XXXVII

LLEGA A LA TIENDA cargado con las dos enormes valijas que componen el muestrario, y se detiene a la puerta para tomar aliento. Las asas metálicas le han lastimado las palmas de las manos. Estira y encoge los dedos repetidas veces y se frota ambas manos. Coge de nuevo las valijas, y entra en el establecimiento.

—Buen día nos dé Dios, don Simeón.

—¿Qué hay de nuevo, Verdera? Tendrá que disculparme por lo de ayer, pero andamos como locos con esta desgracia que ha ocurrido.

—Me hago perfectamente cargo, no tiene por qué excusarse; el cliente siempre tiene razón. Pero como he perdido el día, no quiero continuar viaje sin su pedido; no me lo perdonaría nunca y usted tampoco me lo perdonaría. Traigo algunas novedades que le van a interesar, géneros de primera calidad.

Abre ambas valijas y va ordenando los muestrarios mientras sonríe a don Simeón, que permanece al otro lado del mostrador, y que para mejor examinar las muestras acaba de encender la luz eléctrica.

—Para empezar, liemos un pitillo. Tenga, es buen tabaco, de Gibraltar.

Don Simeón coge la petaca que le alarga el viajante; sacan papel, y comienzan a liar los cigarrillos.

—No puede usted quedarse desprovisto de estas novedades. Un género a cuadros escoceses que esta temporada es lo que más se está llevando en Madrid, en Barcelona, y, desde luego, en París… Tenemos un gran surtido de colores. Los «Almacenes La Primavera» se han quedado con una pieza de cada color. No es por decirlo, pero como usted sabe son los mejores almacenes de la capital. Me proponían comprarme el doble de piezas, en caso de comprometerme a no vender esta temporada a ningún otro cliente de la provincia. Usted comprenderá que me negué en redondo. Por muy buenos compradores que sean, yo no puedo hacer eso a mis antiguos parroquianos. Observe, por ejemplo, este género en verde. Es el éxito bomba; el preferido de las muchachas jóvenes. Y aquí tiene este otro tono para las señoras de más respeto. Toque, don Simeón, por favor; usted entiende…

El viajante se pasa el pañuelo por el cogote. Simeón se ha sujetado los lentes a la nariz, y examina la tela haciendo gestos dubitativos.

—Y aquí los mismos cuadros en azul marino…

Sin advertir que la pintura del mostrador no está suficientemente seca, el viajante Verdera ha apoyado la mano derecha. Los dedos, por efecto del calor, se le han quedado pegados, y cuando los separa advierte que las yemas están sucias de pintura. Con disimulo intenta limpiárselas con el pañuelo, sin conseguir hacer desaparecer del todo las manchas.

—Y ahora en rosa intenso, que tiene mucha aceptación…

De la trastienda sale Quiñones cargado con unas piezas, que distribuye en diferentes estantes.

—Buen día, señor Quiñones…

—¿Qué tal está usted, señor Verdera?

Quiñones se aproxima a mirar el muestrario. Don Simeón, cuando comprende que el dependiente se ha hecho cargo de las novedades, sale a la puerta para examinar los colores a la luz del día. Verdera le sigue, y Quiñones, despacio, acaba por juntarse a ellos.

—Este gris parecería que no estuviera mal. ¿Qué le parece, Quiñones?

—Mejor el gris que el verde; las parroquianas se inclinan por los tonos discretos. El azul marino también podría venderse…

—No cabe duda que ustedes tienen gusto y que saben lo que se llevan entre manos. El verde es chillón, demasiado chillón para mi manera de ver. Observen la calidad del acabado. Y a la luz del día el color mejora, se realza.

El viajante saca del bolsillo un talonario de pedidos con su correspondiente papel carbón para la copia, y un lápiz tinta.

—¿Cuántos metros ponemos de cada clase?

—Todavía no hemos hablado del precio, amigo Verdera.

—Ni merecía la pena; está marcado tan barato, que hasta olvidaba decírselo. A usted se lo puedo dejar, en caso de que se quede la pieza entera, a ocho pesetas… Y ya ha comprobado de qué calidad se trata…

—Sea, pero no vamos a quedarnos más que con media pieza de esos dos colores. Y tiene que ponérnoslas al precio que dice.

—Perdone, don Simeón, pero no era eso lo acordado. Puedo poner el género a ese precio vendiendo piezas enteras. Por metros sueltos es a ocho cincuenta, y no resulta caro…

—Señor Verdera, yo entiendo que si nos quedamos con dos medias piezas, no es comprar por metros. Dos medias piezas hacen una pieza completa, y se trata del mismo tejido en dos colores distintos. Esta temporada estoy muy cargado de género, no puedo excederme en las compras. Observe usted mismo las estanterías. Las cosechas sólo han sido medianas, la parroquia anda remisa.

—No exagere usted, don Simeón. Ayer por la tarde, cuando vine y usted había salido, me quedé aquí un rato, esperándole, con el amigo Quiñones. ¡En mi vida he visto vender tantos metros de paño negro! Por cierto, quiero enseñarle el que traigo este año; mejor no se fabrica en el extranjero; y el precio de lo más ajustado…

—Bueno, señor Verdera, ¿cómo quedamos en lo del tejido de señora?

—Depende de que me haga un buen pedido de luto.

—Algo sí que voy a necesitar; casi he agotado las existencias.

—¿Qué anotamos? ¿Cuatro piezas?

—Ni pensarlo; una; a lo sumo, dos.

