XXVI

SUENAN EN LA PUERTA tres golpes muy directos. Estaba con la luz apagada, junto al fuego, esperando. Se levanta, y con cuidado de que la puerta no chirríe, la abre para dar paso a don Fernando.

—¿Me esperaba usted, Rosita? ¡Qué impaciencia! En la Casa están en pleno velatorio y no había manera de escapar. ¡Qué lata! Era cuestión de acechar la oportunidad.

—No hable tan fuerte; mi madre duerme arriba. Podría estar todavía despierta. ¡Se hallaba tan desasosegada la pobre!

—Permítame que me siente a su lado.

El notario arrima la silla a la de Rosita y le pasa la mano por la espalda; ella se retira y la mano de él queda en el aire. El hogar proyecta un resplandor débil y rojizo.

—¡Oh, Rosita! Yo he cumplido lo prometido, ahora le toca a usted; no sea ingrata conmigo.

—Sí, don Fernando, sí…

—Era despegado de la gente; no se preocupaba más que de él. Pero ahora todo se ha redactado de manera que le resulte a usted favorable.

—¿Y qué dirán los hijos cuando se enteren?

—Pondrán el grito en el cielo; ya he comenzado a prepararlos. Calculo que la renta asciende a más de mil duros; una pequeña fortuna. En el pueblo no hay muchas familias que dispongan de otro tanto. De ahora en adelante, todos la considerarán.

—También se me cerrarán puertas.

—Y otras se le abrirán. Nada como el dinero para granjear amistades. Me ocuparé de sus cuentas personalmente y de que los molineros no anden con trafullas. Cuando se enteren de que estoy detrás de usted, la respetarán.

—Ha sido bueno conmigo; le estoy agradecida.

Don Fernando se incorpora a medias de su sillón y se acerca a Rosita; la rodea la cintura con los brazos, la aprieta, pretende besarla en la boca, pero ella le esquiva. Las botas del notario hacen rechinar el entarimado.

—¡Oh, Rosita! ¡Qué deseos tengo de hacerla mía, qué ganas de estrecharla entre mis brazos, de que cumpla su palabra como yo he cumplido con lo que prometí!

Tras de forcejear sin violencia, pero con obstinación, ella consigue desasirse del abrazo y retira su silla del fuego.

—Mi madre podría despertarse. Además, estoy muy cansada. Estos días han sido para mí de sufrimiento y angustia.

Don Fernando ha retenido una mano y se la acaricia. Subrepticiamente la caricia va remontando por el antebrazo arriba.

—No sea mala con este hombre que la adora. He esperado este momento día tras día. Confiaba en que tendríamos la noche libre para nosotros dos; creía haberme hecho acreedor a un poco de cariño, a un mínimo de ternura. Ya sabe cuánto la quiero, Rosita mía…

—Le tengo dicho que le aprecio porque se ha portado bien conmigo. Usted exigió unas condiciones y yo las cumpliré. No me ponga plazo, no me apresure. Todo llegará.

—¿Mañana quizá? Dígame que será mañana, y me conformo.

—No sabría prometerle cuándo. Puede que sí, que sea mañana. Bien desearía complacerle, pero estoy abatida, tengo miedo.

—Rosita, una vez cada mes vendré al pueblo; aquí siempre tengo algún trabajo y mis ocupaciones en Santa Marta, Tobajuela y otros lugares justificarían que me quede un par de días o tres. Usted y yo podríamos hacer un arreglo. Le alquilaría las dos habitaciones de los bajos de esta casa que le quedan libres, iría a comer a la fonda, pero pretextaría que quiero dormir en mi propia cama. ¿Qué le parece? Nadie maliciaría y podríamos pasar muchos momentos juntos. Los del almacén de granos se marchan a última hora de la tarde y no tendríamos vecinos engorrosos. También he pensado en que usted se viniera conmigo; aquello es más grande, tiene más vida que el pueblo. Pero me da miedo que se originen disgustos. Mi mujer es celosa en demasía y mis hijas están en edad de novios; no me conviene un escándalo. Mi profesión me cohíbe en cierta forma. Será preferible para los dos que guardemos las apariencias. Aquí usted será respetada; con el tiempo no niego que pueda originarse alguna habladuría, pero procuraremos evitarlo portándonos discretamente.

—Sí, don Fernando, como usted diga. Sólo que es mejor que esperemos para decidir. Deme tiempo para que lo piense; usted va muy aprisa. Para mí todo ha ocurrido de sopetón y estoy como mareada.

