ENCIMA DE LA PUERTA hay un letrero que dice: «Ferretería y Quincalla», y más abajo: «Herramientas de todas clases». De una cuerda fijada en el muro por medio de clavos penden hasta media docena de hoces. Del lado opuesto de la puerta, cuelgan de otra cuerda una serie de cachavas; las hay lisas, y con dibujos hechos al fuego, las hay de madera clara y barnizadas. En la acera se exhibe una estufa de hierro fundido, como las que se usan en la ciudad, tres cántaros de distintos tamaños y un par de cubos puestos boca abajo. En el interior se ven zurrones, cadenas, escopetas de caza, martillos, sierras, flejes, morillos, llaves, picaportes, hierros de distinta sección y tamaño, azadas, palas, hornillos, faroles de hojalata, hachas, diversos modelos de apliques, perchas de fundición, navajas y multitud de objetos, unos herrumbrosos y otros relucientes. Según el tamaño están colocados encima del mostrador, metidos en cajas de madera o cartón, colgados del techo o distribuidos por los rincones. Pegados con cola a la pared, en los espacios libres, hay anuncios de maquinaria agrícola y de abonos de desteñidos colorines, con sus nombres y marcas de fábrica.
Balbino Horcajuelos acaba de venderle al fontanero tres metros de cañería de plomo. El fontanero la lleva enrollada, sobre el hombro, como si se tratara de una cuerda. Balbino se asoma a la puerta y le ve descender por la bajada de San Antón hacia la plaza. La calle está hoy animada; gente que sube a la Casa y gente que regresa, y son varios los automóviles y coches que han llegado con forasteros.
A última hora Balbino se vestirá con el traje de los domingos y subirá a hacer acto de presencia en el velatorio. Los de la Casa son sus mejores parroquianos, y cuando unos desalmados forasteros le desvalijaron de la recaudación de toda una semana, el dinero fue recuperado y los ladrones detenidos gracias a la intervención rápida y eficaz del Tartajoso; y el Tartajoso se movió porque se lo ordenaron de la Casa. Si en este pueblo se ha mantenido el orden y conservado el respeto a la autoridad, que son las garantías que permiten que el comercio honrado prospere, ha sido gracias al difunto, que en todo momento ha demostrado un temple enérgico. Un pueblo de ganapanes y de gente hambrienta y descomedida sólo puede mantenerse en orden y disciplina a base de rigidez. Si don Pablo, el primogénito del difunto, no se decide a quedarse a vivir en el pueblo y a tomar las riendas en la mano, van a producirse desórdenes. Nadie pagará as deudas, nadie respetará a los demás, cualquier forastero se creerá autorizado a establecerse y a competir deslealmente con los naturales del país.
En la parte baja de la calle se oyen risas y unas voces alegres. El tío Raposo y el Voluntario se acercan llevando sobre unas andas, cubiertas con un trapo negro y deshilachado, un magnífico féretro que reluce de puro barnizado. Junto a ellos marcha Cándido, el aprendiz, dos o tres chiquillos de la calle, el viejo Zenón, que camina torpemente fumando en pipa, y un tipo estrafalario, con una gran corbata y un sombrero deslucido, que va charlando y haciendo aspavientos. Dos hombres más se han añadido a la improvisada comitiva: el Mamporrero, que parece algo achispado, y Braulio, un peón amigo de la cháchara.
El forastero de la chalina acciona con el sombrero en la mano. Usa cuello y puños como los señores, pero los lleva sucios y raídos. Con voz afectada y teatral, va diciendo sin gritar:
—Paso, abran paso, admiren, señores, este féretro digno de los Borgias, mis paisanos, un féretro hecho a la medida del más ilustre de los hijos de este pueblo.
Como la calle es empinada, cuando llegan ante la ferretería el tío Raposo da muestras de fatiga.
—Alto, Voluntario; descansemos aquí un momento.
El Voluntario se para y cuando se dispone a descargarse de las andas, el tío Raposo exclama:
—¡No, aquí, no! Dejémoslo sobre la acera, que hoy es día de trajín; no se nos venga encima un automóvil y dé al traste con nuestra obra.
Descargan en el suelo el ataúd, el Voluntario se sienta en el extremo libre de las angarillas y se enjuga el sudor. Unas mujeres salen a la puerta a contemplar el féretro; acuden vociferando los chiquillos que jugaban al toro en un corral. Una vecina se asoma a la ventana.
El tío Raposo se quita la boina y se frota el cogote y la frente con el pañuelo.
—¿Qué te parece, Horcajuelos? ¿Viste jamás algo tan hermoso?
El ferretero se ha ido aproximando. Pasa las yemas de los dedos sobre el crucifijo; se aleja un par de metros, y vuelve a considerar el efecto del conjunto. No dice nada, permanece serio y callado.
—Lo mejor que se ha hecho aquí y fuera de aquí —encomia el Voluntario—. No puede compararse ni con el de don Moisés.
—Este Cristo parece de plata.
—Y lo es; me lo entregaron en la Casa. Y del trabajo, ¿qué me dices, Balbino, qué me dices?
