XIII

—¿ME AUTORIZA USTED a que apee el tratamiento y le llame Saturio a secas?

—Así me llaman todos, empezando por el señor cura, que no desaprovecha la ocasión para humillarme. La verdad es que sólo los jornaleros y alguna beata me llaman señor Saturio.

—Pues si yo le llamo Saturio a secas, no es por falta de respeto, sino por sobra de amistad, porque nada anuda tan firmemente las amistades como unos vasos bebidos en común.

Aquilino se quita la gorra y la deja sobre la mesa de pino sin pintar. Levanta la mano y hace una seña a Sancho.

—¡Eh, amigo! Traiga dos vasos más.

—Con mucho sentimiento, pero tendré que dejarle. En la iglesia estamos de limpieza; quedará como una ascua de oro. Mañana vendrá el señor Magistral, que es el ojo derecho de su Ilustrísima. También vendrán los párrocos de los alrededores y conviene ponerse a cubierto de sus críticas. Por la noche habrá una cena por todo lo alto; ésos saben vivir.

—¿Y usted irá al entierro vestido así, de paisano?

—¿A una ceremonia de tanta solemnidad? Ni lo piense. Me pongo sotana y sobrepelliz hasta cuando llevan al camposanto a un don nadie… La parroquia, que antaño fue muy rica, posee una capa pluvial para las ocasiones. Le diré que está bordada por los antiguos, idéntica a la que usan los tonsurados. Y debajo llevo mi roquete almidonado. ¡Ah, no crea! Este entierro será solemne. A mí me corresponde abrir marcha con la cruz alzada. No es por respeto a un servidor, sino al símbolo; pero, sea por lo que sea, a mi paso todo Cristo ha de descubrirse.

—No querría exagerar, pero pienso, porque me gusta cavilar, como se habrá ido dando cuenta, que, salvo el difunto, al cual hay que dejarlo aparte, usted es la figura principal en los entierros.

—Usted me halaga; mañana vendrá gente demasiado importante. El Magistral, en primer lugar, y por si fuera poco el Gobernador de la provincia…

—No es por desmerecer a nadie, pero las funciones que usted desempeña las considero capitales. Primero, lleva la cruz, que es enseña y estandarte de la Cristiandad, y segundo, custodia las llaves del panteón. Y si dice que no, pues no hay entierro que valga.

—Es cierto; no había caído en eso. Claro que ¿por qué iba a decir que no, si me pagan, aunque sea poco, por cuidarme de todo lo referente al cementerio?

—Era un decir, Saturio; era un decir, por resaltar la importancia de sus funciones.

—Lo que no me permiten es cantar en los entierros. Una historia antigua, cuestión de celos. A don Moisés ya le ocurriría otro tanto. Saben que si cantara, les empequeñezco a todos. Modestia aparte, tengo una hermosa voz de barítono…

Ante la puerta de cristales de la taberna pasa un carro cargado de ladrillos que sobresalen de los adrales. El carretero va sentado encima de la carga; sólo se le ven las piernas y los pies, calzados con abarcas.

—Saturio, como ya le tengo dicho, acampamos a extramuros, junto al río. Mañana, una vez terminada su faena, se viene usted con nosotros. Mi compañero Colibrí, ese charlatán que usted ha conocido, es hábil preparando trampas. Tenemos dos conejos de monte que, por respeto, no despacharemos hasta que el difunto yazga en tierra. De nuestra compañía de espectáculos forman parte tres mujeres, tres señoras me permitiría decir, si una de ellas no fuera soltera y sin compromiso. Ignoro si el alternar con faldas es adecuado para un hombre de iglesia como usted, pero nosotros le invitamos con la mejor voluntad.

—Soy hombre de iglesia y no lo soy; según se vea. Un servidor no ha recibido ninguna clase de órdenes. Si mantengo el celibato es debido a que don Moisés no admitía hembras ni en su casa ni en sus alrededores. Era un santo varón don Moisés, aunque si se queda aquí mucho tiempo, podría oír todo lo contrario. Habladurías, a las que, entre nosotros, no es ajeno don Humberto, su sucesor.

—Saturio, si este vino le cae bien, y observo que lo bebe con agrado, mandaré a comprar un par de azumbres, y nos metemos vino y conejo entre pecho y espalda.

—Le advierto, señor Aquilino, que me resultará imposible acudir temprano a su invitación. Terminado el sepelio tendré que ir a despojarme, por respeto, de la ropa talar. Pero en cuestión de media hora pueden contar conmigo; acepto gustoso.

—Venga cuando pueda. Prisa no tenemos, que la noche es larga, y también será mejor que oscurezca para que nadie se escandalice viéndole en un festín campestre, con señoras por añadidura.

—Sí… aquí son maliciosos y criticones de suyo; como no tienen otro trabajo… Y a mí, señor Aquilino, aunque sea soltero, o precisamente a causa de ello, me alegra la compañía de las damas.