—Pero ¿no observó cómo se llevaban el género? Se lo arrebataban de las manos.

—Ya conoce usted las causas, señor Verdera. Pero no fallece todos los días un personaje.

—Naturalmente que no, sería una calamidad para el país. Pero le digo a usted, que como comerciante, debe estar provisto como si fuera a suceder. No debe permitir que las circunstancias le cojan desprevenido, y que su clientela se viera obligada a recurrir al comercio de Santa Marta, o al de Peciña, donde hay unas tiendas que no se comparan con la suya, pero que no dejan de estar abastecidas en debida forma, que eso sí le puedo garantizar…

—¿Qué le parece, Quiñones, ponemos tres piezas? ¿No nos cogeremos los dedos?

—Tres piezas son suficientes. Todas las señoras se han hecho un vestido de luto. Y, aquí, ya lo sabe usted, señor Verdera: la buena época del negro coincide con el principio de invierno, que es cuando muere más gente. El resto del año apenas tiene salida…

—Vaya, anoto tres piezas. No deseo contradecirlos; en mis normas comerciales no entra el forzar las ventas. Y, a propósito, ¿están enterados de que han detenido al ladrón que robó al difunto? Unos dicen que fueron diez mil duros en billetes, otros que doce mil…

—Hace un rato lo pasó por aquí delante la Guardia Civil. Le vieron merodeando la estación y se les hizo sospechoso.

—Examinen este género de caballero; no han visto cosa igual. Nadie lo distinguiría de un paño inglés.

Quiñones está tocando las muestras. El viajante, que ha dejado el cigarrillo apoyado cuidadosamente en el borde de un estante, acaricia también los tejidos con delectación.

—Palpe éste…

El dependiente endereza el busto, cruza los brazos y se dirige a su principal.

—¿Sabe usted, don Simeón, lo que se rumoreaba esta mañana?

Don Simeón sonríe y le dice al viajante:

—Este hombre no sé cómo se las arregla, pero se entera de todo. Ni que fuera periodista. Aunque he de advertirle amigo Verdera, que no conviene fiarse demasiado; da crédito a cualquier rumor…

—A mí no me consta; pero cuando se rumorea con tanta insistencia, por algo será.

—Bien, ¿y qué se dice?

—Que en la cartera del difunto había mucho más dinero, y que don Pablito y los demás de quien desconfían es de don Onofre.

—Don Onofre es una persona respetable…

—Pues parece que ha habido serias discusiones en la Casa.

—Ya habrá notado usted, señor Verdera, que nuestro pueblo es un nido de escándalos. Y estos días anda revolucionado; todo son chismes y comentarios.

—Según tengo entendido, el difunto era una de las primeras fortunas de la provincia.

—Tenía aquí muchas propiedades, buenos campos, huertas, todos los olivos que hay en el término, las pocas viñas que se trabajan, mucho bosque, más de treinta casas de alquiler, Los Corrales con sus garañones y las dehesas, los molinos, la fábrica de electricidad, más de dos mil cabezas de lanar, parte de la serrería que está cerca de la presa, y sobre todo, influencia, aquí y fuera; y contratas de obras públicas, y mucho poder. Y se dice que posee además acciones de Compañías fuertes, y dineros en los Bancos puestos a elevados réditos…

—¡Caray! ¡Ya se conformaría uno con bastante menos!

—¿Y sabe usted, señor Verdera, a cuánto pagaba los jornales de los peones?

—Quiñones, ¿eso qué importa? No guarda relación con lo hablado…

—¡Claro que guarda relación! Pues en verano, en faenas de recolección, vaya y pase. Pero en las faenas de labranza les pagaba seis o siete reales, el pan y el aceite. Los peones padecen hambre todo el invierno. Los demás labradores, naturalmente, les pagan lo mismo porque es la Casa quien decide el importe de los salarios en cada ocasión… ¡Y así va el pueblo! Desconfíe usted, señor Verdera, de los pueblos donde vive gente demasiado rica; tenga por seguro que son los más míseros.

—Hay muchas desigualdades por aquí; ya se echa de ver. En mi tierra se pagan mejores jornales; la industria lleva más prosperidad.

—Quiñones dice lo que le conviene y lo demás se lo calla. Porque también es verdad que el difunto daba mucho trabajo, y que en este pueblo no hay desocupados como ocurre en otras partes. Cuando no hay faena en los campos, la hay en la carretera, o en el bosque. Ahora tenía en proyecto hacer un canal para regar todas sus tierras…

—Con el dinero del Estado, que debería emplearse para favorecer al común…

—Quiñones, ¿no querrá usted ahora volverlo todo al revés? Siempre ha sucedido lo mismo, y siempre ocurrirá. Él tenía mucho poder en la provincia y hasta en Madrid, y si gracias a su influencia se hace el canal, todos los del pueblo saldremos beneficiados. Más trabajo, más jornales, más ganancia, más prosperidad en suma.

El viajante arroja la colilla a una escupidera que hay en un rincón.

—Vean ustedes, lo de los canales sí me parece acertado. Lo que necesitan estas tierras es regadío, que produzcan más y de mejor calidad. Conviene construir canales, como en el extranjero.

—¿Qué hacemos, Quiñones? ¿Compramos de este color marrón? En todo caso, sólo nos quedaremos con diez metros. La próxima temporada veremos qué pasa. La futura cosecha promete, pero nos hallamos en un momento delicado, no sabemos lo que puede ocurrir; el comercio paga siempre los platos rotos, y no es prudente arriesgarse a cargar la tienda de género…