CUANDO ENTRA BAJO LA LONA, se asusta al ver que Maciste la está esperando puesto en pie y con los brazos cruzados sobre el pecho. Llega envuelta en un mantoncillo color de tabaco, sucio y desflecado, que se sujeta con una mano, mientras que con la otra aguanta el cesto de la ropa que se apoya en la cadera.
—¿De dónde vienes, mala zorra? ¿De dónde llegas a estas horas?
—Te previne que iba al río a lavar un poco de ropa…
—Acababa de ponerse el sol cuando marchaste, y la noche ya anda avanzada. ¿Crees que no te vigilo, mala mujer? ¡Vergüenza tendría que darte! ¿Crees que no tengo vista o qué?
—Te repito que estuve lavando.
De un manotazo le derriba el cesto. Ella se cubre el rostro, pero Maciste deja caer los brazos a lo largo del cuerpo en actitud pacífica; la mirada y la voz siguen siendo amenazadoras, sin embargo.
—¿Y el hombre aquel que andaba rondando por la orilla? ¿Quién era, me gustaría saber?
—No vi ningún hombre…
El movimiento ha sido agilísimo; cuando ha intentado esquivar, la manaza ya le había golpeado en la mejilla.
—¡Bárbaro!
—¿Quién era aquel hombre? Di, mala zorra.
—Ni siquiera lo recordaba. Pasó de casualidad, dijo que vivía en aquella iglesia arruinada. También me explicó que era cazador y carbonero…
—Y tú ¿qué tenías que hablar? ¿Has de dar palique a los hombres que te encuentras a la orilla del río?
—Era él quien hablaba. Me previno que el agua era profunda, que no me fiara si me metía adentro.
—¡Ah, vaya! Un hombre que daba consejos.
—Vive allí mismo; se marchó antes de que anocheciera…
—Y yo a creerme los embustes que me cuentas.
La mujer retrocede y Maciste avanza hacia ella. De pronto, exclama con voz colérica:
—¡Mírame! ¡A los ojos, mírame!
Ella alza los párpados pintados de azul, y le mira aterrorizada. La boca se le pliega en una sonrisa huidiza e implorante.
Las manazas se baten repetidamente sobre el rostro de la mujer, que no acierta a cubrirse. Los golpes retumban en las mejillas, en el cuello, en la cabeza; el tintineo de las pulseras resulta una nota burlesca.
—¡Hija de una puerca! ¡Como si no conociera los ojos turbios que se te ponen! ¡Como si no hubiese sorprendido que el galán te merodeaba! ¡Como si yo me creyera que para lavar esa ropa has echado más de dos horas! ¡Bicho, más que bicho! ¿Para ir a lavar ropa te pusiste el mantón?
La ha derribado sobre la colchoneta; la falda se le levanta por encima de las rodillas. Los pies de él, enormes, calzados con unas viejas zapatillas, le patalean los muslos, el vientre, los lomos.
—¡Perdóname, Maciste! ¡Macisteee! ¡Me matarás! ¡Te llevarán a presidio si me matas!
La lona se levanta y entra en la tienda el hombre del traje oscuro, la chalina y el sombrero negro.
—¡Alto ya, Maciste! Bastante leña le has arreado; déjala en paz. Tenemos que tratar importantes asuntos.
Maciste interrumpe el aporreo. La mujer, aunque no se atreve a alzarse del suelo, se desliza hacia la salida. Maciste está fatigado y descompuesto; jadea y se queda mirando a Colibrí sin comprenderle bien.
—Maciste, serénate y vamos a hablar bajo las estrellas, donde no puedan escucharnos ninguna de estas complacedoras de la entrepierna. Tenía ganas de encontrarte, vente conmigo…
—Vamos.
Empuja a Colibrí y sale detrás de él. Al pasar junto a la mujer de las pulseras, le larga un último puntapié en el trasero.
—No es verdad, no he hecho nada malo. Te juro que ni siquiera le he visto la cara.
