XXVII

ZACARÍAS ESTÁ SENTADO en el banco de la cocina, con la espalda apoyada en la pared. Lleva abierta la chaqueta de pana y desabotonada la camisa. Tiene el cuello fuerte y el pecho ancho. Con la cabeza inclinada hacia atrás, sigue con la mirada los movimientos de su mujer. Agachada junto al fuego, la Gregoria está friendo en una sartén los cuartos de un conejo.

Sin dejar de mirar a la Gregoria alarga la mano, coge la jarra de encima de la mesa, se la arrima a la boca y bebe un trago prolongado. Su mujer se vuelve hacia él y le sonríe.

—Mientras araba pasó por allá el tío Telesforo. Dejó el carro a la sombra del cementerio y se sentó en el ribazo a charlar conmigo.

—Se habrán alegrado los de la Claustra, de verte trabajando…

—Sí, parecía satisfecho. Me dijo que no le temiera al Tartajoso. De haberme apoyado ellos, antes me hubiera atrevido a labrar el haza; te lo juro.

—¡Qué feliz me hubieras hecho y qué orgullosa me sentiría de ti! Pero nunca es tarde… ¿Dejaste muy avanzada la faena?

—Mañana me pondré al trabajo temprano. Cuando los de la comitiva lleguen al cementerio, me encontrarán dándole remate a la labranza. Que todos sean testigos; y si el difunto viera, tanto mejor. ¡Nunca conocí un corazón más perverso!

—Zacarías, más desalmado que él es el Tartajoso.

—Con ése nos veremos las caras, no te apures.

—Y aún queda don Eloy; tampoco le olvides.

—Ése es otro caso; cumple con su oficio, que es hacer que la mentira se admita como verdad. Contra ése nada podré; si discutiéramos, aún le creo capaz de convencerme. Prefiero no verle, que don Ceferino se las componga con él.

—Que los canes se ladren y muerdan entre ellos.

—Los perros se ladran, no se muerden… Estupiñán pasó por delante del haza, y me dijo que había visto juntos a los dos leguleyos.

—¡No te digo, Zacarías…!

Gregoria distribuye los pedazos de conejo en ambos platos, y los coloca sobre la mesa. Él llena un vaso de vino.

—Ten, Gregoria, bebe, para que te animes.

—¡Estás tú bueno! ¿Qué me miras tanto? ¿Crees que no te adivino las intenciones? Mirándome todo el rato con unos ojos…

—Después, bajito, te diré lo que te miraba…

Se sienta en un taburete frente a su marido, y se pone el plato en el regazo.

—Y ahora ¿qué pasará en el pueblo?

—Nada, mujer.

—¿Quién mandará?

—Quien sea; el alcalde en lo suyo.

—Se hablaba de poner puesto de la Guardia Civil.

—Si cada uno trabaja y cumple, si cada uno se conforma con lo suyo y no pretende robar a los demás, ni Guardia Civil hace falta aquí.

—¿Y los vagabundos? ¿Y los que roban fruta o entran en casa ajena? ¿Y si ocurren riñas entre hombres, o alguna muerte?

—Para eso está la Ley.

—¿Sabes qué murmuraban hoy en el pueblo?

—¿Qué?

—Que de ahora en adelante mandará don Froilán, el hijo del tío Risueño.

—Mientras no se meta conmigo ni pretenda discutirme el haza…

—¿Y si comete injusticias con los otros? Todos los hombres tendríais que ir de acuerdo. A ninguno le tocarían el pelo de la ropa. Y obligar a que se respete a las mujeres. A mí, la Basilia me da pena.

—Es una descarada; bien le sacaría los cuartos al viejo.

—Su madre murió, y el tío Deogracias es un desdichado. Las mujeres solas no saben defenderse. No había más ley que la que a él se le antojaba, y después de la Rosita se le antojó la Basilia, que era más moza.

—Mira como a mí no pudo quitarme la tierra.

—Pero tú, que eres hombre, tampoco te atreviste a labrarla hasta hoy que estaba muerto.

Zacarías apoya la hogaza contra el pecho, agarra el cuchillo y corta una gruesa rebanada de pan. Con los dedos parte la rebanada en dos trozos y alarga uno de ellos a la mujer.

—Está bueno el conejo. Cuando te lo propones, cocinas que da gusto. Y apetito no me falta, que he apretado duro…

Se oye un ruido que se aproxima, un vocerío de hombres. Gregoria para de masticar y se queda atenta.

—¿Qué es ese alboroto?

Él se pone en pie, va hacia la puerta y la abre. Se escuchan voces airadas y un griterío que avanza por la calle.

El Ceniciento, que marcha en cabeza con una hoz en la mano, se detiene junto al carro y le grita a Zacarías:

—Agarra una herramienta y vente con nosotros; te vas a divertir.

Gregoria se pone en pie precipitadamente y sale a la puerta de la casa. Hay un grupo de hombres armados de palos y herramientas.

—¡Zacarías, Zacaríaaaas!

—Vamos, que habrá jaleo…

Distingue formando parte del grupo a Miguelito el de la serrería, al primo de Poncio, al Mamporrero, a un sobrino del Soldado, a Serafín el de la Monja, a Braulio, al Peatón, a Manuel, y hasta diez o doce más que no llega a identificar. Quiñones, el de la tienda, parece que los capitanea.

—Zacarías, vente ya con nosotros, no tengas miedo.

Gregoria le retiene por la cintura y se dirige a los del grupo.

—¿Qué ocurre, adónde vais?

—A darle las buenas noches al Tartajoso. A preguntarle quién asesinó a Poncio.

—Quiero devolverle la perdigonada que me sacudió en las asentaderas.

—¿Ves ese cayado? Igualito era el vergajo que empleaba para medirme las espaldas cuando yo era zagal.

Miguelito le pregunta a Zacarías:

—¿Qué, te decides o no?

La Gregoria trata de reconocer a todos, pero en la oscuridad no lo consigue.

—¿Y los de la Claustra van con vosotros?

—Quedaron en la taberna con Sancho. Dicen que lo del Tartajoso es cuenta nuestra, que con ellos anduvo siempre muy comedido y que nada les debe. Recalcaron que si no le echábamos al pozo no éramos hombres.

—¿Eso dijeron los de la Claustra? —la Gregoria se vuelve hacia su marido—. Zacarías, vete para allá. El haza está labrada, es nuestra. Acaba con lo demás. Lo que los demás hagan, hazlo tú también.

La mano del hombre resbala por su espalda hasta alcanzar los muslos. Los del grupo reemprenden la marcha alborotando la calle.

—Ha llegado la hora de castrar al puerco.

—Lo salaremos y adobaremos.

—Vamos allá todos.

—Cobarde quien se quede en el camino.

La Gregoria, suavemente, le separa de ella.

—Corre, que te espero. Aunque me encuentres a oscuras, no me he dormido; te estoy aguardando. Ya lo sabes.

Él corre un trecho hasta alcanzar a los demás. La cuadrilla se dirige hacia la casa del Tartajoso, que está a la salida del pueblo algo retirada de los últimos edificios. Al paso de los amotinados, se cierran cautelosamente algunas puertas que permanecían abiertas.