XXXII

LA SIXTA SE ACERCA con un pucherete cubierto por una tapadera de hierro y lo planta sobre la mesa. El tío Raposo reclina hacia atrás la silla, que sólo descansa sobre las patas posteriores. El Voluntario permanece con ambos antebrazos apoyados en el hule de color verdoso que cubre la mesa. Los fogones y la pila del agua se hallan atestados de ollas, vasos, escudillas, cubiertos sucios, y platos con restos de huesos, pedazos sobrantes de pan y grasa fría.

A la Sixta le brilla la mirada, se le han desprendido algunas horquillas y unos mechones de cabello le cuelgan sobre las sienes y el cogote. Todavía lleva un delantal con rayas negras y azules que se ha puesto para cocinar.

Destapa el pucherete bajo las narices del Voluntario. Un humo gris y perfumado se eleva hacia el techo de la cocina.

—¿Qué te parece el café?

—Huele bien, señora Sixta…

El tío Raposo empuja hacia el Voluntario una caja de cartón repleta de tabaco de picadura, mientras él se aplica a atacar una cachimba quemada por los bordes.

—Fuma.

—Gracias, Raposo; creo que esta noche vamos a reventar. El café nos caerá bien en el estómago. La señora Sixta ha tenido una buena ocurrencia.

La Sixta saca de la alacena dos tazas, unas copas de tamaño pequeño y un frasco de aguardiente de hierbas. El Raposo enciende la pipa.

—Yo me retiro a dormir; es tardísimo y mañana vosotros os quedaréis como troncos, pero yo he de madrugar igual que cualquier otro día.

—Fue un banquete, señora Sixta, un verdadero banquete…

—Díselo a él, Voluntario, que fue quien lo dispuso. Un poco tarde se nos hizo, pero así nadie nos ha molestado durante la cena. Hasta mañana y buen provecho…

Se retira con un mohín amable dirigido a medias al Voluntario y a su propio marido.

—Mira —le dice el tío Raposo a su ayudante cuando se quedan solos—, no tenemos prisa; hasta que nos tumbe el sueño, acá estamos bebiendo y haciendo lo que se nos antoje. Como si te apetecen más rosquillas; te levantas y las coges.

—De comer sí que no me entra nada más; líquido, todavía… Y este café calentito reajusta el cuerpo.

—A última hora le mandé a Sixta que matara el pato. Un poco tarde era y un pato quiere su tiempo para cocinarse como Dios manda; pero ya habíamos merendado lo nuestro y nada nos apresuraba. ¿Es verdad?

—Cierto, tío Raposo…

—Nada me desasosiega tanto como la prisa. Hay que comer con reposo, y la faena hacerla con reposo. Al trabajo de hoy nadie puede ponerle un pero; pues a pesar de todo, entre nosotros, te confesaré que podía mejorarse. ¿Cómo? Echándole más tiempo. Pero estos encargos te llegan con precipitación, y hay que cumplir a la ligera.

—Los ricos, que tanto desean lucirse, deberían encargar el ataúd estando en vida, y gozarlo ellos mismos contemplándolo. Nosotros echaríamos los días que hicieran falta y podríamos barnizar en varias pasadas, dejando que las capas se secaran, lustrándolo con esmero…

—Hablas con seso, pero olvidas que los ricos no hacen nada a derechas. No son previsores; gustan más del boato que del arte.

—Mientras metíamos dentro al difunto, y el tipo aquel de los versos le daba tantos tirones que parecían irrespetuosos, a las narices me venía un hedor tan fuerte, que me dije para mis adentros: «¿Y éste es el rico, el todopoderoso, el hombre que tuerce las voluntades? ¡Bah! Carroña pura, igual que los pobres, los vagabundos o los gitanos».

