AL CORONAR LA ALTURA, el chófer ha cambiado la marcha. El automóvil se desliza a bastante velocidad cuesta abajo. El pavimento de la carretera está deteriorado, pero las curvas son amplias, de trazo generoso. Los neumáticos delanteros levantan bastante polvo y algunas partículas se filtran a través de las ventanillas, que a pesar del calor llevan cerradas.
—Usted, señor Alcalde, ¿tiene alguna información sobre las alteraciones de orden público acaecidas esta noche?
—Señor Gobernador, no sé más que los informes telegráficos que usted conoce mejor que yo, puesto que me han sido comunicados en su secretaría. En mi calidad de alcalde y conocedor del pueblo, quizás esté en condiciones ventajosas para interpretarlos. El guarda jurado era hechura del difunto. Había cometido numerosos abusos que yo me atrevería a calificar de delitos. Usted, señor Gobernador, está al corriente de la anormal situación en que este pueblo ha vivido, y hasta qué punto mi propia autoridad se ha visto mermada en todo momento. Por fortuna, en los sucesos de esta noche no se han producido muertes ni lesiones.
—Conviene que recoja usted una información de primera mano; después del entierro, me la transmite.
—Si el señor Gobernador me autoriza a expresar mi opinión como alcalde, creo que lo más oportuno es que en nuestro pueblo se establezca un puesto de la Guardia Civil, que garantizando el cumplimiento de la ley, sea capaz de aplicar la mano dura cuando sea preciso para mantener el orden y la estabilidad social.
—Ya se trató de eso en otra oportunidad…
—Permítame que le recuerde que el difunto se opuso siempre. Afirmaba que bastaba con un simple guarda jurado. Su opinión era que el principio de autoridad se sostiene gracias al prestigio de quien lo ejerce, que las personas importantes del pueblo con su ejemplo y rectitud se bastaban… Yo no sé si se trataría de ironías, pero si hablaba en serio acabamos de comprobar hasta qué punto se equivocaba.
—No tanto como usted supone, señor Alcalde; la alteración del orden público se ha producido precisamente después de muerto él, no antes.
—Tiene muchísima razón el señor Gobernador; éste ha sido hasta la fecha un pueblo muy tranquilo.
El secretario lleva un bigote negro y poblado, y corbata azul claro. Va sentado delante, en el transpontín, y se ladea para no dar la espalda al señor Gobernador y al Alcalde. Los tres viajeros permanecen aislados del chófer por medio de un cristal que los separa.
—Tranquilo sí, pero aunque me esté mal el decirlo, y si lo hago es porque caían fuera de mi jurisdicción, se han cometido abusos, se han multiplicado las irregularidades.
—¿Municipales acaso?
—Señor Gobernador, en ese aspecto he vigilado personalmente para que no las hubiera. Me refiero… por ejemplo, a la concesión de las obras de la carretera. Afecta al Ministerio, ya lo sé, pero me consta que ha desaparecido uno de los pliegos de la subasta, y que la contrata le fue concedida…
—Lo que procede en estos casos es formalizar la oportuna reclamación, siguiendo el trámite administrativo correspondiente.
Empieza a clarear el pinar y a descubrirse la llanada; el sol cae de plano sobre los campos y reverbera en el río.
—Fíjese, Palomo, qué hermosa vista. Allá lejos, ¿usted lo distingue?, aquello es Santa Marta. A nuestros pies, lástima que no podamos verla desde aquí, está la presa, y aquel edificio de ladrillo es la fábrica de electricidad. El difunto fue uno de esos hombres que honran una provincia. Dotado de un espíritu de empresa como se dan pocos, esto es obra suya; la comarca entera se ha electrificado gracias a sus desvelos, a sus esfuerzos. Ya estamos llegando al pueblo… Todos esos campos le pertenecían. Ese cercado próximo al río que nosotros vemos a la derecha del cementerio, es donde se crían las célebres mulas que usted conoce, reputadas entre las mejores de España.
—Hermosa vista, señor Gobernador; observo mucha huerta junto al río.
—Y los pastizales; ahora pasaremos junto a ellos. Verá qué magníficos garañones para las yeguas. Un hombre emprendedor, salido prácticamente de la nada.
