XXIII

LA NOCHE HA CERRADO: una brisa fresca que se ha levantado, pone en este umbroso parque un acento de humedad. Se agitan las hojas de los castaños de Indias y de los plátanos. Algunas ráfagas traen el perfume de las higueras que forman un pequeño bosque detrás de la alberca.

Le duelen tanto las rodillas que le tienta ponerse en pie, pero ha palpado el sombrero y comprueba que está lleno de monedas; bastantes de ellas son de plata, de dos reales y de una peseta, y hay también un par de pesetones. La ocasión es única; en la Casa no se han mostrado sordos a su requerimiento. Zenón ha venido trayéndole dos duros que dieron para él los señores. «Zenón, ¿con cuánto dinero te quedaste?», le ha preguntado. Y el otro ha contestado: «Que me caiga muerto aquí mismo si me he reservado un solo céntimo». Y el ciego le ha dicho: «Mucho me extraña verte todavía vivo; pero si no caes aquí fulminado por el rayo de la justicia divina, en otra parte caerás». Zenón se ha disculpado con que la señorita no ha contribuido al donativo, tanto porque no llevaba encima monedas, como porque, sin duda, quiere recompensarle con mayor largueza los servicios que le ha prestado. No conviene excederse en punto a malicia; pudiera ser cierto que dieran un duro cada uno y que falte la dádiva de la señorita Isabel por las tercerías de cartas y recaditos. Un duro por barba no demuestra exceso de largueza por parte de los hijos, pero menos era la del difunto.

Oye unos pasos que crujen sobre la gravilla y el rumor de conversaciones que se aproximan. Alza teatralmente los brazos, y antes de comenzar la salmodia, carraspea con energía.

—¡Qué desgracia, hermanos, hermanitos, nos apena a todos! ¡De qué manera el Señor quiere probarnos en la aflicción! ¡Con cuánto rigor nos ha privado del padre de los pobres, del sostén de los necesitados, del apoyo de los que sufren, de la columna de mercedes para los menesterosos!

Ha tardado en reconocerlos; le resulta difícil percibir más las palabras sueltas y confusas de la conversación que marido y mujer sostienen intencionadamente en voz baja. El acento de recelo le hace temer por la limosna.

—¡Socorran a este pobre desgraciado que se ha quedado sin más amparo que la caridad pública! ¡Ayúdenle y Dios les ayudará devolviéndoles el ciento por uno! ¡Sean generosos con los desvalidos y Nuestro Señor, que todo lo ve y todo lo sabe, los recompensará con largueza ayudándolos en los negocios…!

Cuando las taimadas voces del tío Hisopo y de su mujer se han alejado, todavía ha esperado un instante antes de meter la mano en el sombrero; los considera capaces de estar espiándole desde lejos. Conoce al tacto la disposición en que han quedado todas las monedas; las palpa hasta descubrir la recién caída, que ha modificado ligeramente la posición de alguna de las otras. Es un pesetón de plata, moneda de dos pesetas de la época republicana. La hace botar sobre una piedra para convencerse de que no es falsa, porque el tío Hisopo, además de avaro, es tramposo y engañador por naturaleza. El sonido argentino le conmueve y tranquiliza. Alguna socaliña andará tramando el tío Hisopo, pero que sea en buena hora si eso contribuye a desatarle la bolsa. De nuevo coloca los brazos en cruz y separa ambas rodillas. Las manos largas, avellanadas, con los dedos flacos y entreabiertos, resultan conmovedoras y patéticas. La idea de colocarse en el parque, en la mitad del camino que conduce a la Casa, se la ha sugerido en la tienda del tío Vivo un forastero muy educado y persuasivo, de mente aguda, que hablaba con erudición y facundia. Simón, para agradecerle el consejo, le ha invitado a un par de vasos de tinto. El forastero le había oído pedir en la plaza y le ha alabado sus facultades de improvisación y su variedad de fórmulas.

—¡Hermanito que pasas, hermano en Nuestro Señor y Redentor Jesucristo! ¡Y cómo Dios nos lo arrebató! ¡Era el pan de los pobres, la mano derecha de los desamparados, el sostén de los débiles y tullidos, el caudal de los menesterosos! ¡Acuérdate, hermano piadoso, de este ciego, más ciego desde que Dios le despojó de su bienhechor! Una limosna, hermano, una limosna.

La moneda se la han entregado en la mano. ¡Maldito avaricioso! Por el olor le conoció mejor que por las pisadas. Diez cochinos céntimos una noche como ésta, con un muerto tan lucido, una breva de las que sólo caen una vez en la vida. Don Paciano del diablo, cohechador de los demonios… Aunque sean varias las monedas de cobre que hay en el fondo del sombrero, ésta la guarda en el bolsillo. No vaya a cundir el mal ejemplo, que más pronto se contagian los vicios que las virtudes, y entre los vicios no lo hay más ruin que la tacañería.

—¡Hermanos, qué desgracia, qué aflicción, qué castigo nos envió Nuestro Señor Jesucristo en penitencia de nuestros pecados!

Unos pasos enérgicos se acercan por el camino; cuando están junto a él, escucha una voz grave.

