XVII

LA TIENDA HUELE a apresto y a pintura fresca. Como el mostrador está recién pintado, tienen que pasar con cuidado para ganar la puerta de la escalera que comunica con las habitaciones del entresuelo.

—Sube, Ceferino, supongo que te apetecerá tomar un chocolate; ya debe de estar preparado. Por favor, adelante; como si estuvieras en tu casa.

Cuando don Ceferino comienza a subir la estrecha escalera, Simeón se vuelve hacia el dependiente, que está tras el mostrador limpiándose las uñas con un pequeño cortaplumas.

—Quiñones, no estoy para nadie. El paño negro me lo aumentas un real por vara. Debimos haberlo hecho desde por la mañana. Llevamos más de veinte varas despachadas. Como si todas las mujeres se fueran a vestir de luto.

—¿Y el viajante, don Simeón?

—Vendrá más tarde. Usted y yo nos quedaremos a echarle un vistazo al muestrario…

La escalera desemboca en un recibidor que comunica con una sala muy baja de techo, adornada con colgaduras de terciopelo y dos arañas de cristal. Ceferino tiene que agacharse para pasar por debajo de la que ocupa el centro de la habitación.

—Me alegra verte por aquí, pero no te esperaba tan pronto. ¿Piensas asistir al entierro?

—¿Por qué no? A enemigo que huye, puente de plata.

—¿Y tu madre cómo anda? Hace un siglo que no la veo.

—Pues no está mal… ni bien… Achaques…

—Yo cada vez me muevo menos de aquí, apenas salgo. En invierno, los domingos a misa; por el Casino casi nunca me acerco. Cuando comienza el buen tiempo, y sobre todo en el verano, al atardecer me llego paseando hasta la orilla del río, y si me animo, voy hasta los pinares.

—¿Qué me cuenta usted de lo ocurrido?

—¿Qué quieres que te cuente, hijo? Yo, con mi comercio, he de procurar estar a bien con todos. No me gusta meterme en líos. Algo hay que aguantar siempre, pero conmigo no se portó mal. Compraba en la ciudad, pero también se surtía de aquí. Una casa de mucho gasto; los hijos, la servidumbre. Y los regalitos que él hacía… Pagar, me pagó siempre; cuando le daba la gana, claro, que yo no me hubiera atrevido a presentarle una factura, ni soñarlo.

—¡Valiente pajarraco!

—No sé qué decirte…

—Hizo mucho daño a lo largo de su maldita vida…

—Exageras, Ceferino. Como cualquier otro mortal, hizo bien y también hizo mal. Quien tiene autoridad, riqueza y poder, no puede dejar satisfechos a todos.

—No le defienda, era un malvado.

—A ti lo que te pasa es que estabas al lado opuesto. Y es natural que te quejes y que le juzgues con parcialidad…

—No tenía conciencia; ni pizca.

—Ceferino, sabes que hace muchos años que vine a establecerme a este pueblo. Tu padre te lo contaría; entonces tú apenas levantabas así del suelo. Desde aquellas fechas he visto mucho y he oído más. No ha sido un santo, desde luego, pero ¿qué hubiera hecho otro en su lugar? No estoy entre los que ahora se deshacen en alabanzas; ni ahora ni antes. Yo, a lo mío, antes, ahora y después. Lo mío es vender paños y géneros. Dime una cosa: ¿cuántos pueblos de la provincia tienen electricidad? Y la traída de aguas, ¿quién la hizo? ¿Y el puente del cementerio, que antes era tan estrecho que apenas pasaba un carro, y tan endeble que las riadas lo arrastraban cada año? ¿Quién consiguió la estación de Pedernales, gracias a la cual en menos de dos horas tomamos el tren? ¿Y la carretera? Aún recuerdo la primera vez que vine en aquella diligencia que seguía hasta Santa Marta. Diez horas pusimos desde la ciudad; diez horas. ¡Y qué camino. Dios santo! Llegamos todos masticando polvo. Aquí no había ni médico ni maestro. En la rectoral, el señor cura daba lecciones a algunos chiquillos. Lo que mejor hacía era repartir bonetazos a diestro y siniestro; los pequeños no querían asistir a la escuela. Ni recuerdo cómo se llamaba; murió y trajeron a don Moisés. La escuela ahora está decentemente instalada, ya lo sabes tú…

