XXXI

A MEDIDA QUE LA NOCHE AVANZA, la gran sala ha ido vaciándose. Todavía permanecen unos diez o doce hombres acompañando a los hijos del finado. La atmósfera está cargada de humo. En una mesa colocada junto a la puerta de entrada hay bandejas con copas, vasos para el agua y diversas botellas de licores.

En la cámara mortuoria, don Humberto dirige el último rosario; le acompañan la hija del difunto y algunas señoras que están arrodilladas en reclinatorios. La madre de Daniel se ha situado junto a Isabelita, al otro lado están la hermana del difunto y su hija Luisa. Algo más apartadas del catafalco, están arrodilladas doña Adelaida Escorihuela, la mujer del tío Hisopo, doña Florita, que se muestra muy compungida, y la mujer de Palomares, el de la serrería, que es la única que viste como las mujeres del pueblo, aunque muy limpia y cuidada.

Terminadas las avemarías están rezando la letanía, que suena monótona y soñolienta.

—Máter amábilis…

—Ora pro nobis…

—Máter admirábilis…

—Ora pro nobis…

—Máter boni consilii…

—Ora pro nobis…

—Máter creatoris…

—Ora pro nobis…

El cadáver está colocado ligeramente en alto, y los que rezan arrodillados apenas alcanzan a verle. Según avanza la noche, la palidez del rostro del difunto ha ido trocándose en un tono amarillo de limón. El vientre ha ido hinchándose, y de no ser por la gran cantidad de cera que arde y porque han dejado abierta una rendija, el hedor se haría insoportable. En el dedo anular de la mano derecha el solitario refulge a la luz de los cirios. Largos paños negros, dispuestos sobre una invisible pértiga, enlutecen la estancia.

Hasta la sala donde se hallan reunidos los hombres, llega amortiguada la cantinela de la letanía. El vicario de Palazuelo saca la petaca del bolsillo de la sotana y se la ofrece a don Cristóbal, que está a su lado. Don Cristóbal se pone a liar un cigarrillo.

Don Simeón, vestido de negro, tiene el sombrero acomodado sobre las rodillas. El cuello postizo, alto y almidonado, apenas le deja mover la cabeza.

—¡Quién lo hubiera creído! Parece que fue ayer cuando llegué a este pueblo… Tan pronto como levantaban la veda, y a veces bastante antes, corría incansable por esos montes tras las perdices. ¡Si entonces me lo hubieran dicho! ¡Y es que no somos nadie!

Se hace un silencio largo. El Soldado, embutido en sus ropas domingueras, no ha conseguido cruzar bien los brazos porque las sisas le tiran. Hace mucho tiempo que dormita; a intervalos irregulares emite un ligero ronquido. Junto a él está Celso, con el pelo blanco y un traje de pana oscura y botas de ciudad. Celso no sabe de qué hablar, pero como tampoco desea estar callado, en varias ocasiones a lo largo de la velada, ha exclamado con voz suspirante:

—¡Ay, Señor! ¡Cuánto sufrimiento!

Don Fernando, que abandonó el velatorio antes de la hora de cenar pretextando que iba a hacerlo a la fonda, acaba de regresar y está enjugándose el sudor de la frente.

—He paseado un rato para despejar la cabeza. A pesar de que ha refrescado, hace una noche apacible —traga saliva y prosigue—: ¡Quién lo diría! Uno se afana, trabaja, lucha, en una palabra se siente vivo, formando parte del mundo, llega a creer que el mundo es él mismo, y ¡zas!, luego… nada.

—… Nada, polvo, viento…

Don Indalecio se diría que habla consigo mismo. Ha bebido bastantes copas de licor y su rostro aparece abotagado y afligido.

Antes de hablar, el vicario de Palazuelo expele hacia arriba el humo del cigarrillo que acaba de aspirar con fruición.

—Dios es inescrutable en sus altos designios… ¡La muerte! Una palabra, ni más ni menos; una palabra…

Don Pablito le mira irritado, pero calla. Como advierte que Zenón está apoyado en actitud negligente en el quicio de la puerta, le hace una seña para que pase de nuevo ofreciendo licores a los presentes.

Zenón se sobresalta. Sostiene la bandeja de las copas en la palma de la mano izquierda, y con la derecha empuña una botella por el gollete. Los pantalones, entre las rodillas y los pies, forman como un acordeón. Las botas, que deben de molestarle, las lleva sueltas, y los cordones le arrastran por el suelo.

Monótonas y rítmicas llegan las preces de la alcoba.

—Regina sine labe originali concepta.

—Ora pro nobis…

—Regina sacratísimi Rosarii.

—Ora pro nobis…

—Regina pacis.

—Ora pro nobis…

—Agnus Dei, qui tollis peccata mundi.