—Bueno, de la nada… Señor Gobernador, si me permite, le informaré que su padre fue uno de los hacendados más ricos; poseía buenas tierras, más de diez yuntas, rebaños…
—Desde luego. Me consta que el padre no era ningún pobretón; pero el hijo ha llegado a ser uno de los propietarios más fuertes de la provincia. Un ejemplo de tesón y de saber aprovechar al máximo los recursos locales. Detrás de cualquier empresa estaba él. Vamos a echarle de menos, y usted también, señor Alcalde. Patrocinó la construcción de las escuelas, pagó de su propio bolsillo el alumbrado público. ¿No es cierto, señor Alcalde? A él se debe ese grupo de casas que llaman el Arrabal, que alquila a precios módicos a personas de condición modesta. Es el socio principal de la serrería, que da trabajo a varios obreros y valoriza los recursos locales. Ha prestado dinero a los labradores en épocas de malas cosechas, ha roturado considerables extensiones de tierra, ha propugnado en Madrid la construcción del canal de riego que, por el momento, no pasa de proyecto, y que yo mismo he apoyado con el mayor entusiasmo…
—¿Cree usted, señor Gobernador, que el proyecto seguirá adelante?
—No sabría decirle. Los pueblos necesitan personas que conciban proyectos y que tengan influencias para empujarlos en los Ministerios, personas que cuenten con el apoyo de las fuerzas vivas. Tal era el caso del difunto, que como a usted le consta, contaba con el apoyo popular más decidido; desde usted mismo, pongamos por caso, al último de los destripaterrones, pasando por el señor cura, los comerciantes, los artesanos, los demás labradores… todos sus convecinos, ricos y pobres sin distinción. Un hombre que supo granjearse amistades y apoyos, que pronunciaba un no cuando era preciso, pero que sabía ser liberal y generoso en el momento oportuno…
El automóvil rodea el Cabezo, y después se embala por la recta que conduce al pueblo.
—Observe, Palomo. Fíjese en el campanario. ¡Qué nobleza de líneas! Plateresco; uno de los mejores de la provincia en su estilo. Le recomiendo que si dispone de un instante, no deje de visitar el altar mayor; merece la visita. El señor Alcalde tendrá mucho gusto en acompañarle; él podrá explicárselo mejor que yo.
—La ermita debe de quedar muy lejos…
—Sí, señor Palomo; peor que lejos, está situada en lo alto. Hay que ascender en caballería. Queda elevada a unos quinientos metros sobre la plaza. Yo sólo subo allí cuando las fiestas.
El señor Gobernador se descubre y se enjuga el sudor de la frente. Se introduce brevemente el meñique en uno de los orificios de la nariz; se suena y se guarda el pañuelo en el bolsillo del pantalón, operación que le obliga a una serie de movimientos que fuerzan a ladearse al Alcalde.
—Y, dígame, ¿cómo está conceptuado entre los vecinos don Froilán?
—¿Don Froilán? ¿Usted le conoce, señor Gobernador?
—Personalmente, poco; me han hablado favorablemente de él… Me consta que se trata de una persona de orden, aparte de que se murmura de que es algo descreído; pero tiene el buen gusto de no hacer gala de sus opiniones religiosas. Me lo contaba el señor Magistral, que también vendrá esta tarde al entierro. A pesar de sus ideas, y cada cual es libre de pensar como le plazca, no está del todo mal visto en el Obispado, ellos sabrán por qué, y eso conviene tenerlo en cuenta.
—Es el tercer contribuyente del pueblo. Hombre casado, de conducta recatada, aunque yo en cuestiones personales no me meto… Sostuvo con el difunto un pleito que dio mucho que hablar y que les enemistó. Parece que presta dinero con usura, y se rumoreó que proyectaba instalar una fábrica de curtidos contando con las pieles de los rebaños de la parte de acá de la provincia.
—Me han hablado de él propiciamente… Usted, Palomo, ¿ha oído algo?
