XXXVIII

MADRE, ESTOY RENDIDO. Despiérteme hacia las dos; me afeitaré y volveré a la Casa. Ahora quisiera dormir un rato.

La Viuda se acerca a la mesa trayendo en un plato dos huevos fritos que nadan en un aceite oscuro y moteado.

—Ten; cómete también este par de huevos, que estás muy desmayado. ¡Toda la santa noche en vela! No podrán decir que no te comportas como un verdadero hijo.

—Lo hago por Isabelita; el difunto me trae sin cuidado. Procedió conmigo cochinamente…

—¡Quién se acuerda de eso, Daniel! No me gusta que seas rencoroso… Anda, ahora te traeré un vaso de leche, no vayas a debilitarte con tantas emociones y sin pegar ojo.

Parte el pan con los dedos y hunde un pedazo en la yema de uno de los huevos; después se lleva el pan a la boca y mastica con fruición. Los labios se le quedan manchados. De la botella de vino se sirve un vaso lleno hasta los bordes. La Viuda permanece en pie, junto a la mesa, observando a su hijo a través de los párpados, entornados. En la cocina canturrea la Faustina.

—Madre, mándela que se calle. No es de buen efecto que en esta casa se cante, aunque lo haga la criada.

—La Viuda abre la puerta y se asoma a la escalera.

—¡Faustinaaa! ¿No puedes callar de una vez? ¡Qué falta de respeto, estar cantando como si nada hubiera sucedido!

Cierra la puerta y regresa junto a la mesa donde su hijo come.

—¿Y qué hay del Lebrel?

—¡No me hables! López, el del Juzgado, nos ha comunicado la noticia. Parece que Pablo tendrá que declarar, y quizá don Onofre, y los demás criados. ¡Yo qué sé! Un lío tremendo…

—¿Y cuánto dinero llevaba? La verdad, unos aseguran que eran diez mil duros; otros, más; algunos, menos. Hay quien dice que robó un anillo…

—No, el anillo todavía está en el dedo del muerto. Ahora los hijos se salen con que siempre lo llevaba y que es propio que se le entierre con él. Lo que yo creo, es que no han podido arrancárselo. ¡Bueno es Pablito para dejar nada en su sitio! Según me ha contado Isabelita, al Lebrel le han agarrado con cinco billetes de a mil pesetas. Los llevaba escondidos, pero la Guardia Civil le hizo cantar y se los encontró. Por eso le trajeron al pueblo.

—¡Mira qué suerte que estuviera allá la fuerza pública, tan oportunamente!

—El jefe de línea, como supuso que habría trajín por la carretera, dispuso que una pareja se estableciera de vigilancia entre Pedernales y aquí. El Lebrel, al verlos, se desconcertó y apretó a correr; eso le ha perdido.

—¿Quién lo iba a pensar? ¡Tantos años en la Casa!

—Pues yo, madre, no me fío de nadie. Don Onofre mismo me da mala espina. Demasiado contento se ha puesto cuando ha llegado la noticia de que atraparon al Lebrel. Para mí que don Onofre, por su parte, también ha arramblado con lo suyo. Y ahora, preso el Lebrel, aparecidos los mil duros, nadie se ocupará de averiguar cuánto dinero guardaba el difunto en la cartera.

—¿Y Pablito, qué dice?

—Está que bufa. No para de echarle indirectas a don Onofre, pero el otro, como quien oye llover. Venga a quejarse del Lebrel y a cargarle las culpas, y a dar a entender que el embrollo ya se ha puesto en claro.

—¡Anda, hijo, qué suerte tienes con Isabelita! Porque los demás todos son buenas piezas…

—No piensan más que en el dinero; en mi vida he visto una codicia semejante…

—¿Y los mil duros del Lebrel, que supongo devolverán, quién se los queda?

—Irán a repartir, con la herencia… Don Eloy ya se ha presentado en el Juzgado. Supongo que una parte le corresponderá a Isabel.

—A menos que no haya dispuesto algo en el testamento.

—Este testamento va a traer muchos disgustos.

—Tú, hijo, no te dejes atropellar en tu derecho. Siendo Isabelita mujer, procurarán arrebatarle lo que puedan si las particiones no son suficientemente claras.

—Don Fernando no suelta prenda; otro de quien tampoco me fío. Tiene más conchas que un galápago. ¿No sabe el escándalo de anoche?

—¿Te refieres a lo del Tartajoso? Era un canalla. Lástima que no le agarraran.

—¡Qué Tartajoso ni qué niño muerto! Me refiero a lo de don Fernando…

Daniel empapa en el aceite un pedazo de pan, con la punta del pulgar le incorpora un trozo de la blanca clara, y todo junto se lo lleva a la boca.

—¿Qué de don Fernando? Estoy en ayunas.

—Anoche le vieron que entraba en casa de Rosita; luego regresó al velatorio muy sofocado, pretextando que después de cenar había estado paseando con el fin de despejar la cabeza.

—Esa buscona es capaz de cualquier indignidad. No sé cómo la saludan ni cómo las señoras decentes permiten que las vista.

—Pero es que usted ignora lo mejor… En el testamento le deja la renta de los molinos. ¡Casi nada!

—¡El viejo verde! Pero me parece atroz despojar así a los hijos para enriquecer a una pelandusca. No hay ni pizca de vergüenza.

—Teniendo en cuenta lo de la visita nocturna de don Fernando, yo me pregunto si no lo habrá urdido todo ese condenado notario, aprovechando que el viejo, en las últimas, debía de estar medio lelo…

—¡Cuánta desvergüenza, Señor! Lo que tendremos que ver, oír y soportar. ¿Y no puede impugnarse el testamento si resulta cierto que contiene una cláusula tan descomedida e injusta?

—Pablito y Cristóbal se suben por las paredes. Isabelita, la pobre, está más resignada…

—Pues que no sea tonta. Tú aconséjala, hijo, que para ti haces.

—Ya procuro guiarla, por la cuenta que me tiene.

—¡La renta de los molinos! Y ese puerco de don Fernando visitándola de noche.

—Hasta que no se abra el testamento no sabremos nada de cierto.

—Cualquier disparate puede esperarse de un viejo crápula. ¡Qué historia más sucia la suya! Hijo, has tenido suerte de que Isabelita no se le parezca; ha salido tirando más a su madre, que era una santa y que murió a fuerza de disgustos.

—Reconozco que los hombres, en cuestión de faldas, tienen más disculpa…

—Hasta cierto punto, sólo hasta cierto punto. La madre de Rosita, que está paralítica, ya se entendía con él. Es una vieja historia que conoce todo el pueblo. Y luego, el muy asqueroso, se lió con la hija. Zenón, que tiene madera de celestina, les dejaba la casilla del parque. Había allí una cama que no quieras saber. ¿Quién iba a tragarse que aquella cama era propia para un criado? Un criado no necesita más que un jergón de paja…

—Pero de todo eso hace ya tiempo.

—No mucho, seis o siete años. En los últimos tiempos, el viejales buscaba carne joven; ya sabes a quién me refiero.

—Sí, pero hay que reconocer que Rosita tira más a señora.

—¡No sé cómo todavía la defiendes! Y espérate, que no haya sido igual de generoso con la Basilia, que le creo capaz de todo.

—Por ahora no he oído comentar nada, y desde anoche todo el mundo me viene con cuentos.

—¿No te bebes la leche?

—No me apetece. Lo que tengo es sueño. Y quiero estar descansado para la tarde. ¡Buena se me prepara!