EL LECHO DE CAOBA, inmenso como un navío, tiene esculpidas en la cabecera media docena de golondrinas con las alas desplegadas. Cuatro blandones encendidos señalan los cuatro puntos cardinales de este universo mortuorio. Cuando por as puertas entra un soplo de aire, las llamas se agitan meneando las luces y las sombras; y el bando de golondrinas de caoba se lanza a un vuelo de pocos centímetros.
Están arrodillados en dos reclinatorios colocados a cierta distancia de la cama.
—Date cuenta, Isabelita, en qué vienen a parar las terquedades, las injusticias. Tú y yo estamos juntos, y él no puede decir ni pío. ¿No hubiera sido preferible que, reconociendo nuestro derecho a querernos, hubiese aceptado mi presencia en esta casa? ¡Anda que si pudiera verme a tu lado, en su propia alcoba, cómo rabiaría!
—No hables así, ¡por Dios! No es piadoso. Aún me parece que te pudiera oír.
—¿Oír? Ni aunque dispararan un cañón lo oiría.
—¿No podrías callarte y rezar un padrenuestro?
—Si tú me lo pides, rezo lo que sea.
Los dedos, engarfiados unos sobre otros, se apoyan sobre el embozo bordado de la sábana. Con las cuentas de un rosario le han enlazado ambas manos. El dedo anular izquierdo parece inflamado a causa de un anillo de oro, con un gran solitario, que lo aprieta.
—¿Qué es eso, Isabelita? ¿Un brillante de verdad?
—Siempre lo llevaba puesto; hace años que no podía quitárselo.
—Pero debe valer una fortuna… No iréis a permitir…
—Pablito y el Lebrel han intentado sacárselo con agua jabonosa, y no lo han conseguido. Me parece horrible, pero creo haber oído que mi hermano mandaba al Lebrel a buscar una herramienta para cortar el anillo.
—¿Y qué, también se quedará con él Pablito?
—Sí… probablemente… Pero las joyas de la pobre mamá son todas para mí. Menos algunas que me temo que hayan desaparecido. Ahora las he encerrado en el cofre y lo he guardado bajo llave en mi cómoda. Lo que más me angustia es pensar adónde irán a parar las que no encuentro. Pablito carece de temor de Dios…
—En esta casa faltaba un hombre. Si tu padre no se hubiera opuesto a nuestra boda, todo andaría ahora más derecho. Empezaba a chochear el pobre.
—No lo creas, Daniel.
Isabel hunde la cabeza entre los hombros y se cubre el rostro con las manos. A Daniel se le dilatan las ventanas de la nariz y hace una mueca de repugnancia.
—Aquí apesta, vidita; yo me salgo a la sala. Por complacerte he hecho el paripé…
—¡Por Dios te lo pido, no hables así!
Mientras Isabelita se entrega a la oración, Daniel a grandes pasos recorre la sala. Saca la petaca del bolsillo y lía un cigarrillo. Inspecciona los cuadros, las cortinas, los jarrones, las consolas, la tapicería de las butacas. Arroja la ceniza al suelo y escupe en un rincón; al pasar ante la puerta de la alcoba mira hacia dentro y sus ojos vagabundean un instante.
Oye aproximarse el taconeo de la prima Luisa, que esta mañana ha llegado de la capital. La prima Luisa huele bien. Al pasar, apenas le dirige una leve inclinación de cabeza; es muy orgullosa. Se ha presentado en la Casa con su madre, la tía Amadora, hermana del difunto. En el pueblo se comenta que cuando Amadora enviudó, se hallaba tan apretada de dinero, que tuvo que venderle al difunto toda su hacienda, sobre la cual pesaban diversas hipotecas. Las distintas propiedades valían unos treinta mil duros, pero no consiguió que le pagara más de diez mil. Ahora han venido confiando que en el testamento habrá reparado el expolio. ¡Que lo esperen sentadas! Según parece, ni siquiera las nombra; cuando asistan a la lectura del testamento van a sustituir los rezos por maldiciones.
Las mujeres de la capital saben vestirse y huelen bien. Isabel es una pueblerina; debería perfumarse como su prima. Una vez casados podrían trasladarse a la ciudad, o a Madrid; si se quedan en el pueblo van a pudrirse. Con lo que Isabel va a heredar, a menos que no haya exagerado, pueden vivir a lo grande. Sólo la renta de Los Corrales, con lo que dan cada año las yuntas que llevan a las ferias, no bajará de los dos mil duros…
Isabelita cuchichea con la prima Luisa. Luego se santigua, se levanta, hace una genuflexión y sale de la alcoba a reunirse con él.