Maciste y Colibrí se alejan hacia el pradillo donde pastan los caballos. Maciste, que se ha puesto sobre su traje de atleta salpicado de lentejuelas un gabán que le cae corto y estrecho, saca del bolsillo una tagarnina, muerde la punta, la escupe, se detiene un instante y la enciende.
—No he perdido el tiempo; sospecho que tenemos un lindo negocio a la vista.
—¿Qué me cuentas, Colibrí?
—Vayamos por partes. Primero que nada, observa estas cinco lunas llenas.
Abre la mano y muestra cinco duros de plata recién acuñados.
—Hago constar que estos cinco machacantes pertenecen a mi peculio personal. Mis servicios como poeta no están contratados por la empresa, lo siento; estas veinticinco pesetas son el estipendio de unas coplas elegíacas compuestas en loor del difunto a la manera de mi maestro don Jorge Manrique.
—¿Por unos versos te dieron cinco durazos?
—Aquí los tienes; pruebas cantan.
Cierra la mano y se guarda las monedas en el bolsillo del pantalón.
—Pero esto es una insignificancia. Aquilino me había dado el soplo de que iban a enterrar al difunto con un crucifijo de plata. Yo me dije que un crucifijo de plata siempre es un crucifijo de plata, y me trasladé a la carpintería para sopesarlo, aunque no fuera más que con los ojos.
—Colibrí, tú hueles a vino…
—No me extraña; bastante llevo ingurgitado, y desde que cerró la noche, para calentar las tripas, le eché encima unas copas de aguardiente. Pero no interrumpas y oído al parche. El maestro carpintero, a quien llaman tío Raposo, en un santiamén ha fabricado un ataúd digno de un arzobispo, de un ministro, casi diría de un rey. El crucifijo no está mal; un par de kilos de plata. Es una conciencia que la tierra tenga que tragárselo. Está clavado con ocho puntas, muy decorativo y fácil de arrancar. En la carpintería he sido dignamente recibido; les leí el poema y fue universalmente celebrado. Sacaron un par de jarras de vino, pan, chorizo y queso. Y les hice compañía hasta que dieron fin a la tarea. Acudió la modista a cuidarse del tapizado. Una hembra de buen ver, más bien llenita, de ese tipo que tú sabes que me gusta. La modista parecía seria y no reía de las bromas; intenté tirarle algún tiento, pero ella me adivinó las intenciones y se cubría con habilidad y contumacia. Tampoco era mi intención escandalizar a aquellas buenas gentes; así es que me he tenido que conformar con medio pellizco a la disimulada.
—Vayamos a lo que importa. ¿Cuánto pueden pagar por la cruz?
—Lo ignoro; una buena pieza con mérito artístico, si bien no demasiada antigüedad. Habría que venderla en una capital grande, simulando que se lleva a saldar de tapadillo por encargo de algún eclesiástico que no se atreve a dar la cara. Pero la cruz ya no es más importante. Escúchame, Maciste, y no me interrumpas. Cuando los artesanos han concluido su obra, la cargan en unas angarillas cubiertas de paño negro, y se dirigen hacia la casa del difunto que, como tú sabes, está en lo alto del pueblo.
—Yo no sé nada; he aprovechado el día para descansar los músculos.
—Pues desde ahora estás informado… Formábamos una procesión bufa. A mí, que las dos jarras me habían caído encima de diversos vasos, me ha dado por ir haciendo el panegírico del ataúd y también el del difunto. Íbamos por la calle, seguidos de chiquillos, de mujeres, nos parábamos a descansar, acudían los curiosos, uno de ellos nos ha invitado… A la postre hemos llegado a la mansión del extinto, que yo calificaba de palacio. Me he dicho que si enterrar a los muertos es obra de caridad que la Iglesia recomienda, meter a un difunto en su caja es comenzar a enterrarle. ¿No es cierto?
—Cierto, Colibrí. Tu musculatura no vale un cagarro, pero cerebro y cultura no te faltan. Y sigue ya, sin tantos rodeos.
