—¿Y AHORA qué hacemos, mujer? Porque estas cosas requieren mucho cavilar, que el equivocarse pudiera acarrearnos malas consecuencias.
—Yo me callaría.
El hombre viste una chaqueta de pana de abultados bolsillos, de uno de los cuales asoma un pañuelo de hierbas. Tiene las manos anchas, los dedos gruesos y peludos, y las uñas bordeadas de suciedad.
—¿Y si el señor notario lo supiera?
—A él le correspondería hablar primero…
—¿Y si lo que hace es meterme en la cárcel?
—No se mete a un hombre en la cárcel así como así. Hacen falta papeles. ¿Acaso firmaste tú alguno?
—De firmar ni escribir, nada.
—¿Por qué no me lo contaste antes, so cencerro?
—Era secreto; juré no decir palabra a nadie, ni a ti siquiera. Y yo cumplo mis juramentos, ¿qué te crees?
Sentada junto al fogón, en una silla baja, la mujer está pelando patatas. Una vez despojadas de la piel, las arroja a un barreño mediano de agua. Un gato ronda y ronronea junto a las patas de la silla. La mujer se cubre la cabeza y la frente con un pañuelo negro anudado bajo el mentón.
—Para meter a un hombre en la cárcel también hacen falta testigos.
—No los había; puse atención a ese detalle.
—Entonces ¿qué temes, di?
—¿Qué temo? ¡Recontra! ¿Y todas las trampas que la ley puede tender para atraparte? Tardó tres días en espichar, bien pudo hablar con el notario, o con el señor Eloy, que es más malo que la peste, o con don Pablito…
—A estas fechas ya te habrían mandado llamar de la Casa.
—Calla, mujer, que hoy todo son llantos por el difunto.
—Y al señor notario, ¿qué le importa el difunto?
—Calla, calla, pocos negocios más importantes le habrán caído encima, y pocas preocupaciones le aquejarán hoy al notario…
—Tú no abras la boca; espera. Y estáte tranquilo, que nadie sospeche. Si te hablan, empieza por hacerte el tonto, luego veremos.
—Aquella tarde tomaba café en el Casino. Viene el Lebrel y desde la puerta me hace una seña que yo comprendo, y me salgo a la calle. Él me dice entonces: «El amo quiere verle». Y yo me creo que sería para comprarle carbón al Telesforo, porque el difunto no quería tratos con él, pero el carbón de los de la Claustra es el mejor para la cocina.
—¿Y tú qué opinas? ¿El Lebrel sabría…?
—¡Qué preguntas, mujer! El Lebrel unas veces sabía y otras pues no sabía. Llegamos a la Casa y me hizo pasar al punto. Estaba muy desmejorado el pobre, tumbado en la cama, y con el semblante blanco que parecía de leche agria.
—¿No andaría por allí el señor notario?
—No llegó hasta que le llamaron, dos o tres días después, cuando se presentó esa enfermedad tan mala. Y no me interrumpas con necedades. Si el difunto me mandaba a la ciudad a casa del señor notario, mal podía estar allí presente éste.
El hombre saca del bolsillo interior de la chaqueta un papel de barba doblado en cuatro, y lo abre.
—¿Qué dice ese papel?
—Aquí viene todo apuntado tal como tenía que hacerse. Primero en la ciudad visitaría al hermano del Soldado, que es dueño de una guarnicionería. A ése tenía que decirle: «Vengo a comprar la casa y la huerta del Pozo, que me he enterado que está en venta». Y luego: «Me han dicho que pides tres mil duros, con una yunta, los aperos, y todo lo demás». Cuando el guarnicionero se mostrara conforme, tenía que ir y decirle: «Te doy dos mil quinientos duros, pero ahora mismo; los llevo aquí en el bolso».
—¿Y si el hermano del Soldado no entraba en el juego?
—Yo tenía que hacer como quien se marcha… más tarde me hacía el encontradizo en la taberna… Ya puedes imaginarte lo que es el trato. De sobra sabría el difunto que yo era ducho, y no lo digo por alabarme… Después, una vez cerrado el acuerdo, yo me iba al señor notario y le decía que la compra era a favor de la Basilia del tío Deogracias. ¿A qué no sabes cómo se llama la Basilia? Anda, di tú, que te crees tan lista…
—¡Toma, pues Basilia!
—Ahí ya te equivocas… ¿y qué más, di?
—No sé el apellido…
—Basilisa Freire Pilares. Aquí lo tienes escrito.
—Ese apellido no es de aquí.
—Pues el tío Deogracias yo siempre oí que era nacido en este pueblo.
