy, don Ceferino, don Gabriel, los alcaldes de los pueblos vecinos y un brigada de la Guardia Civil con uniforme de media gala.
El Magistral avanza hacia el catafalco y traza con la mano el signo de la cruz. Luego le hace un gesto discreto al tío Raposo.
Daniel le dice al oído:
—Venga, ya está…
El Voluntario agarra la tapa, que se hallaba colocada verticalmente detrás del catafalco, apoyada en los paños negros que cubren la pared, y se acerca paso a paso hacia el ataúd.
Se oye la voz del Gobernador, una voz grave, emocionada.
—Fue un hombre ejemplar… Uno se queda mudo ante el enigma, siempre planteado y jamás resuelto, de la muerte.
—Que Dios le haya acogido en su santo seno… —contesta el Magistral con voz ligeramente atiplada.
—¡Hermosa sortija! —dice el Gobernador.
—Un regalo de nuestra difunta madre; nunca se la quitaba de encima. Los hijos hemos decidido que le entierren con ella; así le hará compañía eternamente.
Después de pronunciadas estas palabras con las manos cruzadas sobre el vientre y los ojos bajos, don Pablo se echa hacia atrás. El hedor resulta insoportable; han derramado sobre la mortaja agua de colonia, pero el efecto ha sido contraproducente.
Entre el tío Raposo y el Voluntario ajustan la tapa. Isabel, de cuyos ojos caen gruesas lágrimas, se santigua. Sus hermanos la imitan maquinalmente. Los demás, sin saber por qué, hacen lo mismo, excepto el Magistral, que tiene el brazo derecho ocupado por el manteo.
De cada martillazo, el tío Raposo hunde una de las puntas; a pesar de este alarde de eficacia los martillazos resuenan.
A una señal de don Onofre, que se mantenía cerca de la puerta, entran seis hombres con unas blusas negras, arrugadas y desteñidas; se quitan las gorras y rodean el ataúd. Uno de ellos, el que parece su capataz, da con sordina la voz de «¡Aúp!», y el féretro es izado sobre los hombros.
La tía Amadora solloza y se abraza a Isabelita; la prima Luisa se aproxima y apoya la mano sobre el antebrazo de la huérfana. Los que han cargado con el ataúd cruzan la sala arrastrando los pies. Doña Florita está lívida junto a doña Adelaida, que le agarra la mano y se la aprieta. La mujer del Soldado tiene los ojos enrojecidos, y su hija, asustados. Algo separada de las demás, la mujer del Alcalde permanece sola, estirada, con un rosario y un devocionario entre las manos. Están Sixta, la del Raposo; la madre de Daniel, cubierta con crespones negros que le llegan hasta cerca de los pies; la mujer de don Onofre y la de Nicasio Zabala; la mujer del tío Hisopo con la tía Mecachis; la esposa de Balbino, el ferretero y la del tío Vivo, acompañada de su hermana, ambas rozagantes y sonrosadas. También se hallan presentes la Dominga y la tabernera, cuyo labio superior presenta un leve bigote que la afea, la señora de Paciano, que viste hábito castaño con cordones blancos, la de López, y junto a ellas la de Agripino, el de los granos, y la de Palomares. Hay también mujeres forasteras a quienes nadie conoce ni atiende, y campesinas enlutadas, con tocas negras sobre la cabeza. Las campesinas se mantienen retiradas de las señoras y las menestralas, apoyadas en la pared a lo largo del corredor, se retuercen las manos o se llevan pañuelos a los ojos.
Las autoridades y los hombres de la familia e íntimos han salido tras el féretro. Los que estaban en la sala van incorporándose a la zaga del duelo. Descienden apelotonados por la escalera.
Abajo, a la puerta de las habitaciones del servicio, está arrodillado el viejo Zenón, con la cabeza abatida, enseñando una calva lechosa. También están, aunque algo apartados, el Hortelano, de cabello gris blanquecino, corto y duro, y Martina, que se ha bajado las mangas y cubierto la cabellera con un velo negro. Las demás criadas se cubren también con pañuelos oscuros. Salvo Zenón, los otros forman un grupo compacto; al pasar el féretro, se santiguan. Zenón, de pronto, rompe a llorar con desconsuelo, ruidosamente, y se golpea el pecho con el puño.
El clero se halla desplegado en la plazuela que forma el jardín frente a la puerta de la Casa. Sobre el pescante de la carroza fúnebre dormitan los cocheros; han salido de la ciudad de madrugada, y están fatigados. Las chisteras deslucidas se les han torcido pero al advertir que van a cargar el féretro, primero se las enderezan y tras una vacilación se las quitan y las colocan sobre las rodillas. Los de la blusa negra suben el ataúd sobre la plataforma del coche y lo fijan con correas. Terminada la operación se cubren y se sitúan a ambos lados.
Don Humberto inicia el cántico mientras con el hisopo asperja el ataúd. Los demás curas cantan con voces no muy acordadas. Saturio, disimuladamente, los acompaña.
En el jardín, situado delante de la Casa, han ido reuniéndose numerosas personas. Don Froilán, vestido de luto, está rodeado de amigos. El Maestro se junta a otro grupo donde están Nicasio Zabala, don Simeón con el viajante Verdera, Lorente que, salvo los alcaldes, es el único que usa bastón, y Paulino el Indiano, que se abanica con su jipijapa.
El centro del duelo lo ocupa el Gobernador, que tiene a la derecha a los hijos del difunto, y a su izquierda al señor Magistral y al brigada de la Guardia Civil; el extremo lo ocupa Daniel, el de la Viuda.
