XXII

TARTUFO, EL BARBERO, es gordezuelo tirando a barrigón. La camisa le asoma por debajo del chaleco; le cuelgan los pantalones y las rodilleras, le cuelgan las bolsas de los párpados, los mofletes y los lóbulos de las orejas.

Sentados en un banco, esperando turno para afeitarse, hay hasta media docena de hombres barbudos, sucios, desgreñados. Acaban de regresar de la faena y están fatigados. Tres más esperan turno de pie. Uno es el Voluntario, y otro el señor Maestro, que acaba de llegar y que al ver tanta gente inicia la retirada. Tartufo les retiene y se dirige en voz alta a los que esperan.

—Supongo que ninguno de vosotros tendrá inconveniente en ceder el turno al señor Maestro…

Nadie se opone; están de acuerdo en que el señor Maestro les pase delante.

En uno de los sillones de madera con respaldo y asiento de mimbre, está sentado el tío Deogracias; el mancebo le enjabona el rostro. Tartufo hace una pequeña reverencia mostrándole al Maestro el sillón que acaba de dejar vacío el último parroquiano.

—Señor Maestro, si es usted tan complaciente…

Después de acomodarse en el sillón, el Maestro se echa hacia atrás y recuesta la cabeza en el pringoso soporte de cuero.

Tartufo se aplica a sacarle espuma al jabón. La barbería está llena de un humo opaco que provoca tos a los recién llegados. La conversación es general, si bien la presencia del Maestro retiene un poco las lenguas.

—Me agradaría encontrármelo ahora al Tartajoso. A ver si sigue tan guapo como de costumbre.

—Cuando mataron a mi primo Poncio, yo quise presentarme a declarar en el Juzgado. Dijeron que el Tartajoso estaba enfermo, pero de madrugada le vi que regresaba del bosque. Acababa de dar un gran rodeo para disimular; venía fatigado y cubierto de polvo, y al avistarme, cambió de camino. Los del Juzgado quedaron en que me citarían, y aún lo espero.

—Como me eche en cara a ese mal nacido, se acordará de mí. ¡Pocos vergajazos me sacudió cuando yo era zagal! Todo porque robaba unas peras. Mi padre fue a pedirle cuentas, y él le encañonó con la escopeta.

—Y el hijoputa era capaz de dispararla…

—Con las espaldas cubiertas, cualquiera es valiente.

Tratando de desviar la conversación hacia otros temas, Tartufo se dirige al Voluntario en tono halagador.

—Me han informado que habéis hecho una pieza maestra. Siento no haberla visto; mañana todos la admiraremos, pero sólo por fuera… En la ciudad no hubieran sido capaces de igualarla. ¿Por qué habrían de hacerla mejor en la ciudad? ¿Es que el tío Raposo, y aquí el Voluntario, sin desmerecer, no pueden trabajar tan artísticamente como en la ciudad? La carpintería es un oficio, como lo es el de barbero. Donde me veis, desafío a cualquiera de la ciudad. Más lujo en la instalación no niego que tengan ellos, pero gusto y pulso fino…

Va enjabonando el rostro del Maestro, que desaparece cubierto por la espuma. A pesar de que el tío Deogracias ya está enjabonado, como tendrá que esperarse hasta que Tartufo termine con el Maestro, el mancebo insiste distraídamente con la brocha, mientras atiende a la conversación.

—Pues yo al entierro no pienso ir.

Habla un hombre flaco, vestido de pana, con una mugrienta gorra de terciopelo a la cabeza.

—Á mí nada se me ha perdido en el entierro, ni me interesa el ataúd —dice otro más viejo— y que conste, Voluntario, que nada va contra ti ni contra el Raposo, sino que como he sido jornalero de la Casa y trabajo sus tierras cuando me llaman, achaco al difunto toda el hambre que he pasado desde niño. ¡Que acudan al entierro los señores!

—A mí, si me pagan un jornal, soy capaz de llevar un cirio, y hasta de darme algún que otro golpe de pecho.

—Yo iré al entierro —afirma el Maestro, al tiempo que Tartufo le rasura la mejilla izquierda—. Espero que la barba no me crezca de hoy a mañana.

—Usted es un caso distinto, señor Maestro, pero a nosotros los peones, ¿qué vela se nos ha perdido, como dicen? ¿Sabe usted cuánto ganábamos los días que nos contrataba, que no pasaban de la mitad de los del año, y eso cuando no había sequía? Nos pagaba siete reales y el pan. ¿Usted cree que un cristiano puede vivir con siete reales y media hogaza?

—No hablemos de lo que cobramos por nuestro trabajo; todos podríamos quejarnos… Yo asistiré al entierro porque el difunto era protector de la escuela y director perpetuo de su patronato; muchos fueron los beneficios que la instrucción popular recibió gracias a su influencia.

—Ahí no le discuto yo, señor Maestro. De chicos, cierto es que nosotros no íbamos a ninguna escuela. Don Acisclo enseñaba entonces las letras y hasta la multiplicación, y además Historia Sagrada. Pero sólo enseñaba a los hijos de los que tenían alguna hacienda, aunque fuera poca, y los obligaba a pagar una peseta mensual. Los chicos le tenían terror porque se pasaba el día repartiendo bonetazos, que hombre más iracundo no conocí jamás.

—¡Toma! Como que murió de una sangre mala que le subió a la cabeza.

—Yo no llegué a alcanzarle; me bautizó don Moisés —dice Miguelito, un obrero joven que trabaja en la serrería.

—Al difunto le debemos las escuelas, igual que la electricidad, que a todos nos beneficia. Hemos de reconocerlo, aunque cada cual sea libre de juzgarle según su opinión y de asistir o no al sepelio.

