LA CAÑADA corre un buen trecho siguiendo, a corta distancia, el curso del río. Pasa por delante de la fábrica de electricidad y por detrás del cementerio. Cerca de donde se bifurcan los caminos que llevan respectivamente a Tobajuela y Santa Marta, la Cañada los cruza formando un triángulo rectángulo.
Por la Cañada viene Telesforo con un carro cargado de serijas repletas de carbón. Suele carbonear en los encinares comunales, que distan legua y media del pueblo. Primero trajina las seras a lomos de la mula por los senderos; después las carga en el carro, y por la Cañada desemboca en el camino que atraviesa el río por el puente que hay junto al cementerio.
Frente al haza de la Higuera se detiene. El haza queda al borde de la carretera de Santa Marta. Los árboles de la Chopera de Abajo saltan sobre la carretera y algunos de ellos crecen dentro del haza; ése fue el origen del pleito entre el difunto y Zacarías.
La mula aprovecha el alto para tomar aliento; el carro viene muy cargado y todo el carbón ha sido transportado a lomos. Falta coronar el repecho del puente y subir hasta la Claustra, donde vive Telesforo.
Toda la parte del campo que corresponde al Norte, presenta un color rojizo oscuro; la tierra vuelta muestra sus entrañas húmedas y fértiles. Apoyado sobre la mancera, presionando con todo el cuerpo, Zacarías se aleja siguiendo los pasos de la Blanquita y la Pelada, que levantan con sus nerviosos cascos un polvo amarillento.
Telesforo arrima el carro a la tapia del cementerio, cuya sombra se alarga hasta el margen del camino, y traba las riendas en un tronco joven. Se sienta en el lado que da al haza y se pone a liar un cigarrillo esperando a que Zacarías vuelva la reja y venga arando hacia donde él está.
La tarde va cayendo y sobre los campos tiembla una luz dorada. El río corre pardo y rumoroso, y los chopos y las huertas ribereñas ponen sus manchas verdes en el paisaje. El parque de la Casa, la fachada iluminada por el sol, y el camino que sube a San Antón destacan sobre los montes. En lo alto, la ermita con una luz rosa y oro es como una pincelada de contornos vaporosos. El campanario, alzado sobre las casas chatas, presenta un agrio contraste del sol y sombra.
Zacarías, que ya le ha descubierto, le hace señas levantando la mano izquierda, mientras con la derecha presiona más y más sobre el arado. No apresura la yunta, pero se advierte que el deseo de llegar le acucia. Telesforo agita también una mano para saludarle.
—Bien, sobrino —le dice en cuanto llega—; se acabó el pleito.
—Muerta la garrapata…
—Buena tierra es ésta. Era lástima que así se malograra. Demasiado esperaste, sobrino.
—Más descansada la encontrará la sementera.
—Por la mañana me enteré de que estiró la pata. Me lo contó Rufino, que andaba con el ganado; parecía entristecido.
—A saber por qué…
—Cada vez que pasaba por aquí y veía como los cardos y las hierbas medraban, me daba coraje.
—Mañana, cuando lo traigan a enterrar ahí enfrente, quiero que vea el campo bien labrado.
—Fuiste prudente, sobrino, aguardaste a que el lobo se desdentara.
—Ya sé que usted no hubiera esperado tanto.
—No…
—Usted es el único a quien teme el Tartajoso; a ustedes los de la Claustra.
—Nos hemos hecho respetar.
Telesforo se levanta, aspira profundamente el humo del cigarrillo, y arroja la colilla.
—Con Dios, sobrino…
—Hasta luego.
Arranca a andar despacio; cuando llega junto al carro, suelta las riendas, da un grito y la mula se pone en marcha. En el repecho del puente anima de nuevo a la caballería, que al oírle acelera el paso y clava enérgicamente los cascos en la tierra apisonada.
La carretera sigue entre altos chopos que alternan con sauces cabezudos. A la izquierda quedan las casas del Arrabal, con techumbre de bálago las más pobres y tejas las nuevas. El carro dobla por un camino que corre entre el Arrabal y el pueblo. Alejados de las casas, se alzan unos muros de piedra con contrafuertes; son las ruinas de un antiguo convento del que sólo quedan en pie las paredes y media docena de maltrechos arcos.
Hacia la parte del río hay acampada una galera de titiriteros; se ve la ropa tendida y las mujeres que trajinan. Dos jamelgos y una cabra pastan las hierbas de la orilla.
El carro de Telesforo entra en la Claustra por un hueco lateral que se produjo antiguamente por derrumbamiento del muro.
En el interior, adosada al ángulo de Mediodía, está la vivienda, construida toscamente con piedras del edificio arruinado.
Dos perros, pequeños de talla y fieros de aspecto, salen a ladrar agresivamente a la mula. A un grito de Telesforo se acercan a él, retozan y le lamen las manos.
Arrima el carro a una de las gruesas paredes, coloca los tentemozos, y sin descargar las serijas, desunce a la caballería y le da una palmada en los lomos.
De la casa ha salido una mujer vestida de negro, desgreñada, con manos varoniles y voz áspera.
—¿Te enteraste de qué murió?
—Sí…
—Todo el pueblo lo celebra.
—Zacarías ya está labrando el haza.
—¡A buena hora! ¡El pánico que le tenían al difunto! ¡Qué hombres!
—¿Quiénes son esos de la chopera?
—Un circo.
—¿Van mujeres?
—Tres vi.
—Cuídate de la mula, voy a llegarme al pueblo.
—¿Para quién es el carbón que traes?
—Lo encargó Paulino el Indiano; mandará un criado a recogerlo.
—Al entierro vendrán forasteros; gente gorda…
—¿Son gitanos los del circo?
—No me lo parecieron.
—¿Has visto si merodean?
—Pasó uno de ellos por aquí cerca; iba compuesto, con borceguíes, visera y hasta una corbata al cuello.
—Tú vigila; no te confíes. De la puerta que no pase ninguno; si se asoman, les echas encima los perros. ¿Y Pedro por dónde anda?
—Fue a calar las redes.
Bajo los arcos hay una larga pila de piedra —un abrevadero o un sarcófago— llena hasta rebosar del agua de una cañería que mana de continuo. Telesforo se despoja de la zamarra, se remanga hasta los codos, y se frota con agua los brazos, el cuello y el rostro.
La mujer conduce la caballería hasta la cuadra, que está frontera a la casa, en un arruinado edificio que debió de ser capilla.