XXXIX

A PESAR DE QUE HOY tampoco hay clase, ha ido a la escuela. Se aburría no sabiendo qué empleo dar a las horas libres, y además deseaba consultar en la Enciclopedia el significado exacto de la palabra «óbito». Resulta que, como bien suponía él, es sinónimo de fallecimiento, y ahora lamenta que la palabra no le acudiera ayer a la memoria. «Óbito muy sentido», hubiera podido titular la crónica; y óbito es una palabra más elegante que fallecimiento. Mañana se publicará la nota en el periódico de la provincia; todo el mundo la leerá y comentará, y en el pueblo, y aun fuera del pueblo, saben que quien firma «Corresponsal», es él.

Al salir de la escuela cierra la puerta con llave. Por la calle, en dirección contraria a la suya, ve venir a Tartufo, con una caja de madera en forma de maletín. Unos pasos detrás le sigue Rufinillo, el aprendiz de barbero, que hasta el curso anterior era alumno de la escuela. Se pasa la mano por las mejillas; a la hora del entierro todavía tendrá la cara relativamente limpia; la barba no le crece muy aprisa.

Tartufo se detiene. Le cuelgan las bolsas de los ojos, la sotabarba, las mejillas; le cuelgan la camisa y los pantalones. Le cuelgan las pupilas dentro del acuoso globo ocular.

—¡Qué mal rato pasé anoche, señor Maestro! ¿Se daba usted cuenta? El tío Deogracias, allí, y los otros soltando barbaridades a diestro y siniestro.

—Es un desdichado; más que nada me inspira compasión.

—Son unos salvajes inciviles. ¿Ya está enterado de lo que hicieron después?

—El Tartajoso es un mal sujeto; suerte tuvo de escapar.

—El jaleo se inició en la barbería. Fueron a la taberna y allá se calentaron. Sancho, que no puede tragar al Tartajoso, porque una noche le hizo una descarga con postas y le reventó una cuba llena de vino, los azuzaría. También estaban allá para excitarlos los de la Claustra, y no digamos nada de Quiñones y del primo de Poncio…

—El Tartajoso es un sádico.

—Yo no le quería ver aparecer por mi establecimiento. En cuanto entraba le ponía una mala cara… Pero ¿qué quiere usted? El mío es un establecimiento público…

—No sé si me convendría una pasada… ¿Abrirás después de comer?

—Está usted muy requetebién… Ahora me llego a la casa rectoral. Saturio ha venido a llamarme; tengo trabajo hasta la hora de comer. He de hacer las barbas a don Humberto, al vicario de Palazuelo, al cura de Peciña, al de Hontanar, al de Tobajuela, y creo que también ha llegado el de Santa Marta…

—Habrá comilona, ¿eh?

—Según opina Saturio, almorzarán ligero; se reservan para la cena. La van a armar gorda. Han matado un par de cabritos, y al Telesforo le han comprado varias perdices.

—Entonces, ¿tú opinas que puedo pasar con esta barba?

—Por descontado…

Rufinillo se ha quedado a la sombra apoyado en la pared. Mira a los que están hablando, pero sin prestar atención a las palabras.

—Vamos para allá, niño; no te duermas…

—A propósito. Tartufo, ayer no te pagué el servicio.

—Lo arreglaremos otro día.

—De ninguna manera. Ten, lo que sobre para ti…

—Gracias, señor Maestro.

Sigue por la calle abajo, dobla a la derecha y continúa hasta alcanzar una puerta grande, de madera, que da a un zaguán. Al fondo del zaguán está el almacén de granos de Agripino. Aunque la luz es escasa, se distinguen altos montones de sacos. Huele a trigo, a cebada y también a harina.

A la derecha hay una escalera de madera que conduce al piso. Agarrándose a la baranda va ascendiendo sin prisa; los escalones son empinados y desiguales. Llama a la puerta con los nudillos. Cuando la puerta se abre, Rosita le recibe con cordialidad.

—¡Ah! ¿Es usted, Cosme? Pase, pase…

—¿De verdad no molesto? Mi visita puede parecer intempestiva…

—De ninguna manera, aunque ando de cabeza con este trajín. Siéntese. ¿No le importará que siga trabajando? Estoy dando las últimas puntadas a estos vestidos que vendrán a recoger dentro de un instante…

—Si tiene demasiado trabajo, vuelvo en otro momento…

—Usted es siempre bien recibido; no faltaba más.

—Hace pocos días me preguntó usted por su sobrino, el hijo de Lorente, y vengo a darle cuenta de la marcha de sus estudios. Como hoy, a causa de lo ocurrido, no tenemos clase, me he dicho que era el mejor momento para cumplir con su encargo.

—¿Y va bien el muchacho, se aplica?

—Muy bien; es un alumno satisfactorio y obediente. Destaca en Geografía, en Gramática y en Aritmética. Algo menos fuerte en Historia, tanto en la de España como en la Sagrada. Pero hay algo en que sobresale de manera notable: en buena letra.

—Eso es importante, ¿verdad, Cosme? Para emplearse, lo primero que se exige es buena letra.

