XXXV

ADELAIDA SE REVUELVE arrebujada entre las sábanas y cubre su rostro con el brazo para protegerse de la luz. El cabello suelto se derrama sobre la almohada. Sus palabras suenan soñolientas y perezosas.

—¿Has dormido bien, Gabriel?

—Tomé una dosis de luminal. Y después de visitar a don Froilán, te soy franco, me quedé más tranquilo.

—No me gusta nada don Froilán. Creo que no conviene que te vean con él, ni que se sepa que tenéis demasiados tratos.

—Adelaida, con el difunto y con su familia me he portado bien, pero este asunto ya está terminado. Gracias a Dios, cuando a don Froilán le ocurrió la desgracia de la hija, yo acudí a tiempo. Si no llego a hacerlo, te aseguro que mañana mismo perdía la plaza. Ayer se mostró muy deferente conmigo. Aparte de todo, don Froilán tampoco pierde de vista que estoy bien considerado por el vecindario, que mis consejos se escuchan, y que cuento entre las personas influyentes.

—Pero don Pablito…

—Regresará a la ciudad. Aquí nadie le haría caso. Por mi parte voy a necesitar el apoyo de don Froilán; pueden ahora sobrevenir cosas desagradables; y no las tengo todas conmigo…

—A don Froilán nadie le quiere…

—Eso era antes. Hubieses visto ayer cómo le bailaban el agua. Lo único que convendría prever es si el Alcalde ha conseguido alguna ventaja en la capital. La actitud del Gobernador, que esta tarde vendrá al entierro, lo aclarará todo. Yo he jugado mi carta. Don Fernando y don Eloy me han aconsejado. Don Ceferino y don Eloy han comenzado a entenderse, y confío que gracias a esa componenda el desdichado caso del pobre Poncio no se remueva más.

Gabriel Escorihuela se ha enjabonado la barba frente al espejo colocado sobre la palangana de porcelana blanca ornada de flores azules. Con movimientos rápidos pasa la navaja de afeitar sobre el suavizador. Por las ventanas, abiertas, penetra una luz viva que ilumina la estancia y deslumbra a Adelaida.

—Voy a apresurarme durante la mañana para hacer las visitas que estos días he descuidado. Parece que todo quisque se haya puesto de acuerdo para enfermar mientras me resultaba imposible visitarlos.

—Anoche, antes de cenar, estuvo aquí por tercera vez la mujer del molino, quejándose de que a su marido le apretaba el cólico.

—Ya me ocuparé de todos ellos; todavía faltan más de seis horas para el entierro. Después de la ceremonia pasaré aquí la consulta; nadie puede quejarse. A los que se presenten, les comunicas que cuando terminemos del cementerio pueden venir acá.

—¿Sabes lo que contaron a última hora, cuando me retiraba del velorio?

—¿Qué?

—Que un grupo de hombres fueron a buscar al Tartajoso, que le destrozaron la casa y que querían prenderle fuego. El Tartajoso escapó y no se sabe adónde ha ido. Los hombres llevaban palos y herramientas…

—Ése no volverá, y será mejor para todos.

—Si llegan a dar con él, le matan.

—¡Sólo eso nos hubiera faltado para liar más la madeja!

—Se emborracharon en la taberna y allí comenzó la gresca. ¿Sabes quién iba con ellos? No lo dirías. ¡Quiñones, el dependiente de la tienda de tejidos…!

—A mí no me sorprende; es un revolucionario, un anarquista. Pero que se ande con cuidado, porque algún día le van a sentar la mano.

—No comprendo cómo una persona tan recta como don Simeón le tiene empleado. Si le pusiera de patitas en la calle no le quedaría más remedio que trasladarse a otro pueblo o a la ciudad; lo que es aquí, nadie le daría trabajo.

—Es listo ese tipejo, y don Simeón mira por sus intereses.

—Tienes razón; vender sabe, es un marrullero.

—Y el Maestro, ¿se quedó en la Casa hasta muy tarde?

—No sabría decírtelo; desde luego le vi por allá entre los demás. Me parece que ése cojea del mismo pie que Quiñones.

—Pero es de los hipócritas; no desea indisponerse con nadie. ¡Figúrate, cobrando del Estado…!

—Si no se muere de hambre se lo tiene que agradecer a las cuatro familias pudientes que le pagan para que dé clases especiales a sus hijos.

—Yo, Adelaida, soy partidario de la libertad; que cada cual tenga las ideas que quiera mientras las disimule. Si consiguiera casarse con alguna mujer con posibles, que es lo que busca el muy tunante, cambiaría de parecer. En cuanto tienen arrinconadas cuatro pesetas, se vuelven conservadores. El caso de Quiñones es distinto, es un amargado. Su mujer está enferma un día sí y otro no. ¡Si vieras en qué casa vive!

—Pues debería estarle agradecido a don Simeón. De no ser por el sueldo, ¿de qué viviría?

