—¡CÓMO ME DESPRECIO, señor Maestro! Me considero el más indigno de los hombres; estoy medio borracho. Y fue mi amigo, si es que del difunto puede decirse que tuvo amigos… Su caso es distinto, señor Maestro. Usted, como hombre soltero, está en su derecho de venir al Casino a tomarse un café, pero yo he venido con el propósito de emborracharme, porque estoy harto y aburrido, y mañana, se lo advierto, no tengo intención de asistir al entierro. ¡Soy así! ¡Ah!, por favor, no me contradiga; me ofendió gravemente después de lo muy amigos que habíamos sido, después de los miserables papeles que me había obligado a representar y que yo aceptaba a regañadientes, por pura amistad. Imagínese, usted que observa a los chiquillos en la escuela, imagínese cuán fuerte es la amistad que viene de la infancia; hecha de golpes, alianzas, de prestarse una pluma, de cambiar canicas, de robar nidos o fruta, de arrojar piedras a los perros… No, señor Maestro, no pienso ir al entierro aunque usted insista, aunque el propio difunto se presentara aquí y me lo mandara. Todos tenemos nuestra dignidad… hasta yo mismo aquí donde me ve. Sesenta años largos de amistad destruidos en un instante. ¡Como si yo no fuese un hombre tan honrado como el que más! Y ve lo que sucede, él allá, en la Casa, solemnemente entre cuatro cirios, y yo su amigo, bebiendo para emborracharme. Y este casino hoy debería estar cerrado. ¿Acaso no era él su Presidente? Entonces, dígame, ¿por qué no está cerrado? Usted está aquí tomando su café como cada noche, y allá están Honorio García, López el del Juzgado y ese viajante forastero, jugando a la brisca. Si en este pueblo hubiera un ápice de vergüenza, que no la hay, señor Maestro, que no la hay, este Casino se cerraba hasta mañana después del sepelio. Claro que a mí me trae sin cuidado; si cierran me traslado a la taberna de Sancho y ¡tan fresco!
El nudo de la corbata se le va aflojando y cayendo, el chaleco y la americana, desabrochados, le cuelgan por ambos lados de la silla. El sombrero y el bastón con puño de plata están pendientes de la percha. A intervalos, da un papirotazo en la contera del bastón y éste se balancea durante un instante.
—No hará más de mes y medio, le dije: «Aunque estés de cuerpo presente no he de poner más los pies en tu casa». Él se calló; en lugar de darme excusas, se calló. Era malvado y soberbio. ¿Lo sabré yo que le conozco como si le hubiera parido? Desde párvulos anduvimos juntos. Mi padre era entonces más rico que el suyo. ¿Conoce usted los campos que hay según se va a Tobajuela a mano derecha, más allá de las tierras del tío Mecachis? Todo aquello, hasta cerca del pantano, pertenecía a mi padre, que en paz descanse. Mi padre era manirroto y aficionado al juego. Ya sabe cómo eran antes, se pasaban horas y horas dándole a la baraja. Y un día ganas y mañana pierdes. Empezó a tomar dinero prestado, y de ahí le vino la ruina. Los intereses se le comían vivo. Llegaron malas cosechas. Entonces yo estaba en la ciudad. Por cinco mil duros, fíjese bien, el difunto le compró a mi padre toda aquella extensión que da gloria verla. Sólo heredé la casa donde vivo, que se cae de vieja. El finado, entretanto, se ha ido apropiando poco a poco de lo de todos; tonto no lo ha sido, miraba para su casa y no para la de los demás. De jóvenes, andábamos siempre juntos. ¿Usted conoce, aunque sea de oídas, a la madre de Rosita la modista? Está imposibilitada, no sale a la calle; hace una eternidad que no la veo, como si se hubiera muerto, igual, o como si me hubiese muerto yo, que para el caso es lo mismo. En aquel tiempo era una real moza, alta, morena, bien plantada. El difunto gozaba de un paladar fino, hay que reconocérselo. La madre de Rosita tenía una íntima amiga de su misma edad, y… ¿para qué voy a contarle? No puedo decirle su nombre; la pobre murió, pero sus hijos viven y usted les conoce… Los cuatro éramos jóvenes; los sábados por la noche saltábamos por la parte de atrás de la casa y allá nos quedábamos hasta las tantas. Mucho nos reíamos entonces, que no hay nada comparable a la juventud, y ellas, las dos, eran alegres como cascabelas.
Se sirve una copa de agua y se la bebe a grandes sorbos. En las comisuras de los labios le blanquea la saliva. Los dedos son largos, nudosos, rematados por uñas descuidadas y sucias; profundos surcos corren entre las venas, azules e irregulares. Las solapas están manchadas de la ceniza que le cae de un cigarrillo apagado, que tan pronto lo tiene entre los labios, tan pronto lo coge con el pulgar y el índice izquierdo.
