XLI

CON LOS PANTALONES y los calzoncillos remangados hasta las rodillas, tiene sumergidos los pies en un lebrillo de agua caliente. Sus pantorrillas son blancas, con largos y escasos pelos, y parciales granulaciones rosáceas.

Agitando un soplillo de colores, la mujer activa el fuego del hornillo, donde hierve un puchero de barro. Su voz suena agria, y mientras habla acciona con la mano que le queda libre.

—Lo siento, pero tengo tomada mi decisión. En la iglesia lo he pensado detenidamente; he rezado para que me viniera la inspiración de arriba, y Dios me ha advertido bien claro que no podemos apropiarnos de un dinero que no es nuestro…

—Calla, mujer, no digas sandeces. Dios no te ha dicho nada, son fantasías de beata. Otro trabajo tiene Dios que ocuparse de tus monsergas.

—Mi conciencia ha escuchado la voz de lo alto. Ese dinero pertenece al difunto, o en todo caso a la Basilia; pero si tú te lo quedas, yo no acepto que llegue hasta mí ni un solo céntimo, me quemaría las manos.

—¡Mira con lo que ahora me sale ésta! Por explicarles a las mujeres lo que debería callarme; me está bien empleado.

—La religión nos manda…

—¿Qué sabes tú de religión, desgraciada? ¿Cómo puedes hacerme creer que en el cielo van a ver con buenos ojos que una zorrona sea recompensada? ¿Cómo vas a decirme tú, que te las das de enterada, que lo moral es que yo, un hombre que vivo de mi trabajo, sirva de alcahuete para enriquecer a una mujerzuela en pago de haberse refocilado con un viejo? Anda, contéstame a lo que te pregunto, si eres tan lista…

—Te entregaron un dinero para ella, a ella debes dárselo; y si tienes escrúpulos, lo devuelves a los herederos, o se los cedes al señor cura para que lo distribuya entre los pobres.

—¿Te crees que soy idiota, o qué? ¡Al señor cura! Mayor pecado fuera que el señor cura sacara provecho de la putería. Nunca pensé haberme casado con una mujer tan cerril… Si tú tienes tu conciencia, yo tengo la mía, y he recapacitado mucho sobre este negocio. Lo malo es habértelo contado; ahí me equivoqué yo. Cuando me llamó el viejo, ya tenía la muerte dentro; la prueba es que no ha durado más de una semana. Chocheaba; yo hice mal en aceptar el encargo, pero lo acepté, y la cosa no tiene remedio. ¿Es cierto, o no? Bien; los duros los tengo yo guardados; lo que me pregunto y no ceso de preguntarme, es qué hacer con ellos. ¿Entregárselos a la Basilia? ¡Nunca! Haría gran perjuicio al alma del difunto, que si es cierto que se confesó, debía acusarse de semejante pecado, y aunque no le quedara tiempo de comunicármelo, hubo de desear que no se pagara con largueza una acción pecaminosa hecha en perjuicio de la salvación de su alma.

—Algo de razón no te falta, que no soy cerril como tú dices, ni lo he sido nunca. Pero si no le entregas los duros a la Basilia, y de eso casi me tienes convencida, bien se los has de devolver a los hijos del difunto.

—¿Por qué? ¿Acaso el propio difunto no separó de la herencia esos duros? De tener voluntad de que fueran para sus hijos, no lo habría hecho. ¡Bien conocía él a sus hijos! ¡Valiente caterva! La única buena es la señorita Isabel, de ésta nada tengo que objetar, pero ya tiene a sus costillas, como un perro de presa, al holgazán de Daniel, el hijo de la Viuda. El difunto le tenía prohibida la entrada en la Casa, y aún no le habían cerrado los párpados y ya se colaba allá en dueño y señor. ¿Un vago de siete suelas va a aprovecharse de los dineros que me entregó el difunto? Ni lo pienses que yo favorezca tamaño desvarío…

—No digo que le entregues los duros al señorito Daniel, pero pienso que, al fin y al cabo, y dejando aparte lo que sea, la Basilia es muy desgraciada y no encontrará marido, y el tío Deogracias tampoco tiene la culpa…

—Calla, mujer, calla; un padre es responsable de los males que le vienen a su hija. ¿De quién si no es la culpa? ¿Mía acaso?

