SE HA COLOCADO frente al Palacio, del lado de la iglesia, que es el lugar donde da el primer sol de la mañana. Tiene los miembros entumecidos y tose con frecuencia. Ayer se quedó hasta muy tarde en el parque de la Casa, aguantando el relente. Las rodillas le duelen, nota la garganta enronquecida y la espalda le molesta.
La recaudación de anoche fue la más sustanciosa de toda su vida de mendigo. Como si las gentes hubiesen enloquecido. ¡Qué excelente resultó la idea del amable forastero que encontró junto al mostrador del tío Vivo! Era bien entrada la noche cuando terminó de contar las monedas, y supone no haberse equivocado. Las ha juntado con las recaudadas a lo largo del día de ayer. Si se muriera a menudo un pez gordo, acabaría por comprarse tierras y vivir como un señor. Tres monedas de a duro, diez de a dos pesetas, veinte monedas de a peseta, cincuenta de diez céntimos y sesenta y tres de cinco. Total, sesenta y tres pesetas con quince céntimos, más las catorce pesetas con veinticinco céntimos de la mañana, que tampoco se dio mal, hacen en total, setenta y siete pesetas y cuarenta céntimos; más de trescientos reales; quince duros y medio si se cuenta en duros. Un jornalero pone para ganarlos un mes trabajando de sol a sol. ¡Si cada día se muriera un pez gordo! Pero ahora se acabó, hasta que le llegue el turno a don Froilán, cuya vida conserve Dios.
Algunas mujeres acuden a la misa. Los pasos de las campesinas, calzadas con zapatillas o alpargatas, suenan templados, si bien suelen caminar de prisa. Las señoras meten más ruido con los tacones, pero andan con más sosiego, excepto cuando se retrasan y aprietan después del tercer repique de la campana.
—Una caridad, buenas señoras, para el pobre ciego.
A estas horas la recaudación es menguada; monedas de cinco céntimos, y aun escasas.
—¡Que un hombre no pueda ganarse la vida con sus brazos, qué desgracia, hermanitas!
Faustina, la criada de la Viuda, cruza en dirección a la abacería; la conoce porque arrastra ligeramente el pie izquierdo desde que de niña, regresando del campo con su padre, se cayó de una caballería.
—Anda, Faustina, que estáis de enhorabuena. Va a entrar la prosperidad en vuestra casa…
—Ya veremos lo que ocurrirá, hasta el fin nadie es dichoso. La señora y el señorito se las prometían muy felices. A él antes no le permitían entrar en la Casa, y desde ayer por la mañana no ha salido de allí.
—Que se porte como debe con los pobres, con quienes le ayudaron cuando la suerte le volvía la espalda.
—Simón, acuérdate de lo que te dice Faustina; aún no se ha casado con la señorita Isabel; puede haber sorpresas.
Pasa Sixta, la mujer del tío Raposo. No se atreve a llamarle Raposa, como sería natural, porque se ofende mucho. Afirma que raposa y zorra es lo mismo, y que la palabra zorra es grave ultraje para una mujer honrada.
—Buenos días, señora Sixta.
Cierra la mano y aprieta la moneda para distinguir su diámetro; cinco céntimos.
—Dios te ampare, Simón; suceda lo que suceda, te mantienes en tu sitio.
—¿Ha oído por ahí las alabanzas que se hacen del féretro? Desventurado de mí que no he de verlo. Cualquier precio pagaría porque Dios me hiciese la gracia de poder ver, aunque sólo fuera un minuto, esa maravilla que todos ensalzan.
Tiende la mano; ha oído una agitación de monedas en la faltriquera. La mano de la señora Sixta roza la suya; diez céntimos más. Nadie es insensible al halago.
—Gracias le sean dadas y recompensa eterna, que quien socorre a sus hermanos pobres recibe del cielo el ciento por uno, y quizá más…
Las llantas metálicas de un carro golpean el pavimento. Huele a estiércol. Los cascos acompasan su batir sobre los cantos. El carro desciende por la calle de las Ánimas.
—Hermanos, una limosna, que a quien se la da a un pobre, Dios le recompensa en esta tierra con el doscientos por uno…
Por la calle Mayor se acercan unos pasos; dos hombres calzados con botas que pisan con energía. Unos pasos firmes y forasteros. Junto a ellos, otros vacilantes, medrosos, de alguien que lleva zapatos pero que no está acostumbrado a andar calzado así; unos pasos furtivos, tímidos. Las pisadas de los tres hombres se aproximan. Se hace un silencio en la plaza; no comprende lo que ocurre, pero algo extraño pasa. Presiente que el tío Vivo se ha asomado a la puerta de la abacería; un labriego que cruzaba la plaza se ha detenido; una mujer se ha inmovilizado en las mismas gradas del templo. No se atreve a preguntar en voz alta, y espera.