—Por respeto al difunto no le declaré antes lo mucho que usted me gustaba. ¡Es adorable! ¡Qué lástima no habernos conocido tiempo atrás, cuando yo era soltero y podía disponer de mí mismo! ¡Oh, Rosita, sería usted notaría, no lo dude un momento!

—Por favor, el brazo, bueno; pero basta…

—Reconozco que soy impaciente, fogoso. Estamos aquí solos, en la oscuridad, y una mujer como usted… No sea mala, Rosita, usted duerme ahí, nadie me ha visto entrar en su casa, he tomado todas las precauciones para respetar su buen nombre y el mío. En este momento puede usted convertirme en el más feliz de los mortales… se lo ruego, sea complaciente…

De nuevo los brazos de don Fernando rodean el talle de Rosita; las manos se mueven rápidas y audaces. Han cedido algunos de los automáticos que cierran el escote del vestido. Ella se levanta y retrocede para desprenderse de los dedos acuciantes. El entarimado rechina, las sillas se arrastran, las voces, aunque sofocadas, resuenan en el silencio de la casa. Desde lo alto de la escalera llama la anciana.

—¿Estás ahí, hija?

—Sí, mamá…

—¿Qué son esos ruidos? Me ha parecido oír voces.

—Gente que pasaba por la calle; tengo la ventana abierta. Regresaban del velatorio discutiendo.

—¡Ah, bueno, hija, me había asustado…!

—Duerma tranquila; ahora mismo voy a acostarme.

Don Fernando no osa mover los pies, se ha quedado paralizado. Suda y se enjuga el rostro con el pañuelo. Ella, mientras hablaba con la madre, se ha quedado arrimada a la pared, tensa, haciéndole señas de que se callase, de que permaneciera inmóvil.

—Le ruego que se marche usted; mañana nos veremos.

—¿Mañana, Rosita? Dígame que mañana cumplirá la promesa y me voy contento…

—No prometo lo que no estoy segura de cumplir. Necesito estar más tranquila; quiero dormir, descansar, olvidarme de muchas cosas.

La coge de la mano y caminan sigilosamente hacia la puerta.

—No me marcho de aquí si no me permite darle un beso.

—Mañana, don Fernando, mañana…

—Tiene que ser ahora. El testamento está conforme; suya es la renta de los molinos. Supongo, Rosita, que no vas a desconfiar ahora de mi palabra… La palabra de un caballero, de un notario.

—Por Dios, no es eso; es que hoy han ocurrido tantas cosas…

—Deme un beso y la dejo tranquila; le aseguro que con un beso me conformo. No me niegue ese pequeño anticipo…

—Sea, pero en la puerta; yo dentro y usted en la escalera.

—Acepto sus condiciones; usted me manda.

Abre la puerta y baja un escalón; los rostros de ambos quedan a idéntica altura. Rosita apoya las manos en los hombros del notario, entorna los ojos y le acerca los labios. Don Fernando la agarra por la cintura, y le aprieta el rostro con los labios, con las barbas, con los bigotes. El sombrero se le cae de la mano y rueda dos escalones más abajo. Se produce un nuevo forcejeo hasta que ella consigue librarse del rostro del notario y de sus barbas.

—¡Quieto, don Fernando! Retire de ahí las manos, o gritaré. ¡Déjeme, ya hay bastante!

—¡Qué delicia de piel, Rosita mía, cómo la adoro!

—¡Suélteme, o le juro que desharé los tratos! Le he dicho que mañana, que otro día… ¡Déjeme, por favor!

—No se enoje; comprenda la impaciencia de un hombre, la tentación irresistible de su presencia, de su contacto. Confieso que he perdido un poco la cabeza…

—Mañana no venga. Yo misma le avisaré cuándo. No tema, pago lo que prometo. Cumpliré lo pactado, pero déjeme elegir el momento.

—Como usted diga; sólo deseo que me permita adorarla.

—Ahora márchese, no haga ruido por la escalera, se lo suplico; buenas noches.

—Adiós, Rosita…

Recoge su sombrero y desciende de puntillas. Rosita cierra la puerta y corre el cerrojo. En lo alto, de nuevo, la voz quejumbrosa de la madre.

—Rosita, oigo ruidos…

—Más personas que regresan del velatorio. Ya me acuesto, madre. Que descanse usted.