—Aunque me esté mal el decirlo, por tratarse de la esposa de un camarada, cenará con nosotros una hembra de rechupete. La Bella Emperadora tiene por nombre de tablas; usted habrá oído sin duda hablar de ella.

—Si no se lo toman a desprecio, yo desearía invitarlos al vino, y he pensado que si esas señoras beben, mejor será que venga cargado con tres o cuatro azumbres.

—Usted es muy libre, Saturio, y el vino no ofende a nadie; conque traiga usted el que le plazca, que poco ha de quedar en el fondo de la damajuana. Los entierros me dan sed. No sé si a usted, que tiene más experiencia, le ocurrirá lo mismo.

—Lo peor es lo mucho que pesa la capa pluvial; es verdad comprobada que los antiguos eran hombres de más bríos que nosotros. Con el calor que bien se echa de ver que hará mañana, uno se cuece dentro y pierde todas las aguas de la naturaleza. Y yo me digo que, no siendo aconsejables los baños en esta estación, lo mejor es reponer los líquidos con vino.

—Da gusto hablar con usted, se le advierte agudo e instruido. Si llega a nacer en casa rica, hoy sería Magistral. ¡Cuánta injusticia en este pícaro mundo!

—Magistral no me atrevería a decir tanto, pero sochantre, desde luego que lo sería.

A la puerta de la taberna se estrechan las manos para despedirse. Mientras Saturio, a pasitos cortos y rápidos, se marcha por la calle de las Eras, Aquilino se encasqueta la gorra de cuadros y se arrima al mostrador.

—Póngame la espuela, y cuénteme lo que debo en conjunto.

El tabernero le vierte de la frasca un vaso de tinto que, al colmarse, se derrama sobre la madera dejando un círculo violáceo. Aquilino acerca los labios al borde del vaso y sorbe; luego lo coge, lo eleva a la altura de los ojos, y lo contempla al trasluz.

—Las dos primeras rondas las pagó el señor Saturio; usted debe dos reales redondos.

Aquilino apoya los codos sobre el mostrador y se echa hacia atrás la gorra para rascarse la frente. Sancho, el tabernero, comenta:

—Poca suerte tuvieron ustedes; llegaron en mala oportunidad.

—En efecto. No sabíamos de quién se trataba y me he llegado al pueblo a informarme sobre el difunto. Por respeto a una personalidad tan insigne, hemos decidido suspender las representaciones, aunque esto nos perjudica lo suyo.

—Ha de causarles quebranto no poder dar la función…

—Tenga los dos reales, y estos cinco céntimos para usted. Pero contésteme a una pregunta. ¿No le parece un poco caro? En Tobajuela, sin ir más lejos, aunque le confiese que no reparé en el tamaño de los vasos, los vendían a cinco céntimos. Y el vino era aceptable y hemos de suponer que les quedaría su margen de beneficio.

—Los vasos míos son mayores, pero además, lo que en este pueblo sucede va a comprenderlo en seguida. Esa sanguijuela de la plaza, un tendero a quien llaman el tío Vivo, es también almacenista. El difunto no permitía que se estableciera otro, pues todo el vino que se despacha es de su cosecha. Una noche que yo regresaba de Santa Marta, adonde había ido a comprar una cuba y la llevaba cargada en el carro, al pasar por la Cañada, a cosa de media legua de aquí, a bocajarro desde detrás de unas matas, ¡zas, zas!, me sueltan dos disparos. Oí que cargaban de nuevo la escopeta y salí corriendo. Las postas me pasaron rozando esta oreja. Alguien salió del matorral y, bien con la culata, bien con una estaca, le arreó al caballo tan fuerte golpe en los lomos, que le hizo unas mataduras que tardaron tres semanas en curarle. Aunque la noche estaba oscura, vi como el animal salía despavorido, al galope; pero al tío de la escopeta ni pude reconocerle. Dando un rodeo llegué a casa al amanecer. Allí estaba el carro parado ante la puerta; el caballo llevaba más sangre en los lomos que vino le quedaba en la cuba.

—¡Su padre!

—Comprenderá que nunca volví a comprar vino en Santa Marta. Y el tío Vivo nos pone el precio que le da la gana, o que le mandan.

—¿Y usted no sabe quién le disparó?

—De eso mejor no hablar; algún día me las pagará.

—¿Y por qué no presentó una denuncia a la Guardia Civil?

—Aquí no hay Guardia Civil; y aquí no hay denuncias que valgan.

—Luego dirán que hay libertad en nuestro país. ¡Cochinos! Un corazón justiciero como el mío se indigna ante semejante ignominia. Sancho, cuente usted con mi brazo mientras yo permanezca en este pueblo. Aquilino me llamo, y como artista que soy me conocen en toda España; nadie se atreverá a tocarme el pelo de la ropa.

Da un tirón de la visera y la gorra se le ladea. Después de estrechar la mano al tabernero, sale de la taberna, y con las manos metidas en los bolsillos se marcha hacia el campamento.