—Bien.
El viento hincha el blusón gris que viste el Mamporrero. Éste lleva además una boina azul marino, y en la mano una vara como las que usan los tratantes.
—Así da gusto morirse.
Una de las mujeres, que mordisquea un cantero de pan, interviene:
—Lo importante es ir al cielo; al infierno no querría ir ni que fuese en un ataúd de oro y piedras preciosas.
—Dices bien, tía Mecachis —añade el Mamporrero—. Yo, más que ir muerto en un ataúd como éste, preferiría dormir en él estando vivo. Y en invierno, cuando llegaran los fríos, me echaba la tapa encima y le abría unos agujericos para respirar. ¿Han visto…?
El Mamporrero, con cuidado, alza la tapa. Los demás se asoman para mirar el interior; está forrado de raso y tiene un cabezal bordado.
—Cuidado no lo ensuciéis con los dedos; el barniz se empaña. ¿Qué os parece? Filigrana de modista. Mejor no lo construyen en la capital.
—Caro les cobrarás, tío Raposo.
—¡Mira quién fue a hablar! Como si tú les regalaras las mercancías… Esto no tiene precio, es una obra de arte. Por caro que les pusiera, siempre resultaría barato.
—Al arte no se le pone precio; como a la bondad, al amor, a la mentira, a la mirada de unos bellos ojos… Como a un poema… ¿Qué te han parecido, Mamporrero, a ti, que eres hombre de cultura, los poemas o copias que a la manera de mi maestro Jorge Manrique he compuesto para el difunto? Tampoco tienen precio; y espero que así lo sepan comprender los deudos…
Unos apliques de bronce que rematan los ángulos, atraen la atención de Balbino Horcajuelos.
—Mejores que ésos te los pude yo haber vendido. Bastaba con limpiarlos y lustrarlos.
—¿Mejores? Ni hablar; encargué los más caros que hubiera en la capital.
—Los míos son más delicados; tendrán menos vista, no te lo niego, pero no hubieran hecho mal papel.
—Los conozco, Balbino. Son los que le pusimos a la suegra del Veterinario hace dos años. No se comparan… Me gustaría que los sacaras y que los viéramos juntos.
—No sé por dónde andarán ahora.
Cándido se encara con el señor Balbino.
—¿Y las patas? ¿Se ha fijado usted en las patas?
—No están mal…
—Un trabajo de mérito. ¡Lástima que esté destinado a pudrirse!
—Habló usted como los filósofos. Pero ¿no estamos acaso todos nosotros destinados a la putrefacción? ¿Y los lindos labios de las jóvenes damas? ¿Y la piel sonrosada de los brazos, de esos brazos torneados por el supremo alfarero? Y… con perdón de las señoras que me escuchan, ¿adónde van a parar las piernas, y para evitar que se escandalicen no me refiero a los muslos, y de ahí para arriba, sino a las castas pantorrillas? Polvo, barro, putrefacción, muerte, olvido… ¿Qué se hizo de los senos de Cleopatra? Cada uno de ellos valía un imperio; el de Oriente el derecho, el de Occidente el izquierdo. Gangrena, pus, gusanos, después ceniza, tierra, nada…
—¡Eh! Que va usted a entristecernos, y los que somos casados no nos atreveremos a arrimarnos a la mujer en quince días.
—Me callo, me callo; somos un soplo de Dios…
El Voluntario se pone en pie. El tío Raposo se abotona la americana negra que se ha puesto para la ocasión y que le queda un tanto estrecha.
—Vamos para allá; un tironcito, y estamos en el parque. Otro descanso más, y adentro.
Tras de sacudir la pipa, también echa a andar Zenón, que se había sentado a la puerta de la ferretería.
—Vamos ya, que está cerrando la noche y las visitas estarán al llegar.
—Zenón, tú nos echarás una mano. Y el Lebrel también. Era vuestro amo y estáis obligados.
—Las obligaciones del criado hacia el amo, de acuerdo con el derecho romano, se prolongan hasta cuarenta y ocho horas después de la muerte. Y las sacrosantas obras de misericordia exigen que todo cristiano entierre a los muertos, y no pudiendo hacerlo, que ayude a meterlos en el féretro.
Aunando los esfuerzos, el Voluntario y el tío Raposo alzan de nuevo las angarillas. La comitiva, a la cual se han añadido dos mujeres y tres chiquillos, asciende por la empinada calle y desaparece por la curva que hay donde empieza el camino.
La tía Mecachis se queda mirándolos. Cuando ya no se los ve, se vuelve hacia el ferretero.
—Querría un real de clavos de tamaño mediano.
—Pasemos adentro.
En el interior han encendido una bombilla que derrama una luz amarilla y cenicienta. Mientras hace un cucurucho de papel, el ferretero parece hablar consigo mismo. Al dirigirle la palabra la tía Mecachis, se sobresalta.
—Bonito féretro, ¿eh, Balbino?
—Efectivamente; el Raposo ha tenido suerte y ha sabido lucirse.