Saca los pies del lebrillo y se los enjuga con una toalla que colgaba de la silla. La mujer pone dos platos sobre la mesa, los cubiertos, medio pan y un par de vasos. Va a la alacena y saca una botella de vino. Agarrándolo con un delantal, para no quemarse retira el puchero de la lumbre.

—¿Terminas ya?

Descuelga el cazo, saca el caldo del humeante puchero y lo distribuye en los platos.

—Mucho llevo cavilado sobre este menester. Durante el velorio me he dado cuenta de que no saben nada; creo no equivocarme. Era un secreto del difunto, un secreto pecaminoso. Hay que estudiar la manera de cumplir su voluntad y no perjudicar a nadie, y menos a nosotros. Verás qué podríamos hacer para que nuestra conciencia tampoco se resienta. Si la voluntad expresa del difunto fue comprar el huerto del Pozo, nosotros podemos comprarlo. Si la voluntad del difunto era recompensar a Basilia por sus desvergüenzas, ahí es donde no podemos transigir. ¿Que el difunto quisiera remediar un mal que hizo con sus porquerías y ayudar al tío Deogracias? Me parece razonable y no debemos oponernos. Tampoco hay que consentir que el tío Deogracias viva a costa de su hija. Entonces, yo he pensado que puedo ir al tío Deogracias y proponerle que se cuide de la huerta; es un trabajo que él puede hacer, que no es tan duro y esclavo como labrar los campos. Le arrendaría la huerta y trataríamos de alquilarle a otro la casa. Bien nos daría entre lo uno y lo otro doscientos duros, a más de todas las hortalizas que consumimos al año, y fruta si te apetece, y hasta tendrías para confitar para el invierno. El tío Deogracias y la Basilia vivirán honradamente, ganándose el pan como Dios manda, sin tener que avergonzarse…

—Esta componenda ya me parece mejor…

—Te juro que si alguna vez te vas de la lengua, y hablas, aunque sea así, de todo esto, te he de deslomar a palos. Tan obligados estamos a respetar la voluntad del difunto como su secreto. Punto en boca, pues.

Termina de secarse el otro pie, se pone los calcetines y se calza las botas de los domingos.

—Este calzado me está reventando los pies. Y por si fuera poco, por la tarde no hay más remedio que ir al entierro.

—Y si el tío Deogracias no aceptara trabajar la huerta, ¿qué pasa?

—Que habría que achacarle la culpa a su holgazanería, que tiempo le sobrará. Unos jornales en el olivar durante el invierno y la recolección de la uva son sus únicas faenas conocidas. Porque en la Casa, muerto el amo, ya no le encargarán las chapuzas de que iba viviendo, y las comisiones de la venta de la lana también se le han acabado, eso seguro.

—¿No maliciará si compras la huerta y se la arriendas para que la trabaje?

—Es un alma de cántaro…

—¿Crees que no será pecado todo esto?

—Calla, mujer, beaterías tuyas, que de tanto ir a la iglesia se os olvidan hasta los Mandamientos. Pecado, y gordo, sería lo contrario. Porque has de saber que de ese dinero, aunque la casa del pozo la compraré a mi nombre, ante Dios y ante la memoria del difunto, no soy más que el depositario; y a nadie conozco que pueda cumplir ese papel con tanto derecho como yo mismo.

—¿Y si lo consultara con el señor cura?

—¿Quieres callar? O te voy a sentar la mano… Al señor cura se le confiesan los pecados, y aquí no los hay. Lo demás son chismorreos, fanatismos; y no los tolero en mi hogar. Mi mejor consejero está aquí, en mi propia cabeza, que Dios mismo nos la ha dado a los hombres para que pensemos.

Se sienta a la mesa y hunde la cuchara en la sopa; se la lleva a los labios y sorbe ruidosamente el líquido. La mujer también va tomándose la sopa, callada, con los ojos bajos, y en actitud rencorosa.

—Esto ha de enseñarme para otra ocasión. No hay que contaros nada a las mujeres; carecéis de discernimiento.

—Sí, eso que proponías ahora me parece más justo. Lo que deseo es poder dormir con la conciencia en paz.

—Pues no se discuta, y déjame tranquilo con tus escrúpulos, que tú, lo que es a conciencia, no me aventajas.