TRAS DE APURAR la última copa que él mismo, con desparpajo, se ha servido, el forastero de la chalina, desde la puerta de la sala, se dirige a los hijos del finado:
—Con su permiso voy a retirarme. Ha sido para mí alto honor velar a tan ilustre extinto, un honor con el cual he sido favorecido por el Destino, y del cual me sentiré orgulloso cuantos días me queden de vida…
Insinúa una reverencia subrayada por un amplio movimiento del sombrero negro que traza en el aire una curva caricaturesca.
—… a sus queridos hijos, a sus familiares, les digo resumiendo las acertadas frases de los reverendos tonsurados: resignación, resignación, resignación…
Gira sobre los talones, y a pasitos cortos se aleja en dirección a la escalera.
Don Pablito se vuelve hacia don Onofre con expresión interrogante.
—Pero ¿quién es ese tipo?
Para comunicarse con su hermano, don Cristóbal adelanta el cuerpo sobre la butaca.
—Yo le di cinco duros por la tarde; me entregó unos versos que no he leído.
—No sabría decirles —aclara don Onofre—. Se presentó con el tío Raposo, dio órdenes, hizo comprar diez metros de paño negro, ayudó a todos los preparativos, y he de reconocer que se mostró muy dispuesto y atinado. Desde luego se trata de un forastero, yo no le he visto en mi vida.
El Soldado continúa adormilado. Celso, como ha venido acompañándolo, no se atreve a marcharse solo, pero también da algunas cabezadas.
Don Humberto y el vicario de Palazuelo se han ausentado pasada la medianoche. Las mujeres también se fueron retirando. Se han presentado algunas otras visitas. Las conversaciones, en un momento, parece que se animan; después languidecen. Pasan las copas, se distribuyen y encienden cigarrillos, se hacen alabanzas del difunto, se habla de las cosechas, se trata de enfermedades y de muertes, se recuerda a otros difuntos, se repiten las mismas frases e idénticos propósitos; alguien, para salvar un silencio que se prolonga, aventura un discreto chascarrillo. La noche avanza muy lentamente.
Por la ventana del corredor penetra una luz pálida, pero en la cámara mortuoria y en la sala no hay otro alumbrado que el de los cirios y el de la lámpara que pende del techo con seis brazos coronados por bombillas de escaso voltaje.
—… No podemos olvidar que este pueblo, gracias a los desvelos del difunto, y ¿para qué negarlo?, a sus influencias, fue uno de los primeros donde se instaló la electricidad. Siempre nos mantuvimos en la vanguardia del progreso; así lo quería él. Desde aquí se llevó la electricidad a Pedernales, y luego a Santa Marta y a Tobajuela, que de no ser por nosotros aún se alumbrarían con candiles. Ustedes estaban por entonces en el internado. Su padre fue un hombre muy grande, verdaderamente notable, preocupado de continuo por el bienestar de sus convecinos.
—Estamos de acuerdo, señor Agripino. Y con las obras de la carretera general, que si nadie las entorpece, comenzarán en breve, mejorará mucho la comunicación automovilística, que según decía el difunto en sus últimos tiempos, será la del porvenir.
—¿Por qué iban a entorpecerse los proyectos que están aprobados por el Gobierno?
La pregunta del tío Vivo, que se ha desabotonado el chaleco, que le oprimía, va dirigida a Nicasio Zabala; éste contesta con un tono incisivo:
—Hay personas que han nacido para la intriga, y en todo creen ver malevolencia por parte de los demás.
Agripino, el almacenista de granos, frunce el entrecejo, y aunque los otros le miran esperando que hable, tarda un instante en tomar la palabra.
—¡Vaya por Dios! Ya me imagino a quién se refiere usted. Tenemos una calamidad por Alcalde, Pues ya verá lo que sucede cuando salga a subasta el ramal que ha de unir la general con el pueblo. Ya verán ustedes lo que ocurre.
—Se rumorea que forma sociedad con su sobrino…
Don Pablito arroja al suelo la colilla y la aplasta con la punta del pie.
—Me ocuparé personalmente de eso; que no se crea que es el amo y que va a hacer y deshacer según su antojo. Este Alcalde nos va a resultar como el tío Risueño, y conste, señores, que lo digo sin ánimo de ofender a nadie…
—Mientras su señor padre permaneció entre los vivos, tuvo atado corto al Alcalde y frenó todas sus tentativas de abuso. ¡No habrá otro como él, qué vacío más grande! Todavía esta tarde recordábamos que sus molinos fueron los primeros que funcionaron con electricidad. ¿Se acuerdan ustedes de aquel montador alemán que instaló la fábrica? De toda la parte de acá de la provincia venían para ver la turbina. A pesar de los años transcurridos, recuerdo, como si fuera ahora, que me dijo: «Agripino, aquí querrían que nada cambiase, pero yo, por narices, les voy a traer el progreso; nada perjudica más que la ignorancia». Y tenía mucha razón; lo peor es la ignorancia, la incultura, el analfabetismo que padecemos.