—Cuando uno es joven, pues todo tiene su disculpa, pero ya estará enterado de lo que sucedió después… ¡Una vergüenza! Cuando la Rosita, que usted ya conoce, llegó a edad de mujer, la sedujo sin respeto a su juventud, ni a su doncellez, ni a las relaciones que sostuvo con la madre. Un monstruo de maldad; eso era el difunto. A mí me había empleado en el almacén de granos con un sueldo de miseria. ¿Y a que no se imagina qué hizo para degradarme? Una infamia, señor Maestro, una infamia… Y yo, pobre de mí, claudiqué. Si quisiera, podría contarle detalles que sólo sabemos yo y ese cochino de Zenón que Dios confunda, En mi casa, señor Maestro, en mi propio lecho, hasta que arreglaron la habitación del parque. ¡Señor Maestro, un hombre como yo, cuyo padre era más rico que el suyo! Y si no lo era, poca diferencia de fortuna habría. Cuando el viejo rijoso empezó a cansarse de la Rosita, y después de buscar carne fresca arrimándose a esa zafia hija del tío Deogracias, le dejó en testamento la renta de los molinos. Y el muy desvergonzado me lo comunicó: «Hay que reparar el mal que se causa. Cuando yo falte, deseo que Rosita pueda vivir dignamente, o tomar marido si le acomoda, que con la renta que le dejo, no faltará quien la quiera por esposa». Pero a ella no le dijo nada, y hasta los propios hijos lo ignoraban. ¡Así era de falso y taimado! Ahora que ha hecho nuevo testamento empieza a cundir la voz, y según me han informado, ya se ha discutido sobre esto en la Casa. Yo le pedí que me cediera algo que me permitiera vivir con dignidad, como amigo suyo que fui, y que me pagara la compostura del tejado, que en invierno las goteras lo deshacían… Permítame ahora que me sirva otra copa, que de tanto hablar se me seca el gaznate y le aseguro que es un placer hallar un caballero en quien poderse confiar. Usted y yo somos las dos únicas personas con cultura y discernimiento que hay en este pueblo.
Hace un alto para beber la copa de aguardiente y se sirve más agua. En la otra mesa, el viajante debe de explicarles chistes a los jugadores, porque han interrumpido la partida y se ríen con estrépito y regocijo.
—Toda mi desgracia y nuestra enemistad vino por culpa de la Basilia del Deogracias; se ve que si el viejo era roñoso con los amigos, al reblandecérsele la médula, se volvía pródigo con las mujeres. Esa palurda no sé qué le daba, pues aparte de que es joven y que de cuerpo no anda mal, yo no la veo gracia, aunque podría ser que a mis años los ardores se templen, por lo menos a quienes somos personas decentes, que a él por lo visto le sucedía lo contrario. Otra vez se empeñó en que tenía que utilizar mi alcoba, yo me negué, o por lo menos me resistí. Se presentó en mi casa, y cuando advirtió que estaba en mal estado, envió al albañil y al carpintero y les hizo componer el tejado y la habitación que tiene entrada por el corral, y mandó traer una cama con colchón de muelles, y sábanas y todo lo necesario. Yo, puede usted creerme, protestaba por aquella intromisión, y le hacía presente que mi casa no era un burdel, pero entonces el muy astuto hizo que Agripino me subiera el sueldo cincuenta pesetas mensuales, y yo, pobre viejo, volví a consentir. Cada vez que me encontraba con el tío Deogracias, se me caía la cara de vergüenza, y a pesar de que el enredo se llevaba con cierta discreción, me comportaba como si todos estuvieran al corriente. Hará un par de meses me dijo: «Quiero que le compres una finca a la Basilia. Te encargas tú. La inscribirás a nombre de ella en el Registro, que nadie sepa que es cosa mía. Si por tu culpa alguien se entera, haré que te despida Agripino; a ver cómo te las compones. Si cumples con lo que te pido, no te arrepentirás. Te regalaré cien duros por lo menos». Él me hablaba de la Huerta del Pozo, que tiene en venta un hermano del Soldado que vive en la ciudad. Pedía tres mil duros y no los vale; yo sabía que estaba también en venta la tierra que fue de Matías el de las Mantas, que ésa sí que da buena renta, lo menos trescientos duros al año, y se lo comuniqué. Y él, que era un cabezota, contestó que era demasiado cara. Le hice ver que además de los campos había una huerta con agua propia que podía trabajarla el tío Deogracias, y que era muy rica en frutales. Los hijos del tío Matías el de las Mantas, lo dejaban todo en cuatro mil duros, querían malvenderlo para irse a la ciudad. Pasaron varias semanas en discusiones, hasta que un día nos disputamos y me dijo que lo que yo quería era estafarle mil duros, y que con ese propósito me había conchabado con los hijos del tío Matías. ¡Figúrese, señor Maestro, decirme a mí, a su amigo de la infancia, que quería estafarle! Afrentar a un hombre que peina canas, que le ha servido toda la vida en los más ruines menesteres. Fue en ese momento cuando le juré que ni vivo ni muerto pondría más los pies en su casa; y hasta hoy. No vaya usted a suponer que no me duele que haya muerto tan de repente, sin tiempo para pedirme perdón… Precisamente quiero emborracharme porque estoy triste. ¡Llegar a viejo, y hallarse reducido a esta necesidad, señor Maestro! Y mi padre era más hacendado que el suyo. En el pueblo se murmura de mí, pero él no tenía derecho a insultarme como lo hizo, que la propiedad del finado Matías es de las mejores. Usted quizá la conozca; queda algo a trasmano, pero con camino carretero y una fuente propia que mana como esta muñeca de grueso. Si yo le aconsejaba adquirirla, era porque sabía que valía más dinero, mucho más de los cuatro mil duros; si la cedían barata era, como creo que ya le tengo dicho, porque los hijos querían partirse la herencia, y estoy convencido de que otro cualquiera aprovechará la ganga. Mentía al llamarme estafador, mentía como un alma sórdida que siempre ha sido. ¡Que yo me ganaba mil duros! ¡Qué más hubiera querido este pobre viejo! Se lo juro, señor Maestro, que todo era calumnia; quinientos duros me prometieron los hijos de Matías si yo les vendía la finca, y no mil, que hay mucha diferencia. Por su maldita cuba he perdido esos quinientos duros, una pequeña fortuna, señor Maestro, para un pobre viejo como yo, a quien quedan pocos años de vida. Y aún hay más: la Basilia ha quedado pobre y deshonrada, que no es poca injusticia. Pero Dios nos ve a todos y nos juzga, y cada cual recibirá su merecido…