—Rumoreaban que no era cierto que él la costeara de su bolsillo…

—Ahí ya no me meto. En todo caso, no olvides que otros utilizan las influencias en beneficio propio.

—También él las empleaba. ¡Dígamelo a mí, que le he combatido personal y judicialmente desde que terminé la carrera! ¡Qué de trapisondas podría contarle!

—No lo dudo… También yo te contaría otras. Ha repartido mucho dinero entre la gente necesitada y ha ayudado a buen número de personas. Evidentemente echaba una mano a quienes estaban con él; no voy a intentar hacerte creer que era un santo.

—¡Ni lo creería!

—No hay santos; llevo bastantes años en el mundo y no he conocido a ninguno. Vivimos de lo que les sacamos a los demás; es la ley de la Naturaleza. Los más fuertes, los más espabilados, o los más desaprensivos, se aprovechan. ¡Qué le vamos a hacer!

—Pues a él se le ha terminado; desde esta madrugada exactamente.

—Sí, Ceferino, es cierto.

—He venido con su hijo Cristóbal. Una bala perdida. Le tenemos preparada una linda zancadilla al sinvergüenza de su hermano mayor.

—¿A don Pablo? ¡Bah, ése no vale nada!

—De ahora en adelante aquí se cumplirá la ley…

—¿Qué ley?

—¿Cómo qué ley? Pues la única. Contamos con el apoyo de don Froilán. Las cosas se llevarán a derechas…

—No lo dudo; a derechas para don Froilán.

—¡Ah, naturalmente!

—Que así sea. Estos pueblos están muy atrasados, hay demasiados analfabetos, demasiada incultura. Cerrilismo lo llamaría yo. Se necesita autoridad y mano dura; alguien que disponga de sólidas influencias en la ciudad y más influencias en Madrid. Y todo eso, ya lo sabemos, se paga.

—Vamos a meter en cintura a más de uno y a más de dos.

—Te repito, Ceferino, que a mí ni me va ni me viene. Yo, a mi comercio, y que me dejen tranquilo con mis ganancias. Ni siquiera compro tierras con lo que buenamente ahorro. Papel del Estado: eso es lo más seguro. Y no te enemistas con nadie ni tienes pleitos… Espera, voy a ver si nos sirven una taza de chocolate.

Se levanta y desaparece tras una cortina. Se le oye cuchichear y poco después vuelve a entrar y se sienta.

—¿Quieres un cigarro?

—Démelo, don Simeón, si no es demasiado fuerte…

—Algo recio es. Yo me fumo tres al día. Hoy, como has venido tú, me fumaré cuatro para celebrarlo.

Descabezan los cigarros con un cortaplumas y los encienden. Tarda un instante en establecerse el tiro. Sale una criada joven y extiende sobre el tapete un pequeño mantel bordado. Regresa con una bandeja de plata donde trae las servilletas, dos jícaras, un plato de picatostes y dos vasos de agua. Una vez dispuesto el servicio, se retira. Mientras se aleja, don Ceferino vuelve el rostro para mirarla de arriba abajo.