Con disimulo, el tío Hisopo ha ido maniobrando hasta ocupar la silla vecina a don Fernando.
—¡Era muy generoso el pobre! No se olvidaba de nadie; quien le servía en lo que fuese, tarde o temprano tenía su recompensa. ¡De cuántos hizo la fortuna! ¡A cuántos había protegido con el mayor desinterés…!
Mientras se mira distraído las puntas de sus botas, ligeramente cubiertas de polvo, don Fernando asiente con la cabeza y disimula los bostezos. El tío Hisopo espía todos sus movimientos y permanece atento a cualquier cambio de expresión.
—¡Pensar que un hombre tan bondadoso tuviese enemigos! Y que la maledicencia no siempre le respetara…
—La maledicencia se ceba en los mejores.
—Y que lo diga usted, don Fernando, y que lo diga usted…
Don Pablo se levanta de la butaca y se estira solapadamente, sin extender los brazos. Se pasa la mano por el rostro y se aleja por el pasillo. Por la ventana abierta se ven los campos iluminados por la luz del alba, y el río que traza una amplia curva abrazando las huertas.
Protegido por una cortina y sentado en una silla, está Zenón descabezando un sueño. Le empuja con la mano y casi le derriba. Zenón se despierta sobresaltado, se pone en pie y, sin pronunciar palabra, comienza a frotarse los párpados, que se le han adherido a causa de las legañas.
—Zenón, ¿qué ha ocurrido con el herrero?
Parpadea, tose, contempla al señorito con expresión alelada.
—¿No me oyes, o estás idiota? ¿Cómo no se ha presentado el herrero? ¿Lo mandaste llamar?
—Vino acá, sí, señor, a primera hora de la noche. Estaban rezando el rosario todas las señoras y la sala repleta de personal. No podía mandarle pasar; traía el cortafrío y unos alicates fuertes y afilados. Me pareció imprudente dejarle entrar en presencia de las visitas.
—Por lo menos podías haberme consultado; es a mí a quien corresponde decidir.
—Me acerqué a usted; estaba de coloquio con don Froilán y otros señores, y no me determiné a interrumpirle. Despedí al herrero con la condición de que volviera antes del entierro, por si se presenta mayor oportunidad.
—Si se marcharan todos ésos, te mandaba a que le despertaras. Pero sospecho que van a quedarse para hacernos la pascua. Y del Lebrel, ¿qué hay?
—Nada, señor. Envié al Hortelano que saliera a indagar, y nada…
Don Pablito regresa hacia la sala. Desde la puerta hace un gesto imperioso a don Onofre, que se levanta y acude a reunirse con él junto a la ventana. Las paredes de la Claustra están tiñéndose de rosa pálido. El agua del río parece azul.
—Hay que tomar medidas con respecto al Lebrel.
—Todavía es temprano; esperemos un par de horas.
—Onofre, ¿está seguro de que mi padre no le entregó a usted alguna cantidad en metálico…?
—Pero ¡don Pablito!
—No dudo de su honradez, pero estos días han sido de tanto ajetreo que podría haberlo olvidado. Mi padre no estaba jamás desprovisto de dinero contante y sonante.
—Le juro a usted, don Pablito…
—Pudiera ser que se lo hubiera dado a guardar a Isabel, y ella, con el dolor de lo ocurrido, no lo recordara momentáneamente.
—Verá usted…
—En momentos tan desdichados como el que nos aflige, se produce la confusión; nadie da pie con bola…
—Ya hablamos de lo del dinero con la señorita Isabel…
—Entonces ha sido el Lebrel, no hay que darle más vueltas. Ha tenido que ser ese ladrón y se nos ha escapado. Papá lo tendría guardado en la cartera y el Lebrel se lo robó. Hay que dar parte inmediatamente a la Guardia Civil. Ocúpese usted, en cuanto salga el sol, de que le busquen por todo el pueblo. Si no aparece, que López, que está ahí, haga la denuncia. El Lebrel no puede hallarse muy lejos; le echarán el guante.
—Ahora mismo prevendré disimuladamente a López, y que disponga lo necesario. Primero que vayan a comprobar si le encuentran durmiendo en casa de sus tíos; estaba muy fatigado y dijo que no resistía más.
—No se fíe, Onofre; los ladrones son astutos y eso me huele a coartada para ganar una noche y poner pies en polvorosa.
Los tejados color de melocotón se han encendido. Los campos se extienden hasta el horizonte, cortados por innumerables caminos que los aprisionan en una red. Destacan las ruinas de la Claustra y el arbolado que jalona el camino de los olivares; en las orillas del río se alzan los chopos. El resplandor que anuncia la salida del sol, ilumina las nubes hacia oriente y pone una pincelada intensa a lo largo de la línea horizontal que limita el paisaje.