XXVIII

AL PASAR SATURIO por la calle de las Eras en dirección a la taberna de Sancho, ve salir de ella un grupo de exaltados, discutiendo a gritos y chillando. Retrocede hasta los soportales y amparándose en su sombra, trata de averiguar las causas del barullo. Algunos de los hombres blandían garrotes y varas, y farfullaban amenazas. Han entrado en casa del Ceniciento, y han cogido un par de hoces y más palos. Luego han seguido alborotando calle arriba, y han pasado junto a él sin descubrirle.

Ya no ha esperado a averiguar más. Ha apretado a correr, atajando por detrás de la plazuela, cruzando los campos, saltando de un brinco la acequia.

Sin aliento, atemorizado, llama a la puerta del Tartajoso, golpeándola con los puños.

—¿Qué escándalo es ése? ¿Qué caray ocurre?

—Tartajoso… ¡Abre, ábreme en seguida, soy Saturio, el sacristán!

El Tartajoso aparece aferrando la carabina por el cañón.

—¿Qué pasa? ¿A qué vienen esos golpes en mi puerta?

—¡Huye, escapa! Vienen a por ti los hombres del pueblo…

—¿A por mí? ¿Quiénes?

—Vienen con hoces, con estacas… Huye antes de que sea tarde.

—¿Que escape yo? Ahora vas a ver.

Coge la banderola de cuero con la placa de guarda jurado, y se la mete por la cabeza. Se cala la gorra y empuña la escopeta.

—¡Escapa, que vienen muchos! Yo me escabullo; he creído que ni deber era prevenirte para evitar una desgracia. Si les disparas, matarás o herirás a alguno y será peor. Si se enteran de que he venido a prevenirte, son capaces de matarme también. Era mi deber evitar que corra la sangre.

—¡Perros, ahora verán! ¡Yo soy la ley! ¡Ladrones, desharrapados, les tumbaré uno por uno! Tengo cartuchos para acabar con todos como si fuesen alimañas.

—Viene el primo de Poncio, vienen muchos, salían de la taberna, no tardarán en estar aquí. ¡Escapa, huye, aún estás a tiempo!

—¡Cállate, sacristán de mierda! Tú eres hombre de faldas y por eso tiemblas. Yo soy la ley, no ha de ocurrirme nada aunque les apiole. Los jueces me protegen. Jamás me pasó nada cuando los apaleé o les llené el culo de perdigones. Yo obedezco y cumplo; soy la ley. ¿Lo oyes, sacristán castrón?

—Nadie te protegerá ahora; todo el pueblo está contra ti. Don Eloy ha ido a visitar a don Froilán, don Paciano se muere de miedo, López te volverá la espalda…

—¿Cómo van a abandonarme? No pueden dejarme en la estacada. No pueden…

Ya se oye el griterío; pasa el grupo ante las últimas casas del pueblo. Desde la puerta, el Tartajoso y el Sacristán ven acercarse al pelotón compacto, vociferante, con los puños, las herramientas y los garrotes en alto.

El Tartajoso vacila, observa con ojos asustados a Saturio, El Sacristán le empuja.

—Son muchos, lárgate. No saldrás vivo si te echan mano; te ajustarán todas las cuentas.

El Sacristán no espera más; atraviesa la casa, sale al corral trasero, se encarama en un tonel vacío que hay junto a la tapia; el tonel sale rodando hacia atrás y él se queda cogido a las barbas, zanqueando en el aire. Consigue encaramarse y saltar a la parte de fuera. Cae de bruces, se incorpora, se sacude el polvo y aprieta a correr. Da un gran rodeo por los campos, mirando hacia atrás con miedo de que le hayan reconocido y vengan en su persecución.

Los del grupo se aproximan, están llegando. El Tartajoso cierra 1 puerta y la atranca. Tira la gorra al suelo, se despoja de la bandolera y la lanza contra un rincón. Escupe, blasfema, aprieta los puños. Las voces crecen. Gritos, improperios, amenazas suenan al otro lado de la puerta. Con ambas manos agarra la escopeta por el cañón y descarga un tremendo golpe contra el borde de la chimenea, luego otro, y otro. La culta se quiebra en astillas y salta el ensamblaje.