—¿A que Deogracias irá? —pregunta con sorna uno de los peones.

—Sí que pienso ir; por eso me estoy afeitando. ¿Pasa algo?

—No, nada; es natural que tú vayas…

—Voy porque me da la gana.

—Oye, Deogracias, no te pongas así, ya sabes que a ti se te aprecia.

El tío Deogracias, bajo la presión de la brocha del mancebo, se agarra, crispando las manos, a los brazos del sillón. Antes de que el diálogo siga adelante, Tartufo interviene:

—Niño, ¿es que no acabas de enjabonar al señor Deogracias?

—Si ya está listo…

—Deogracias, ahora mismo estoy contigo.

Entra el Ceniciento con la gorra ladeada y la blusa negra manchada de polvo.

—¡Hola, Ceniciento…!

—¿Verdad que parece que esta noche se respira mejor?

—Lo que importa es que mañana sigamos respirando bien, y pasado mañana y al otro, y siempre…

—Eso, Miguelito, depende de nuestros pulmones más que del propio aire —sentencia el Ceniciento.

—¿Qué, has encontrado al Tartajoso?

—Me cago en su padre, ya oyes lo que te digo…

—Nadie le ha visto el pelo en todo el día; estará aullando, como los perros cuando se les muere el amo.

—Como los lobos; sólo que los lobos no tienen amo.

—¿Y si le hiciéramos una visita?

—Vamos allá y le sacudimos el polvo entre todos…

Al Maestro le están dando ya la segunda pasada. Por mirar el dedo meñique que Tartufo estira en un alarde de elegancia, bizca los ojos.

—Ustedes hablan demasiado, y no es prudente irse de la lengua. Por la boca muere el pez. El Tartajoso se ha extralimitado reiteradamente en sus funciones. Encargado de cumplir y hacer cumplir la ley, se ha permitido conculcarla. No quiero hablar, pero si ahora a ese hombre le fallan las protecciones, se va a ver apurado. Empezarán a llover denuncias sobre su actuación.

—Yo insistiré sobre lo que vi cuando lo de mi primo Poncio. A mí nadie me quita de la cabeza que fue ese criminal quien lo mató…

—Es muy aventurado hablar así, sin pruebas…

—Ya buscaré las pruebas, señor Maestro.

Tartufo limpia el rostro del Maestro con el lienzo con que le ha envuelto el torso; luego lo sacude y se lo pone sobre el hombro. Antes de salir, el Maestro coge su sombrero de la percha.

—Apúntamelo, Tartufo. Ahora no llevo suelto.

—Como usted diga, don Cosme…

—Buenas noches a todos los presentes.

—Buenas noches.

—Con Dios, señor Maestro…

Después de quitar el jabón mezclado con partículas de barba que ha quedado adherido al filo de la navaja, se la entrega al aprendiz para que la acabe de limpiar. Coge otra navaja, la abre, la suaviza sobre la palma de la mano, arrancándole unas leves vibraciones, y se vuelve hacia el sillón donde Deogracias está aguardándole con la cara enjabonada.

Tan pronto como abandona la barbería el Maestro, sube el tono de las conversaciones; las frases se hacen más agresivas y violentas.

—¿Resultará cierto, lo de «Muerto el perro se acabó la rabia»?

—He visto a Zacarías arando el campo de la Higuera.

—Hace cinco años que debió labrarlo.

—¿Sabéis lo que ocurre? Que somos todos unos calzonazos, y yo me pongo el primero.

—Si hiciéramos de una vez para siempre un escarmiento…

—El Tartajoso debe de estar escondido debajo de la cama.

—No os fiéis; tiene la carabina…

—Muchas cosas van a cambiar en este pueblo de la noche a la mañana.

—No tantas como creéis; ya buscarán otro que nos jorobe.

—Por lo que a mí hace, he dicho basta; os lo juro.

—Los únicos que le plantaron cara fueron los de la Claustra.

—Con ésos nadie se atreve.

—Hasta el Tartajoso los esquiva.

—Como que puntería como la de Telesforo no la tiene el Tartajoso, con todo y ser mejor el arma que maneja.

—¿Sabéis que el difunto se cruzó una mañana con el Telesforo por un camino, y le preguntó: «¿Por qué no te descubres? ¿Acaso no me has visto?»?. Y el Telesforo le contesta: «¿Y usted por qué no se quita el sombrero?». Le acompañaba don Onofre, que estaba muerto de miedo, pero que se creyó obligado a intervenir, «Telesforo, obedece al amo». Y el Telesforo dice: «Yo no tengo amo; eso tú, que eres un criado de lujo. Y cállate, o te parto la boca». Y tanto don Onofre, como el mismo difunto, se callaron. Hizo venir una pareja de la Guardia Civil porque siendo época de veda, Telesforo andaba cazando a la descarada. Pero no consiguieron atraparle y tuvieron que reintegrarse al puesto. Y a Telesforo no le pasó nada.

—Si todos fuésemos como él…

—Ahora vamos a ver qué ocurre. A más de uno se le acabará el momio. No eran pocos los que se aprovechaban.

Tartufo se inclina sobre el tío Deogracias, a quien está afeitando con aplicación, y le habla en voz baja, cariñosamente:

—Deogracias, hay que armarse de paciencia. Sabes que te apreciamos todos; y a la Basilia tampoco se la quiere mal en el pueblo. Éstos hablan demasiado; son unos bocazas. La Basilia podría encontrar acomodo en la ciudad, allá se paga mejor a las que sirven. Y en Madrid, si conocéis a alguien, no digamos…

El tío Deogracias, ve a su amigo Tartufo que le habla desde detrás del sillón mientras le apura la barbilla, con la mirada invertida y las pupilas húmedas.