—Acaba con tu cuento, mangante, que a mí no me la das con queso… ¿Ha venido el Alcalde? ¿Ha pasado por aquí?

—No, señor Nicasio, aquí no vino. Y según me informé en la plaza, partió muy de mañana para la ciudad.

—¡El puto rabón!

—Algún mal propósito le llevaría, que este alcalde que padecemos es un azote para todos, un bellaco incapaz de socorrer a los pobres como es su obligación…

—Simón, voy para la Casa; si entretanto averiguas algo, cuando baje me lo comunicas.

—Señor Nicasio Zabala, no olvide usted que el ayudar a los que no pueden valerse por sí mismos, dispone a Dios en favor de los negocios humanos, y no hay ayuda tan poderosa como la que concede el Cielo.

—Ten, granuja, que estás haciendo tu agosto.

Nota en su mano la redondez plateada de una peseta con su canto dentado, fino. La deposita en un extremo del sombrero, donde supone que da el reflejo de una de las bombillas que iluminan el camino.

—¡Qué gran desgracia, qué Diluvio Universal, qué castigo para todos nosotros! Contemplad, hermanos, a este pobre ciego privado de la luz de sus ojos, privado hoy también del manantial de la caridad, del pan nuestro de cada día…

Suben varias personas; no todas ellas van juntas. Distingue voces de ciudad y acentos pueblerinos. Algunas palabras y el roce de las faldas indican que varias señoras se acercan. Por el olor bien se advierte que también hay mujeres del pueblo.

—… de la mano generosa que socorría al desamparado, al humilde, al último siervo de los siervos de nuestro Padre común que está en los Cielos…

Pasan don Fernando con el señor cura, la Sixta del Raposo, el Maestro, la Soldada y su hija, la Viuda, Julián y la Dominga, la Veterinaria. Pasan, pasan de largo. Extiende los brazos para obstaculizarles el camino, para forzarlos a aligerar los bolsillos.

—No olvidéis, hermanos, a este desamparado, a este huérfano de la luz…

Caen unas monedas —cobre, vil cobre— que ni siquiera se cuidan de echar dentro del sombrero. El señor Maestro le pone en la mano dos monedas de diez céntimos. La hija del Soldado, por lo menos, huele bien. Nada le da don Fernando, notario de ricachos, torcedor de voluntades, inmisericorde con los desposeídos, altivo con los débiles; nada le da don Humberto, sucesor espurio de don Moisés, clérigo de Satanás, pobre de mentirijillas, despojador de cepillos de iglesia, envidioso de la caridad que los pobres reciben.

—¡Acordaos del infierno, hermanos, acordaos de que hay un infierno muy grande, acordaos de que socorrer a los pobres lo manda el Evangelio, acordaos de que la moneda que me deis a mí. Dios os la tendrá en cuenta, y que de la moneda que me regateéis os pedirá cuenta! —Y bajando el tono, añade para sí mismo—: ¡Que mal rayo te caiga en medio de la tonsura!

Otro grupo viene caminando despacio; se han detenido a la entrada, junto a la verja. Llegan las palabras pausadas y firmes de don Froilán.

—… Hay que moderar los abusos, restablecer la justicia; los culpables deben ser castigados…

Una voz aflautada, al parecer forastera o que momentáneamente no consigue identificar, dice:

—Es menester una autoridad hornada y paternal, pero firme al propio tiempo…

Don Simeón, el dueño de la pañería, añade:

—El comercio necesita del orden y del trabajo…

Y el tío Vivo, con acento adulador:

—Es preciso contar con alguien que mire por los de casa, por los del pueblo; que se oponga resueltamente a que vengan a establecerse aquí los forasteros; a vivir de nuestro patrimonio…

—Señores, entramos en la casa del difunto. Olvidemos si cometió algún error o si se excedió abusando de su poder. Descubrámonos ante su lecho de muerte, y conozcamos —y ustedes saben que siempre me opuse a él— que fue un gran hombre, y que por lo tanto merece nuestro respeto.

—¡Hermanos, que Dios no permita que quedemos en el desamparo, que en su infinita misericordia nos envíe el brazo que nos proteja, el faro que nos guíe, la mano generosa que nos socorra!

El sonido ha sido tan singular, y ha contrastado tanto con el de las demás monedas, que no puede resistir a la tentación, y todavía están pasando junto a él los rezagados del grupo, cuando ya ha alargado la mano y alcanza la moneda. La acaricia con las yemas de los dedos. Un duro, un duro Amadeo, de los más legítimos, de los jamás falsificados, de los de mejor ley.

—¡Gracias le sean dadas a don Froilán, padre de los menesterosos, amparo de los débiles, auxilio de los oprimidos, escudo de los enfermos, luz de los ciegos, guía de los desventurados! ¡Viva mil años don Froilán y que este cuitado pueda cantar día y noche sus alabanzas y que los ángeles del Señor suenen sus trompetas celestiales…!

Ya no le oyen, han entrado en la Casa. Se pone en pie, da unos paseos, estira los zancajos, se golpea los flancos con ambas manos, y se fricciona las rodillas. Agarra el sombrero y lo sospesa haciendo saltar las monedas.