Fuera arrecian los gritos. Golpean la puerta con violencia, la sacuden.

—¡Criminal!

—¡Cobarde!

—¡Te vamos a capar!

—Ahora te haremos confesar quién mató a Poncio…

—¡Marica, sal afuera y nos veremos las caras!

—Abre, o te asamos ahí dentro…

Arroja la escopeta rota contra la puerta. Corre hacia el corral, de una patada hace saltar la tranca que cerraba el portillo; sale al campo. Mira despavorido hacia ambos lados; no se ve a nadie. Echa a correr en dirección al puente.

El hombre de la gorra de cuadros y Zacarías, aunando los esfuerzos, arremeten contra la puerta, que cruje y se tambalea. Otros arrojan piedras contra la ventana del piso alto, cuyos vidrios saltan hechos añicos.

—¡Hijo de puta! ¡Bandido!

—¿Dónde te has metido, cobarde?

—Sal si eres hombre, dispara…

La puerta cede con estrépito de madera rota ante el impulso de la acometida. Zacarías cae al suelo encima de las astillas. Penetran desordenadamente, en tropel. La lumbre aún está encendida. Echan un brazado de sarmientos, que en seguida chisporrotean. El Ceniciento y el que recibió la perdigonada, armados de hoces, suben a grandes saltos por la escalera. Miguelito y el primo de Poncio salen al corral.

—¡Está abierto el portillo! Por aquí escapó…

El primo de Poncio, empuñando una horca, se asoma al campo oscuro y desierto. Con la mano libre hace bocina.

—¡Tartajooosoooo! ¡Asesinoooo! ¡Ven aquiiiiií!

Las llamas iluminan la estancia y las sombras danzan y se atropellan. El sobrino del Soldado encuentra la escopeta rota y se la enseña a os demás.

—¡Eh! Mirad esto.

Miguelito se ha puesto la gorra y baila coreado por las risas y las jalmas. Sobre la repisa que ciñe la campana de la chimenea, hay alineadas varias escudillas y dos jarros de loza vidriada. El hombre de la gorra, de un manotazo, los derriba. Caen al suelo y se quiebran con estruendo. Los pedazos los esparcen a patadas y los pisotean hasta hacerlos añicos.

El Ceniciento baja del piso con una colchoneta de paja. El que recibió la perdigonada le sigue con un par de mantas deshilachadas. A golpes de hoz, el Ceniciento destroza la colchoneta.

—La yacija de la fiera. ¡Ten, ten, ten…!

La tela se rasga y las pajas saltan. Las mantas las arrojan a la hoguera, y encima el jergón. Las llamas se ahogan, buscan salida por os lados.

Los restos de la escopeta van a estrellarse contra el fondo de la chimenea ennegrecida por hollín, y desaparecen entre la paja y el humo.

En el corral hay una tinaja llena de agua. El Mamporrero coge una piedra gruesa y la arroja con brío. La tinaja se despanzurra y el agua se extiende y entra en la casa mojando el pavimento. El sobrino del Soldado, de un garrotazo, derriba una alacena con ollas y escudillas. Quiñones, que se ha desabrochado el cuello y lleva la corbata en desorden, aparta a patadas las mantas y el jergón, que empezaban a arder dando mucho humo.

—¡Lástima que se nos haya escapado! Pero ése no volverá…

Coge la bandolera que descubre en un rincón, le arranca la chapa y la lanza contra el suelo.

El Mamporrero ha encontrado una orza llena de vino; la levanta con ambas manos sobre la altura de su cabeza.

—¿Nos lo bebemos a su salud?

—¡No! —grita Quiñones.

—¡Rómpela! Que se derrame todo —dice rabioso el Peatón.

—Reviéntala, como si fuese la cabeza de ese cabrón —grita el hijo de la tía Mecachis.

Estrella la orza contra el suelo, saltan los añicos, salpica el vino, y se esparce por la habitación un olor ácido que contrasta con el tufo acre del humo.

Todos ríen, saltan, destrozan cuanto encuentran, insultan, amenazan, gritan…