—Parce nobis, Dómine…

Daniel, sentado junto a don Onofre, le susurra:

—¿Y del Lebrel no se sabe todavía nada?

—Nada; yo le supongo durmiendo a pierna suelta en casa de cualquier pariente o amigo.

—¡Quién sabe!

A la derecha, en una butaca tapizada de verde oscuro, don Pablito deja correr la velada entre bostezo y bostezo, que disimula con ambas manos. Se vuelve hacia don Onofre y se inclina para hablarle junto al oído.

—Convendría que saliera usted a averiguar qué ha sido ese incidente del Tartajoso…

—Aprovecharé para zafarme cuando termine el rosario. Parece que después del alboroto han quedado tranquilos y se han retirado a sus casas. Andarían algo bebidos…

—Ya les daría yo a esa taifa de destripaterrones.

En un extremo de la sala, un forastero vestido de oscuro está fumando con una boquilla excesivamente larga. Nadie le conoce, se presentó añadiéndose a uno de los grupos que acudieron a dar el pésame. Por la tarde también estuvo encargándose del arreglo y decoración de la capilla ardiente y le entregó un poema a don Cristóbal. Cuando Zenón se le acerca, coge la copa y la apura, y antes de que se retire, le hace señas de que se la vuelva a llenar.

Con sus ojillos, sagaces y amedrentados, Juan Nepomuceno Santillán, a quien todos llaman el tío Hisopo, está observando a los concurrentes. Rechaza la copa de licor que el criado le ofrece, y no pierde de vista ninguna de las expresiones de los hijos del finado, de don Fernando y de don Onofre, a quienes escudriña con la mayor atención. Apenas despega la boca, y cuando el Veterinario, que está sentado a su lado, termina de explicarle prolijamente el método de castración llamado de «vuelta y pulgar», se ha limitado a asentir con un mohín ambiguo.

El oficial del Juzgado viste una chaqueta raída y lleva el cuello de la camisa bastante sucio y desplanchado. Como fuma sin parar y no ha perdonado ninguna de las rondas de licor desde que ha llegado, la lengua se le va soltando paulatinamente.

—Ni doce días hará que le encontré por última vez. Su aspecto era saludable. «Adiós, López», me dijo, tan amable como siempre lo fue conmigo.

Con entonación melancólica, exclama don Pablo al tiempo que baja la cabeza:

—¡Ha sido un golpe muy duro para nosotros! ¡Ninguno esperaba un desenlace tan cruel y tan rápido!

—¡Pensar que cuando me despedí de mi padre era un hombre pletórico de vida, y que esta tarde, al llegar, me lo he encontrado de cuerpo presente!

El vicario de Palazuelo se vuelve hacia don Cristóbal.

—Resignación, hijo. ¡Si me hubieran dicho a mí, la última vez que estuve en este pueblo, que la próxima sería para tan triste ceremonia…!

Cuando el forastero rompe a hablar todos le miran, salvo el Soldado, que continúa dormitando.

—Yo no he tenido la dicha de conocer en vida a tan ilustre caballero, pero puedo asegurarles a todos ustedes que la huella que cada cual deja en este mundo pecador es únicamente la de sus buenas obras, la liviana huella de nuestro paso por la vida en el corazón de nuestros semejantes. ¡Un gran hombre, señores; que Dios le dé eterno descanso, amén!

—Amén.

—Amén…

Los demás han ido repitiendo la palabra amén aunque lo hayan hecho con desgana. El vicario de Palazuelo contempla al intruso con expresión entre curiosa y severa. Don Fernando, que apenas había advertido su presencia, le examina inquisitivamente, fijándose en su chalina, y en las desgastadas suelas de sus zapatos. El forastero, con las manos recogidas entre los flacos muslos, baja los párpados, y calla.

Tras algunos padrenuestros y avemarías suplementarios, don Humberto se levanta del reclinatorio, se pasa las manos por las rodilleras de la sotana y entra en la sala. Las mujeres continúan en los reclinatorios, frente al catafalco. Don Humberto se llega hasta la puerta del corredor para desentumecer las piernas. Saca el reloj y lo observa atentamente. Con cierto apresuramiento que no trata de disimular, cruza hacia donde está Zenón.

—Sírveme un vaso de agua…

Cuando se lo entrega sobre una bandeja, añade:

—Zenón, échame por lo menos unas gotitas de anís.

El criado abre una de las botellas y deja caer en el vaso un corto chorrito que enturbia el agua. Sin darle tiempo a colocarle el tapón a la botella, don Humberto le reprende:

—No mezquines el anís, Zenón. Es cierto que te he dicho unas gotas, pero no es imprescindible tomar las frases tan al pie de la letra.