A PACO, el alguacil, le han advertido que si viene alguien al Juzgado le conteste que está cerrado y que no se abrirá hasta el día siguiente al entierro. El Secretario y el Oficial han entrado en las oficinas y tras entornar las ventanas han encendido las dos únicas bombillas, protegidas y adornadas con tulipas azules, que iluminan el local.
El oficial, subido en una silla, está seleccionando algunos legajos; los que separa, los deja sobre la mesa después de sacudirlos un par de veces contra el borde del estante. Una diminuta explosión de polvo se produce cada vez que repite la operación. El secretario ha encendido un cigarrillo y fuma con apresuramiento. Ante él tiene abierta una carpeta gris, con cintas rojas, donde se guardan desordenados algunos documentos y escritos.
—¿Está usted seguro, López, de que lo envió a Primera Instancia? ¿Recuerda cuándo, qué día, aunque fuera aproximadamente?
—Verá usted, don Paciano, hará cosa de mes y medio o dos meses… ¿Quién podía pensar entonces? Vino y me dijo —ya sabe usted cómo hablaba, que nadie se atrevía a contradecirle—: «López, redacta esa declaración y se la llevas al Mamporrero para que la firme. Es un cabezota, pero yo le haré entrar en razón». Me propuse a mí mismo contestarle que el Mamporrero se había negado, que se ponía de culo a la pared insistiendo en que él sólo firmaría lo que fuese cierto; pero ni me permitió abrir la boca.
Desciende de la silla, agarra un trapo que colgaba del respaldo y lo pasa por los legajos; tose, y prosigue hablando.
—Usted ya sabe que adivinaba el pensamiento. Va y me dice: «Si se emperra, coges la declaración y la firmas tú. Y listos, no se hable más».
—Y usted, López, firmó ¿no es eso?
—¿Para qué le voy a contar?
—Pero, López, usted no ignoraba que es gravísimo…
—¡Por Dios! No me sermonee… Llevamos quince años lidiando el mismo toro. ¿A quién le debemos el empleo? ¿Quién mandaba, hacía o deshacía? ¿Quién se atrevía, cuando él hablaba, a decirle lo que era legal o no?
—Lo siento, pero se le va a caer el pelo…
—Ayer le hablé a don Eloy; intentó convencer al Mamporrero, y el bruto ese erre que erre… Don Eloy ya se las hubiera arreglado en Instrucción para sustituir el documento antiguo por la declaración con la firma auténtica…
—Mal momento ha elegido para diñarla. Porque él visitaba al Juez de Instrucción, y en cuatro palabras lo dejaba solucionado. Pero ya no se puede contar con su influencia. De todos los líos que tenemos planteados, es el que veo más negro…
El humo del cigarrillo se espesa bajo la luz de la bombilla. El Secretario saca de una carpeta un folio escrito y firmado, lo rompe en pedazos menudos y lo arroja a la papelera.
—A éste, que le echen un galgo. Pretextaremos que se ha extraviado, y se redactará de nuevo de acuerdo con lo que más convenga. Y esta declaración también será preferible que desaparezca.
Rasga otro papel. Sigue buscando. Separa un oficio y lo destruye.
—La citación a don Froilán como si no la hubiéramos recibido; ya lo sabe usted, López. Lleva aquí durmiendo mes y medio por orden de don Eloy; no quiero ahora responsabilidades.
El oficial abre algunos legajos y los revisa. Los documentos pasan uno a uno por sus manos; los lee rápidamente y los coloca sobre un montón. Encima de la nariz le cabalgan unos lentes con montura de plata que se le menean cuando habla.
—Don Eloy me ha dicho que, si le es posible, lo hará desaparecer del sumario; él ya lo da por sobreseído.
—No se fíe ahora de don Eloy; bastante trabajo tendrá para escapar él. Usted se excedió imitando la firma del Mamporrero; es grave el patinazo. Mejor era echar mano de dos testigos cualesquiera.
—Si ahora les citaba a ratificarse ¿qué?