Inmediatamente detrás, se sitúa el Alcalde, y a ambos lados los alcaldes de Palazuelo, Santa Marta, Tobajuela, Peciña, Palomares, y el pedáneo de Pedernales, que se ha presentado a última hora.
En otra fila, el secretario del Gobernador, con don Fernando y don Onofre, y a la izquierda el juez y el empleado de Correos. Después de ellos vienen los parientes lejanos y algunos forasteros que nadie sabe quiénes son.
Don Eloy y don Ceferino, que departen en voz baja, se agregan al grupo de don Froilán.
La comitiva se pone en marcha; uno de los monagos va incensando el aire. Al salir del parque, los pobres, que estaban esperando junto a la verja con los blandones recién encendidos, se distribuyen a ambos lados del coche fúnebre, obligando a replegarse a los de la blusa. Como son numerosos y viejos, y caminan con escaso orden, crean cierta confusión y sus dos filas se alargan demasiado llegando a rebasar al duelo por la parte de atrás y alcanzando a Saturio por la vanguardia.
Las mujeres se asoman a portales y balcones. La bajada es pronunciada y el empedrado muy liso; uno de los cocheros desciende del pescante y se aplica a sujetar la zapata del freno que no funciona bien. De la zapata de la otra rueda se hace cargo uno de los de blusa negra.
La ferretería está cerrada, como casi todos los demás establecimientos del pueblo, pero las hoces y las cachavas penden a ambos lados de la puerta. En el balcón del Casino la bandera cae a media asta, recogida en su centro por un crespón negro.
Desembocan en la plaza; numerosas mujeres y bastantes hombres se aprietan en las aceras. En el Palacio del Ayuntamiento cuelga también la bandera a medio palo. La puerta del Juzgado se mantiene cerrada. Tras los cristales del balcón se asoma un guardia civil destocado y observa disimuladamente la comitiva.
Cierran la marcha el tío Raposo y el Voluntario. Como el calor aprieta, el tío Raposo lleva abierto el cuello de la camisa. De uno de los bolsillos le asoma la boina nueva y del otro el mango del martillo. Mientras el acompañamiento entra en la iglesia, cuyas puertas se hallan abiertas de par en par, el carpintero y su ayudante se quedan fuera y aprovechan el descanso para fumar. Después de llenar la pipa, el Raposo le alarga la petaca al Voluntario.
Simón, que anda por la plaza, se aproxima a ellos. Huele a vino y anda con menos seguridad que de costumbre.
—¿No le ofrecéis tabaco a este pobre ciego? Voluntario, te agradezco la invitación de ayer: en esta condenada plaza se le seca a uno el tragadero.
Con sus torpes dedos huesudos, lía el cigarrillo que le brindan.
—¡Cómo lamento no poder ver, Raposo! Si no hubiera tanto público, hasta me acercaría a tocarlo; los ciegos tenemos ojos en los dedos, pero son unos ojos algo indiscretos.
—Haz lo que quieras, pero yo en todo caso me retiro. Hay gente en la plaza y además de los curiosos, ahí delante, mirándonos, está Paulino el Indiano, que es de los que no ponen los pies en la iglesia.
—Raposo, tú eres un artista; todos lo proclaman. Si me acerco al ataúd, creerán que me despido del difunto por la mucha devoción que le debo. Esa obra de arte tan alabada irá a parar bajo la tierra, y yo quiero recordar cómo era. Los ciegos tenemos derecho a palparlo todo… menos a las mujeres, se entiende.
—Haz lo que gustes. Éste y yo nos vamos poco a poco hacia el cementerio mientras los demás andan con el kirieleisón; ya nos alcanzarán.
Simón avanza hacia la carroza, que ha quedado detenida ante la puerta del templo parroquial. Se descubre con fingido respeto y dobla el sombrero para metérselo en el bolsillo.
El Raposo y el Voluntario caminan despacio por la bajada de las Ánimas.
—Me parece que Simón la ha agarrado buena; el aliento le apestaba a vino.
—Se ha pasado la mañana haciendo viajes a casa del tío Vivo. Cuando la mujer le ha dicho que no le despacharían más vasos, se ha trasladado a la taberna de Sancho, y según me ha contado el hijo de Celso, se ha bebido un par de jarras. Dicen que anoche recogió muchos cuartos.
Simón se aproxima al coche fúnebre. Los de la blusa han encendido cigarrillos y charlan en corro sin prestarle atención. Avanza sus dos manos oscuras, que le tiemblan un poco, y va recorriendo las formas y adornos del ataúd. Para alcanzar la cruz, que está sobre la tapa, tiene que empinarse y alargar los brazos.
—¡Y tú nos abandonas, padre de los pobres, apoyo de los menesterosos, guía de los emigrados, amigo y luz de los ciegos…!
Desde lo alto del pescante, uno de los cocheros que permanece con las piernas cruzadas y recostado, le dice:
—Buenas limosnas te daría, ¡eh! Mucho le vas a echar de menos.
Simón, que ya ha comprobado la buena factura de la obra, se retira, y alza el rostro en dirección al pescante.
—No sé quién eres, forastero que me hablas desde arriba, pero a cochero de ciudad me hueles.
—Soy quien conducirá hasta la última casa a tu querido amo…
—Amo no tengo y querer sólo me quiero a mí. Hablaba por hablar, alababa al difunto por puñetera costumbre. Lo que sí te digo es que el carpintero de este pueblo ha hecho una primorosa labor. ¡Lástima que la tierra se la trague sin provecho para nadie!
De un tirón saca el sombrero del bolsillo y, sosteniéndolo en la mano, sube de dos en dos las gradas de la iglesia. Llegan hasta él los cánticos latinos y perfume del incienso.