—Razón llevas que así es; pero no olvides que hasta el instante de morir es muy otro. Cuando me encargaron todo el trabajo de carpintería que se hizo en el Casino, tú no estabas aquí entonces, fue Marcelino quien me ayudó, yo no tenía bastante dinero. Las obras eran importantes y requerían madera, herramientas, adelantar los jornales y pagar los transportes. Como el difunto era presidente del Casino, me armé de valor y un día que topé con él le expliqué el caso. Si me prestaban el dinero o me lo anticipaban, podría hacerme cargo de las obras, y si no, me resultaría imposible. Él me contestó: «Raposo, el Casino no adelanta un céntimo. Tú cobrarás cuando el trabajo esté cumplido; es lo justo. Si tropiezas con dificultades son cosa tuya, compóntelas tú mismo. El carpintero de Tobajuela, que tiene buenas manos como sabes, nos ofreció hacerlo más barato; pero a mí me gusta que cuando hay algo que ganar se lo ganen los de aquí, no los de Tobajuela». Como yo volví a insistir y a quejarme con el fin de conseguir que me adelantasen algunos duros, me espetó cuando ya me retiraba: «Vete de mi parte a visitar al tío Hisopo…».

—Dicen que andaba metido en líos de préstamos por cuenta del difunto…

—Al dos por ciento mensual que aunque me di prisa, los intereses se me comieron los beneficios de la obra y al final, trabajé de balde.

—El Hisopo prestaba por cuenta del finado; fue una añagaza…

—No sabría decírtelo; lo que sí puedo jurarte es que me esquilmaron los muy ladrones. Me juré nunca más pedir dinero a rédito. Más vale reventar de hambre que caer entre las uñas del Hisopo.

—El señor Froilán aseguran por ahí que exige menos interés.

—Ni lo sé ni lo quiero saber. El difunto se fue apoderando de las tierras de medio pueblo, y don Froilán, aparte de la hacienda, se supone que tiene grandes intereses en los Bancos. Y hasta el bribón del Hisopo, aunque vive como un pobre, no lo es.

—¿Y para qué querrá los duros si no los gasta y tampoco tiene hijos…?

—Para ser rico. ¿Te parece poco?

—Si algún día yo fuera gobierno, a los usureros los mandaba capar.

—Tú no mandarás nunca, ellos mandarán siempre. Y si no caparte, por lo menos te esquilarán como a mí me esquilaron entonces.

—Lo peor es el desvalimiento en que vivimos…

—La ignorancia nos perjudica, y también el andar tan desunidos.

—Pues al Tartajoso parece que ya le han dado su merecimiento…

—Traerán para acá otro peor y todos agacharán la cabeza. Y si no, al tiempo.

El tío Raposo apura el café y vuelve a llenarse la taza: parte del líquido se derrama sobre el hule y corre formando un reguero. Con el dorso de la mano empuja el líquido hacia el borde para que caiga al suelo. De nuevo se recuesta hacia atrás y se aplica a encender la cachimba.

—Sírvete, Voluntario, hemos de acabárnoslo, que el café al día siguiente ha perdido lo mejor de su aroma. Y el aguardiente ahí lo tienes a tu entera disposición.

—La señora Sixta se ha lucido en tono…

—Como me gusta hacer justicia, te diré que el difunto emprendió ciertas obras beneficiosas. La electricidad, por ejemplo, y esas casas que construyó en el Arrabal, que antes vivían allí hacinados como salvajes. Cuando los inviernos eran crudos en demasía, también entregaba algún dinero para los pobres. El pueblo ha mejorado y ahora hay más trabajo. Ha puesto nuevas tierras en cultivo. Prestó dinero y formó sociedad con Palomares para la serrería…

—Una de cal y otra de arena. Ya pueden irle rezando, que poco han de valerle las oraciones según mis escasas luces.

—Dan dinero para la iglesia… Por dinero todos bailamos, hasta tú y yo.

—El mundo es injusto, tío Raposo.

—Cuando hacíamos las obras del Casino, ya te he dicho que me ayudaba el Peatón; es trabajador, y entonces aún lo era más. Según como van los correos, ha de madrugar mucho, unas noches más que otras. En aquel tiempo iba a pie, con su cartera al hombro, dale que dale por los atajos. En Pedernales dejaba la correspondencia y esperaba al tren que viene del Norte. Conmigo trabajaba hasta bien entrada la noche. Poco dormía el pobre, pero ninguna semana le faltó su jornal. Las agonías que me hacía pasar el tío Hisopo, me las pasaba yo solo.