—Señor Gobernador, aunque no le conozco, eso de la fábrica de curtidos me parece un tanto quimérico. Tengo noticia de que andan unos agentes acaparando pieles de cordero, pero son para un comerciante valenciano. Y don Froilán debe ser de aquí…
—Supongo que sí. Usted lo sabrá mejor, señor Alcalde.
—Sí, nació aquí… A su padre le llamaban el tío Risueño y fue alcalde hará treinta o más años. Ustedes ya habrán oído hablar de aquel escándalo. ¡Qué calamidad para el pueblo! Entonces no se les daba valor a las antigüedades. El tío Risueño vendió a los americanos la biblioteca del señor Marqués, que pertenecía en propiedad al Municipio. Y seguramente la vendió por mucho menos de su valor. La biblioteca completa, que era una de las mejores de España, fue a parar a los Estados Unidos. Se dice, sin que yo haya podido comprobarlo, que le pagaron cien mil duros. ¡Cien mil duros de entonces! ¡Era un verdadero tesoro aquella biblioteca!
—He oído hablar de esa historia. Aunque, siempre se exagera… Serían diez mil duros en todo caso, y aún me parecen muchos. Ustedes, en los pueblos, tienden a magnificarlo todo. En España hay centenares de espléndidas bibliotecas; lo cual, desde luego, no quita importancia al hecho ni en manera alguna lo disculpa.
—Le cuento lo que oí contar; por entonces era yo demasiado joven. Vinieron al pueblo un extranjero, a quien llamaban el Míster, y un escritor de Madrid. Cargaron más de diez galeras de libros valiosos. Más adelante se abrió un expediente. El tío Risueño ya había empezado a adquirir tierras —las que ahora pertenecen a don Froilán—, pero tuvo que huir al extranjero. Se decía que presentaron una denuncia y que le habrían encarcelado. Luego, allá en América, volvió a casarse, a pesar de que su mujer vivía aún en el pueblo; no hace muchos años que falleció.
—Ustedes se aferran al pasado; no advierten que el tiempo pasa, y que de las historias antiguas conviene olvidarse. Me parece oportuno que usted, como alcalde, critique la gestión de un antecesor suyo que privó al pueblo de parte de su tesoro cultural, aunque me pregunto qué haría usted con esos libracos en el desván del Ayuntamiento, y cómo los preservaría de la polilla, carcoma, ratones y demás. Y dejando las cosas en su punto, don Froilán nada tiene que ver con lo que pudo hacer su padre, y aun, repito, me inclino a creer que se exagera.
Llegan a las primeras casas del pueblo. Los chiquillos y las mujeres se asoman a las puertas, las gallinas escapan cloqueando, los perros se guarecen. Un viejo, montado en una pollina, tiene que darle un fuerte tirón del ronzal y refugiarse en un callejón.
—Señor Alcalde, usted podría hacerme un favor. Desearíamos ir a comer a una fonda que me han dicho que se llama del Soldado; me han garantizado que dan muy buenas perdices, y no es razonable desaprovechar la ocasión…
—En ese caso, conviene que giremos en la plaza.
Baja el cristal de la ventanilla, asoma la cabeza y se dirige al chófer.
—Al llegar a la plaza gire por la calle que hay al otro lado de la iglesia. En la tercera casa hay un portalón; deténgase allí.
Mete la cabeza en el interior del auto y habla de nuevo al señor Gobernador.
—Buena cocina, desde luego. En cuanto a las perdices, no sé si habrán llegado tarde. Vendrán al entierro por lo menos ocho o nueve curas; no me extrañaría que las hubiesen acaparado todas. Esta noche habrá cena por todo lo alto.
—¡Vaya por Dios!
—Si no le molesta a usted, señor Gobernador, bajo con ustedes y le pregunto a la mujer del Soldado. De no quedarle alguna perdiz, yo me encargaré de buscarla. De algo me tiene que servir ser Alcalde, ya que no me ha servido para que aceptara mi invitación…
—Ese ofrecimiento sí que se lo acepto; cuando uno se ha hecho ilusión de algo… Y ésos de la sotana son capaces de zamparse un par de ellas por barba. Apresúrese usted, amigo mío, que como el señor Magistral llegue, no va a quedar una perdiz en cinco leguas a la redonda.