—Se ha llegado a rumorear que el Alcalde le protege en secreto.

—¡A saber si no le mandó el propio Alcalde organizar este alboroto del Tartajoso con objeto de desacreditar al difunto y buscarle las cosquillas a don Froilán…!

—No me parece del todo imposible… Voy a advertirte que, por el momento, lo mejor será que escuches y calles. He tomado mi partido, pero tampoco tengo necesidad de enemistarme con el Alcalde, mientras lo sea, y ni siquiera después. Yo soy aquí el médico, y tengo que procurar mantenerme a bien con todos. Mi deber profesional es asistirlos en caso de enfermedad. Fíjate si obré cuerdamente cuando el accidente de la chica de don Froilán. Nunca se sabe lo que puede ocurrir.

—Don Froilán me da miedo. ¿Tú crees que es cierto que pueda ser masón?

—¿Y a mí, qué? Te repito lo que dije antes: cada cual que piense como quiera de la boca para adentro. En eso consiste la verdadera libertad.

Cuando termina de afeitarse, limpia la navaja en un pedazo de papel de seda. Luego se inclina sobre el lavabo y se restriega la cara con agua, frotándosela con energía y dando resoplidos.

—… Y de Barbudo, nada. Ése ya no se presentará.

—Barbudo es un piernas. Me gustaría que se atreviera a discutir conmigo. Ni aun presentándose a tiempo hubiese evitado el desenlace. Un caso de septicemia estreptocócica en un anciano diabético; ni Barbudo ni nadie es capaz de salvarlo. Se luchó, se hizo cuanto se pudo, pero la ciencia tiene unos límites. Dios dice siempre la última palabra.

Se dirige hacia la cómoda y abre el cajón más alto. Adelaida, que se ha incorporado, le observa cómo revuelve entre los pañuelos, los cuellos y los puños.

—No te mudes ahora de cuello, mejor que esperes a la hora del entierro; si andas por esos caminos llenos de polvo, te lo pondrás perdido.

—Tienes razón, me cambiaré después de comer. Sólo que este cuello está demasiado sucio…

—¡Para las visitas que vas a hacer! Un par de labradores, el molinero, y lo demás, peones…

—Estoy de buen humor ¡Ya ves lo que son las cosas! Todo gracias a haber dormido a pierna suelta. A pesar de que el luminal me ha dejado un poco de pesantez en la cabeza. Y ayer parecía que el cielo y la tierra se me venían encima.

—Nunca hay que descorazonarse. Estabas fatigado; te portaste muy bien con los de la Casa. Desde luego hemos de reconocer que tenías motivos de estarle agradecido al difunto. Ahora ya has cumplido.

—¿Mandaste que me cepillaran el traje?

—Sí, todo ha quedado a punto.

—¿Has oído algo de lo que se murmura de Rosita la modista?

—¡Que si he oído! No se comenta otra cosa, aunque nadie lo sabe a ciencia cierta. Florita asegura que ella sí que lo sabe de buena tinta. Le deja en testamento la renta de los molinos; un buen pellizco. Florita está indignada.

—Más le valdría a ésa callar…

—¡También tú, Gabriel! No sé cómo das crédito a semejantes habladurías. Envidia, pura envidia. Don Indalecio es todo un caballero, y el muchacho, no digas, es el vivo retrato de su padre.

—Dejemos eso, yo tengo mi opinión formada. Las mujeres sois unas inocentes, sobre todo cuando se trata de las amigas.

—No tanto… Ya ves, el caso de la modista es otro. Y sin embargo, no sé, pero Rosita no me resulta del todo antipática. Además, cose muy bien y a un precio razonable.

—Pues ahora, con la renta de los molinos, no ha de faltarle marido.

—¡A sus años, por Dios, y con la mala fama que tiene!

—¿Conoces el refrán? «A virgo perdido nunca le falta marido».

—¡Gabriel! No hables así…

—Lo menos rentarán mil duros al año, y nadie le hace ascos a mil duros.

—¿Y si resulta que no es cierto? Hasta que se lea el testamento…

—Pues si no hay renta, tampoco habrá marido.

—¡Qué desvergüenza corre por este pueblo!

Se abotona la americana ante el espejo, se anuda la corbata, coge el maletín y el sombrero, y se dispone a salir.

—¿Quieres cerrarme la ventana? Me acosté tan tarde y estoy tan cansada, que de buena gana dormiría un rato más.

—Hasta luego. Vendré a comer temprano. A la hora del entierro quiero haber terminado la digestión. Con el paseo y el calorazo va a hacerse muy pesado. ¡Y tanta gente forastera!

Cierra la ventana y los postigos; la alcoba queda en penumbra, casi a oscuras. Adelaida introduce el brazo bajo la almohada, se ladea y bosteza a placer. Gabriel Escorihuela, al salir de la alcoba, entorna la puerta con cuidado.