—Estuvo casado el Peatón, según me han contado…

—Ahí quería yo ir a parar. Se casó con una mujer, alegre que no quieras saber. Elvira se llamaba la pobre y era prima de la Dominga casada con Julián. No tenían hijos, pero se avenían, y ella era hacendosa y limpia. Y pasó una desgracia…

—Ahora recuerdo; murió de la rabia.

—Por aquellas fechas, el difunto era aficionado a la caza, que de eso que te cuento se han cumplido años y todos éramos más jóvenes. Era dueño de varios perros que compraba en la ciudad. A la Elvira, cuando tenían invitados en la Casa, la llamaban para ayudar a la cocina. Un día le mordió una perra que andaba suelta por el parque. Primero nadie hizo caso, a pesar de que Elvira dijo que la perra parecía rabiosa. Tanto insistía, que Marcelino fue a la Casa; la perra se había metido en una cuadra abandonada, en el último rincón, y nadie se atrevía a arrimarse a ella. El veterinario dijo que había que matarla de un tiro, cortarle la cabeza y enviarla a la ciudad para hacer un análisis. El Peatón trató de hablar con el difunto y éste le mandó que volviera otro día. Entonces fue a decirle al Hortelano que tenía que matar a la perra, que lo había mandado el veterinario, y el Hortelano respondió que sin permiso de su amo nadie la tocaría, que estaba encerrada y que no hacía mal. Otra vez Marcelino que va al veterinario y le pide que le haga un papel conforme hay que matar a la perra, y el otro se niega. A Elvira la visitó don Gabriel, fueron a hablarle al difunto y contestó que la rabia no les daba a sus perros, que eran de raza y estaban cuidados y limpios. Pasaron varios días y al final a la Elvira hubieron de llevarla al hospital de prisa y corriendo. Allá nadie supo bien lo que pasó, pero lo cierto es que en cinco días la enterraron. Acá todos murmuraban que murió de rabia, y que si la hubieran cogido a tiempo se habría salvado. A la perra la mataron de un tiro de escopeta. Don Gabriel, el médico del hospital y el veterinario se callaron y le echaron tierra al asunto. Y al pobre Marcelino, el finado le regaló una bicicleta para que se consolara.

—Mala cosa es la rabia, pero yo puedo asegurarle que tiene cura. En el cuartel, un can le mordió a un quinto de mi compañía. Le trasladaron al hospital militar y allí le hicieron curas horrorosas, pero, eso sí, al perro hay que matarlo; si no lo matan, no pueden sanar los atacados; nos lo explicó un enfermo.

—La verdad no llegó a saberla nadie. Cuando el día de visita el Peatón se trasladó al hospital, ya se la encontró amortajada. A mí me dio mucha lástima; desde entonces Marcelino no ha levantado cabeza, parece un hombre cambiado.

Sacude la pipa en el borde de la mesa, con la otra mano va barriendo las partículas de tabaco a medio quemar que expulsa la cazoleta.

El Voluntario se pone en pie y se estira, bosteza y vuelve a estirarse. Se levanta las solapas de la chaqueta de pana y se encasqueta una boina que saca del bolsillo.

—Me voy. La jornada ha sido larga.

—Larga y provechosa, Voluntario; un trabajo lucido y bien pagado, según espero, y una cena abundante. Lo que sí te digo es que hoy por hoy no me cambio por el difunto a pesar de todos sus dineros.

—Ni siquiera me cambiaría por sus hijos contando con lo que van a heredar; prefiero ser como soy y vivir como vivo. Llegaré a mi casa; me quito la chaqueta y los pantalones, me descalzo, me meto entre las mantas, y cinco minutos después ya estoy roncando como un bendito.

—Razón no te falta; tú eres joven, tienes buenos brazos y buen estómago. Y la conciencia tranquila es la fortuna de los pobres.

—Hasta mañana, y muchas gracias por el banquete…