El hombre desacostumbrado a los zapatos marcha entre los otros dos a zancadas largas, apoyándose mal sobre los pies; los de las botas caminan rítmicamente, aunque cansados. Cruzan no lejos de él y se encaminan hacia el Palacio. Ante la puerta que da acceso a la escalera del Juzgado, vacilan, y acaban por detenerse. La voz del tío Vivo resuena en la quietud de la plaza.
—Sí, ahí es… Suban ustedes.
Una voz ronca, segura, autoritaria, se pierde escalera arriba.
—¿Hay alguien ahí?
Después se oyen las pisadas de los que suben. Los de las botas pisan fuerte sobre los desgastados peldaños; los pasos del otro apenas ya se oyen. Chirría una puerta y se cierra con estrépito. Tras un silencio, alguien dice en voz alta pero velada:
—¿Ha visto usted, tío Vivo?
Unos cuantos curiosos que seguían a distancia a tres hombres, desembocan en la plaza.
—Le cazaron merodeando la estación de Pedernales…
—¡Dios Santo! ¿Quién podía imaginar semejante deslealtad?
—Le mandarán a presidio…
El viento que levanta la bata del tío Vivo pasa junto a él; huele a bacalao y a jabón de cocina.
—¿Será posible? Pero ¿de qué se le acusa?
—Le encontraron encima muchos miles de duros.
—¿Muchos miles de duros? ¡Qué me cuenta!
—¿Lo saben ya en la Casa?
—El tío Deogracias venía de la estación en una caballería y los alcanzó en el camino. Los guardias le han contado que merodeaba por la estación en actitud sospechosa y que al darle el alto intentó huir. Tuvieron que disparar al aire y entonces se dejó atrapar como un conejo.
—¡Y le llamaban el Lebrel…!
—Tiene gracia, ¿eh?, el chiste…
—Ni me di cuenta; no me gusta bromear con las desgracias del prójimo.
—Ha resultado ser un facineroso. Los duros se los robaría al difunto; hace falta tener estómago. ¡A su propio amo!
—A saber si no le ahogaría o algo semejante…
—Lo hubiera advertido don Gabriel; los dedos dejan señales.
—¡Qué desgracia! Parece como si fuera a acabarse el mundo.
Frente a la puerta del Juzgado se ha formado un corro. El alguacil baja las escaleras y sale apresurado a la plaza. Los reunidos le dirigen preguntas.
—¿Qué se dice arriba, Paco?
—¿Es verdad que le robó al difunto muchos miles de duros?
—¿Los llevaba en plata o en billetes?
—¿Qué creen los civiles, que lo mató él?
—Tienen que hacerle cantar de firme. Le arrearán una buena…
Paco el alguacil no contesta y se escabulle por la calle Mayor.
—Ése lleva prisa; seguro que va a buscar a Paciano. ¡Menuda faena les ha caído! Y esta tarde estarán aquí el señor Gobernador y todos los demás.
De nuevo se acercó el olor a jabón y a bacalao; camina en zapatillas y se frota las manos.
—¿Te has enterado, Simón? No puede uno fiarse de nadie. Suerte hemos tenido de que la Guardia Civil vigilaba. Si no es por eso, el pajarraco se nos escapa y toma el tren; y una vez en la ciudad, no hay quien lo encuentre.
—¡Cuánta maldad, tío Vivo! No me canso de predicarlo, el mundo es propicio a los infames. Ya ve lo que nos ocurre a las personas honradas. Un hombre como yo, obligado a vivir de la caridad pública, y con la mezquindad que corre. De tener mejor suerte, muchos miles de duros hubieran sido la recompensa de una deslealtad, de una villanía…
—Llevarías razón, si no fuera porque la Guardia Civil le ha echado el guante. No me gustaría estar ahora en su piel, ni que mis costillas fueran las suyas. Simón, créeme, a la larga la honradez recibe su galardón. Los miles de duros a que te refieres ya se los han arrebatado; ahora le caerán unos años de presidio. Y unas cuantas tundas nadie se las quitará de encima. Simón, amigo, más vale ser honrado como tú y como yo lo somos.
—Hablaba por hablar…
Abre la mano; su instinto no le engaña. El tío Vivo ha sacado una moneda de cinco céntimos del bolsillo de la bata, y se la ha dejado suavemente sobre la palma de la mano.
—Simón, Dios recompensa las buenas acciones y castiga las malas. Más han de valerte a ti estos cinco céntimos que al Lebrel sus miles de duros. Te lo digo yo, y por algo me llaman el tío Vivo…