—También lo era su padre, que le llamaban el Cuervo. Pero su abuelo podía ser de Peciña, de Hontanar, o de mucho más lejos, que ese apellido no corresponde a esta tierra.
—Me entregó metidos en un sobre los dos mil quinientos duros. Y en otro sobre había quinientos duros más por si no aflojaba, pues me mandó que en caso necesario llegara a los tres mil. Añadió doscientos duros más para el notario y doce para mis gastos, y cincuenta que me daba a mí en pago del trabajo.
—Y tú, marrullero, te lo callabas… A mí, a tu mujer. Llevar encima tanto dinero, y ni a tu propia mujer confesárselo. ¿Y si hay un incendio?
—Dormía con la cartera bien trincada…
—¿Y si te da un patatús, y yo, pobre de mí, te entierro con los duros encima, por la ignorancia…?
—Gracias a Dios, el patatús le dio a él.
—Mejor ha sido así para todos. Pero te advierto que el día que te ocurra algo he de registrarte sin respetar ningún recoveco.
—¡Mira que las mujeres llegáis a ser interesadas!
—¿Y la Basilia no tenía que firmar algún documento?
—No sabe de letra; hubiera firmado yo, y otro testigo, que los hay a patadas.
—¿Y el difunto no prevendría al señor notario?
—Mujer, el regalo era para la dote de la Basilia, se echa de ver que no quería que el notario estuviese enterado; por eso me encomendó que me ocupara yo.
—Pero Basilia sí lo sabrá; el viejo se lo anunciaría para endulzarla en sus amoríos. La Basilia nos va a sacar los ojos.
—La ley ante todo. ¿Puede probar algo?
—¿No le dejaría escrita una carta? Nos perderíamos sin remedio.
—Llevo la cuenta de los días. ¡Fíjate! Primero me dije que la cosa no corría tanta prisa y dejé pasar un par de días. Entretanto me entero de que el enfermo va a mal y se me ocurre que podría morir. Al día siguiente me presento en la Casa; hablo con la señorita Isabel y le comunico que tengo que tratar un negocio con su padre. Ella me contesta que espere, que está grave. Allí me informo de que ha venido el señor notario. Vuelvo anteanoche y me entero por Zenón de que el amo ya no habla, que no conoce a nadie… ¿Comprendes que no soy tonto?
—¿Y el dinero dónde lo tienes escondido?
—Secreto, mujer, secreto.
—Si te ocurriera una desgracia…
—Ya lo encontrarías entonces. Ahora, a esperar. A última hora iremos a la Casa, a la visita de pésame. Tú observa por tu lado, yo, por el mío; a ver qué cara ponen, a ver con qué ojos nos miran el notario y don Eloy…
—Y el Lebrel, que tampoco de ése me fío un pelo.
—No echemos aún las campanas al vuelo, pero creo que nos ha caído la suerte.
—Así lo habrá dispuesto el Señor; más valdría que los duros se queden en una casa honrada, que vayan a parar a manos de una mala hembra como la Basilia, que hacía pecar al carcamal. La putería, creyó yo, no es bueno que tenga recompensa.
—Además, mujer, sin desmerecer a la Basilia, te digo que tres mil duros sí que no los vale.
—Oye: ¿nosotros estamos obligados a comprar la casa del Pozo?
El hombre se sienta, estira las piernas, saca el pañuelito del bolsillo y se suena estruendosamente. Luego se lo guarda, y plegando el papel de barba se lo mete hasta el fondo del bolsillo interior de la chaqueta.
—¡Calla, que pareces tonta! Del dinero, una vez que sea nuestro, haremos lo que se nos antoje.
La mujer le mira de reojo. Se agacha, mete la mano en el barreño y agita las patatas peladas para lavarlas.
—Dices que estaba solo, encamado, y que te dio dos sobres, y encima doscientos sesenta y dos duros… ¿Dónde guardaba tanto dinero? ¿No se lo pediría a don Onofre, y ese cuervo estará mejor enterado que nosotros mismos? ¡Ay, demasiado felices nos las prometíamos!
—¡Calla, mujer, que me das rabia de tan tarugo que eres! ¡Ni don Onofre ni don Cuernos! Estábamos solos él y yo. Tenía una cartera gruesa que no quieras saber, repleta de billetes grandes atados con una goma. El difunto no se fiaba ni de su padre. ¡Vaya un tío tacaño! Sacó la cartera de debajo de la almohada; defendía los dineros con su propia cabeza. Ni dormido podían arrancarle un céntimo.
—¿Y tú crees que aún seguirá allá la cartera?
—Calla, calla. ¿Y los hijos no son nadie? Tú sueñas, mujer. Confórmate con lo que tienes.