—Sí, mal asunto. El tinglado se desmorona. Mientras vivía él, no había cuidado; lo arreglaba todo. Pero ahora… ¿Sabe usted que el rata de don Ceferino ya ha llegado al pueblo? Me han asegurado que le han visto.
—¡Dios nos coja confesados!
—Le he advertido a ese acémila de Paco que si se presenta aquí don Ceferino, no le deje pasar bajo ningún pretexto. Vendrá ahora con las de Caín.
—Usted sabe, don Paciano, que lobos contra lobos no se muerden. Mi temor es que se les ocurra meter la nariz en el asunto de Poncio.
—Y el mío; a pesar de que por ahí, en cierta medida, podemos estar tranquilos. Claro que si tiran de la manta vamos todos a presidio; pero no caeremos solos.
—Así lo espero. Por otra parte, ¿quién se acuerda ya de aquello?
—Conviene, por si se lía, que ni usted ni yo perdamos la serenidad. No olvidemos que todo el papeleo fue legal. Está el certificado de autopsia, las declaraciones de los testigos; todo se tramitó regularmente, Usted y yo nos lavamos las manos.
—Mejor que no tire demasiado de la manta… Se rompe siempre por lo más flojo.
—Nosotros lo tramitamos en regla. Lo demás eran habladurías de casino y de taberna; podríamos ignorarlas. Estuvo aquí el señor juez de Instrucción en persona. No se formuló ninguna denuncia por escrito. Todo se redujo a simples comentarios de carácter privado.
También intervino la Guardia Civil, y nada salió a relucir.
—Yo repartí unos duros para tapar algunas bocas; pero estos tipos no van a hablar ahora; están metidos en la trampa. La verdad es que fuimos imprudentes…
—Cada vez que me acuerdo del asunto se me pone la carne de gallina. Mientras él vivía, uno se sentía seguro, amparado. Estaba convencido de que nada malo podía ocurrir. Y ahora, nos hallamos a la intemperie, y muchos son los que tratarán de hincarnos el diente. Demasiadas enemistades nos hemos ido creando.
—Escuche, López, yo soy perro viejo. Revisemos esto; hagámoslo lo mejor que sepamos, rompiendo lo que convenga y enmendando lo que buenamente se pueda. Después, serenidad y mantenerse a la defensiva. Lo propio, hoy por hoy, es tratar de congraciarse con don Froilán.
—¿Y el alcalde?
—Escúcheme a mi; déjele que grite al señor alcalde. Calma, calma y calma. Si podemos hacerle un favor a don Froilán, por ahí nos conviene ir. Tanto es así, que estos documentos que me trajo don Eloy para que les diera entrada con fecha de la semana pasada, por el momento me los guardo en el cajón. Hay uno de los escritos que puede dar mucho juego, si yo me empeño.
—Con don Eloy no querría enemistarme…
—Usted, López, manténgase tranquilo. Ya le he dicho que soy perro viejo. El documento lo guardo yo. Pasado mañana don Eloy correrá al Juzgado de Instrucción para tratar de hacer desaparecer la declaración firmada por el Mamporrero, es decir, por usted; a él también le conviene que desaparezca. Después, ya veremos por dónde vienen los tiros.
—Aquí tenemos lo que buscamos…
—Tráigalo, López.
Los dos hombres abren un legajo sobre la mesa del Secretario, y examinan cuidadosamente los documentos que lo componen.
—No perdamos tiempo ahora. Lo envuelve usted en un papel y se lo lleva a casa; allá lo examina con calma. No destruya nada, consérvelo. Obraremos, llegado el momento, como mejor nos convenga.
—Óigame una cosa, don Paciano. ¿Ha pensado usted en qué va a ser ahora de nosotros? Porque del sueldo ni pensar en vivir…
—Si salimos bien de este atolladero, y conste que no las tengo todas conmigo, alguien nos ayudará. Todos van a necesitarnos. Será don Froilán, o el Alcalde, don Pablito, don Eloy o don Ceferino, pero tarde o temprano todos vendrán a caer aquí. Esté usted tranquilo, López. Nosotros representamos la Justicia, y sin justicia no hay pueblo que pueda vivir.