—No sé lo que piensan ustedes decidir sobre el chico; por mi parte lo creo apto para cualquier estudio.

—Eso es lo que deseaba saber. Su padre y mi hermana… querrían… A mí, si el chico vale, me gustaría que estudiara algo de porvenir. Que hiciera unas oposiciones, o mismamente la carrera de maestro. Usted ya comprende que en este pueblo un chico listo no tiene salida.

—Este pueblo es muy atrasado, hay poca vida. Yo mismo, tantos años… ¿Y qué? No, no le aconsejo que le hagan estudiar el Magisterio, a menos que cuenten con influencias para conseguirle una buena plaza.

—Tenía ganas de hablar con usted para que me diera su opinión sobre las aptitudes del muchacho.

—Le considero capacitado para lo que sea. Ya le digo, salvo la Historia Sagrada y la de España… y aún podría achacarse a falta de interés o afición, en cuyo caso con voluntad y estudio podría corregirse. Pueden contar conmigo para prepararle en lo que deseen.

—Hablaré con sus padres…

—¡Qué bien cose usted, Rosita! Da gusto ver cómo mueve las manos con agilidad, y al propio tiempo, tan seguras.

—Es mi oficio; coser no es difícil. Cualquiera que tenga práctica puede hacerlo mejor que yo.

—De ninguna manera. A mí coser me resultaría más difícil que aprender el griego. Y usted lo hace con tanta gracia, con tanta armonía en los movimientos…

—¡Oh, no diga!

—Los hombres somos torpes por naturaleza, y en cambio ustedes, las mujeres, todo lo hacen con salero. Si volviera a nacer no cometería el error de permanecer soltero. Transcurren los años y uno se va quedando solo, cada vez más solo. Se pierde mucho la alegría.

—Pero usted, Cosme, es joven. Un hombre siempre está en edad de matrimonio.

—No lo crea; eso será en las ciudades, o cuando se trata de alguien con fortuna… Aquí, en el pueblo, ni siquiera cabe el recurso de quitarse años; ni de teñirse las canas como hacen en las grandes capitales.

—Sería ridículo; a mí no me gustaría un hombre teñido.

—Lo decía en broma… Quiero significar que el disimulo huelga. Por ejemplo, usted pensará: «Cuando hice la Primera Comunión, Cosme ya había dejado de ser monaguillo». Y con ese dato calcula usted mi edad. Y otra puede decirse: «Cuando me puse medias, había entrado en quintas». Delante de usted ni de nadie, resultaría ridículo y vano que tratara de disimular la edad.

—¿Y por qué tenía que disimularla? Para un hombre su edad es perfecta. ¡Qué distinto para una mujer! Una se queda para vestir santos y nadie vuelve a decirle por ahí te pudras.

—No hable así. Rosita…

—Hace años que ya no pienso en casorios; se vive bien soltera. Y además, la gente es tan mala, tan envidiosa…

—¿La gente?… ¡Que vayan diciendo! El chismorreo siempre me ha parecido propio de personas incultas y cargadas de prejuicios.

—¡Si lo sabré yo! Las señoras que visten en mi casa no hacen más que ponerse verdes las unas a las otras. Y ¡figúrese cómo me despellejarán a mí!

—Incultura es lo que sobra; falta de comprensión y demasiado atraso. Y los que se llaman señores, no son mejores que los demás. Viven obsesionados por sus tierras, por sus rentas, por sus negocios. No leen un libro, no piensan, no meditan. La iglesia y la baraja son sus distracciones. En el caso de usted, me preocuparía bien poco de lo que dijeran.

—Mientras viva mi madre, yo aguanto, pero si un día, y Dios quiera que tarde mucho en llegar, la pobre me faltara, soy capaz de marcharme a la ciudad, y aquí queda todo esto.

—No se marche usted; no nos deje solos.

—Nadie ha de echarme de menos…

—Tiene aquí buenos amigos, Rosita, no lo dude; personas que la estiman como se merece.

—Bueno es saberlo.

—Ahora que la veo tan hacendosa, ¿puedo pedirle un favor? No se lo tome a mal…

—Usted dirá…

—¿Ve usted ese botón? Está a punto de caerse… Es lo que nos ocurre a los solterones… Si usted fuese tan amable…

—¡Claro que sí! Precisamente tengo la aguja enhebrada en hilo negro… No; deje, no hace falta que se quite la americana. Acérquese…

—¿No le parece mal que me haya tomado la libertad…?

—Nada malo habrá en que le cosa un botón… supongo.

El Maestro se pone en pie y se sujeta los lentes a la nariz. Rosita inclina la cabeza. Va bien peinada, con el pelo recogido en un moño. La nuca es blanca, redonda, el escote descubre por atrás la iniciación de la espalda. Se advierten algunas canas, las orejas tienen un lóbulo carnoso y rosado.

Se oye el tictac de un reloj de pared que está colgado frente a la ventana; las manos de la modista se mueven ágilmente:

—Rosita… usted… ¿No ha pensado nunca en casarse? ¿No lo ha pensado seriamente?