—¿Sabes de dónde le viene el dinero a don Froilán? No es ningún secreto; te lo voy a contar. Cuando llegué a este pueblo, su padre estaba aquí de alcalde. Le llamaban el tío Risueño y era bastante autoritario y mal encarado. Como habrás oído explicar, este pueblo en la antigüedad fue mucho más importante que ahora. Lo advertirás por la proporción de la parroquia y por la magnificencia del retablo mayor. ¿Sabes que junto al río hay unas ruinas que llaman la Claustra? Dicen, y a mí no me consta, que hubo un monasterio del Cister. En todo caso, hace tiempo que está abandonado, antes de la Desamortización… Lo que sí debes de saber es que la casa que ocupa el Ayuntamiento, y que a pesar de la dejadez en que la tienen aún conserva su prestancia, fue residencia de unos marqueses, de ahí que la llamen el Palacio.

—¿Qué marqueses?

—No sabría precisarte qué título ostentaban. Seguramente eran descendientes de los señores del castillo en ruinas que está hacia San Antón. Se decía que, cuando la guerra de la Independencia, el marqués se enemistó con el rey y que éste lo desterró. Era hombre muy leído y estudioso y se trajo numerosos libros. Cuando se instaló el Ayuntamiento en el Palacio, agarraron los libracos y los subieron al granero. Estaban allí amontonados, ligados con cuerdas y cubiertos de polvo. De esto que voy a contarte no hará más de cuarenta años. Llegó aquí un periodista de Madrid correligionario del tío Risueño; yo alcancé a conocerle. Andaba algo tocado del pecho, y a causa de la enfermedad vino a reponerse una temporada. Se aburría, y además de perseguir a las mozas, te diré de paso que, sin mucho éxito, descubrió los libros y se pasaba en el granero muchas horas leyéndolos. Se corrió la voz de que estaba medio chiflado. Cuando se marchó, nadie le echó de menos, ni siquiera el tío Risueño, a una de cuyas hijas, hermana de don Froilán, parece que importunaba con insistencia. Hacia el verano siguiente volvió al pueblo acompañado de un tipo alto y estrafalario a quien llamaban el Míster, y que dijeron que era un sabio americano. Todo fueron idas y venidas con el tío Risueño, subidas al granero, limpiezas, trasiegos y conversaciones secretas. Cargaron seis galeras con los libros y se los llevaron del pueblo. De momento nadie malició, pero cuando el tío Risueño empezó a comprar un campo por aquí, unas huertas por allá, después unas casas… comenzaron las críticas.

—¿Y qué eran los libros aquellos?

—¿Lo sabe alguien? Su valor de antigüedad tendrían, puesto que los llevaron a la estación de Orozco, que queda algo separada, y allá el carpintero tenía preparados medio centenar de cajones, según aquí se supo después. Por ferrocarril los transportaron a alguna parte; quién dijo que a embarcar en La Coruña, quién que a Barcelona. Dos o tres años después ya se había armado demasiado bochinche, y llegó de Madrid alguien con autoridad que comenzó a hacer preguntas. Se aseguraba que hasta iba a intervenir el juez de Primera Instancia. De la noche a la mañana el tío Risueño desapareció. Rumoreaban que estaba en Madrid, otros decían que en La Habana, otros que en Méjico.

Parece ser que escapó con varios miles de duros, aparte de las propiedades que dejó aquí a la familia, que también valían lo suyo. Esas propiedades no se las tocaron para nada, y al asunto, probablemente por conveniencias políticas, se le echó tierra encima.

—¿Y don Froilán qué papel tuvo en todo esto?

—Era joven entonces. Él se quedó aquí con la madre y las hermanas. Del tío Risueño no se supo más, aunque la familia recibía alguna carta de Pascuas a Ramos. Si les envió también dinero, no lo hizo al pueblo desde luego. También se dijo por aquí que había vuelto a casarse y que por eso no regresaba. Otros afirmaban que si venía le meterían en la cárcel porque se había demostrado que los libros eran de un valor considerable y pertenecían al Municipio, y hasta no sé si no metieron baza los herederos del marqués…

—Aquí siempre se ha hablado más de la cuenta.

—Pero esta vez tenían razón. En este pueblo las cosas toda la vida han ocurrido así.