—El difunto descansaba sobre muy noble lecho. Con el Rasposo, su ayudante, y un vejete criado de la familia, hemos celebrado consejo de ministros. Entre todos hemos desarmado la cama e instalado un catafalco que sentiré mucho que no veas. Echando un vistazo alrededor, lo primero que descubro es un anillo de oro, así de grueso, con un brillante más gordo que la punta de mi dedo meñique.
—Sería falso…
—¿Falso? Un señorón con una fortuna que no la hay igual en toda la provincia ¿iba a adornarse con una joya falsa?
—Si no era falso, ¿por qué no se lo habían quitado ya?
—No eres tan tonto como pareces, Maciste. Esa misma pregunta me la he formulado yo. Pronto he averiguado la causa… A pesar de que el cadáver hedía como la más despreciable de las carroñas, que en ese punto hemos de reconocer que Dios es justo, al no distinguir ricos de pobres, ni siquiera de animales, me he aplicado con devoción a meterlo en el ataúd. Mis esfuerzos, como ya comprenderás, iban dirigidos al anillo del brillante. Tiraba tanto del difunto, que mis compañeros, alarmados, han acabado por reñirme. Ni por ésas, antes le hubiese arrancado el brazo; y creo que he estado a punto de arrancárselo de tanta fuerza como hice. Y estoy seguro de que no he sido el primero en intentar arrebatar la joya, que se advertía que si los huesos de las falanges no estaban quebrados, los habían reblandecido de tanto sobiquearlos con aviesas intenciones.
—Entonces ¿qué?, ¿no has conseguido nada?
—Me hallaba fascinado, hipnotizado por aquella luz sobrenatural. Mis compañeros se hacían cruces del celo con que me arrimaba al maloliente cadáver. He hecho un postrer intento: arrancar el brillante aunque se quedara en el dedo el anillo de oro. Empeño imposible: he tenido que renunciar. Y no sin pena permanecí un momento en el reclinatorio fingiendo que rezaba, por si mirando a la joya se me ocurría alguna idea.
—La idea ya la tengo yo.
—¡Y yo! Y ahora me alegro de que mis intentonas hayan fracasado; a estas horas podíamos estar todos en el calabozo. Estoy convencido de que no soy el único que ronda el brillante de marras.
—Pero ¿ellos se habrán dado cuenta?
—¡Nada! Han quedado tan complacidos de mi colaboración, que el tío Raposo me ha acompañado junto a uno de los hijos del difunto; le he presentado el poema, le he enjaretado un breve y sentido discurso, y me ha escupido cinco soles. A la salida nos hemos ido a festejarlo a la taberna, a la taberna de verdad, no a la tienducha que hay en la plaza regentada por un judío que mal rayo le parta. Puesto que cobré mis poemas, quise invitarles en la tasca, pero el carpintero no lo consintió de ninguna manera. Quisieron llevarme a cenar con ellos; habían matado alguna ave de corral y de buena gana me hubiera dejado arrastrar al festín, pues conviene sacar el vientre de penas cuando la ocasión se presenta. Por si fuera poco, la esposa del carpintero, Sixta de nombre ella, no me echaba malos ojos, y teniendo en cuenta que alegría y vino andarían sueltos, algo podía yo pescar a río revuelto. Pero me he dicho que el negocio del brillante bien valía una cena, y que tú, yo y Aquilino, contando que no se nos presente borracho, debemos razonar con seso y calma sobre lo que nos conviene hacer.
—Yo lo veo claro. Lo primero, sigilo; que ninguna de las mujeres se entere. Después, convendría que no pierdas contacto con el criado viejo que conoces; no vaya a ser que el brillante en cuestión vuele, y trabajemos de balde.
—De balde, no… Siempre quedará el Cristo de plata…
—Mañana te vuelves al pueblo con ocho ojos abiertos. Y hazme el favor de no beber demasiado. Cuando nos reunamos con Aquilino, planearemos el negocio; entretanto, punto en boca.