—¡Qué bien huele tu prima!
—Es una falta de educación; la mujer de luto no debe perfumarse.
—¡Arrea! De eso sí que no estaba enterado…
De pronto, Isabelita rompe a llorar y se apoya en su hombro. Daniel la abraza y le acaricia el cabello.
—Serénate; estás nerviosa, te va a dar un mareo. ¿Quieres que entre en la alcoba y abra un poco el balcón? También abriré el de la sala. Esto hiede, y una rendija de aire despejaría la atmósfera.
—Ya nos lo advirtió Escorihuela. ¡Qué horrible enfermedad la septicemia! Hemos hecho cuanto hemos podido. Escorihuela supone que el doctor Barbudo estaría ausente de la ciudad; de otra manera se hubiera apresurado a acudir a la llamada.
—Quizás el doctor Barbudo, que en opinión de todos es una eminencia, le hubiese salvado… A mi madre, cuando era joven, la arrancó de las mismas garras de la muerte. La daban por desahuciada, y se avisó al doctor Barbudo…
—Escorihuela me ha dicho que las septicemias como ésta no tienen remedio. El pobre papá era además un poco diabético.
—¡Ah! Si era diabético, me callo. Mi madre, gracias a Dios, disfrutaba entonces de muy buena salud.
—En el tocador hemos dejado retirados los específicos, las medicinas, las inyecciones. No se ahorró lo más mínimo. Escorihuela, que es de mucho fundamento, ha prohibido que se toquen los frascos, las pastillas, ni nada de lo que recetó. Está muy afectado.
—Mientras no nos lo cambien ahora…, porque, como buen médico, hay que reconocer que lo es.
—Y con nosotros se ha portado como un santo. Desde que empezó la gravedad no se ha movido de la cabecera. Dio orden a su mujer de que no le molestaran, fuera para lo que fuera. Y nos advirtió que nosotros no dejáramos pasar de la puerta a quienquiera que preguntara por él. Me ha contado el hortelano que se presentaron varios: «Mire usted que mi hijo se nos va…», «Por Dios, avise al doctor, que mi madre está muy débil…», «Dígale que en un cuarto de hora habrá terminado, que sólo le llamamos para nuestra tranquilidad». El hortelano les contestaba: «Les han informado mal. Don Gabriel está en la ciudad; ha ido a buscar remedios para el señor, y no regresará hasta la noche». Llegaron a ofrecerle dinero por pasar el recado, y el hortelano se negó a aceptarlo. Por lo menos así nos lo ha contado él mismo. Escorihuela se ha portado con nosotros como un verdadero ángel.
Andando de puntillas y avanzando la mandíbula inferior, el Lebrel, que viste un traje negro que perteneció a su señor, se acerca a ellos.
—El señorito Cristóbal acaba de llegar.
—¡Pobrecillo, tantos meses sin ver a papá, y encontrárselo de cuerpo presente!
—El señorito Cristóbal está en el despacho, encerrado con don Onofre. Se ha presentado acompañado de don Ceferino, el procurador.
—¡No quiero a ese hombre en mi casa! Es un insulto a la memoria de papá; peor enemigo no lo tuvo…
—¡Cálmate, Isabelita! Por tu bien; has de procurar ser fuerte. Esta tarde hasta don Froilán vendrá al velorio. No vayas a dar un espectáculo.
—Mientras estuvo vivo, temblaban ante él; ahora acuden aquí como los cuervos.
—Resignación, vidita, no olvides que eres mujer. Yo me encargaré de pararles los pies. En este pueblo creen que se va a perder el respeto a la autoridad, pero te digo que andan muy equivocados. Yo mismo me voy a encargar de hacerlos entrar en vereda.
—¡Y mi propio hermano llega, y antes de subir a rezar un padrenuestro ante su padre, de cuerpo presente, se encierra a discutir y a tramar enredos con esos intrigantes…!
—Tú lo has dicho; son como cuervos sobrevolando la carroña. ¿Qué como cuervos? ¡Como buitres!
El Lebrel inicia la retirada caminando de nuevo de puntillas. Al oír la llamada imperiosa de Daniel, se detiene.
—¡Tú, Lebrel! ¿Adónde vas? ¡A ver si en esta casa, cada cual se cree que le está permitido hacer su real gana! Entra en la alcoba y abre un poco el balcón; que corra el aire. Y cubres la rendija con las cortinas, que no se vea abierto del exterior. Y aquí, en la sala, haces lo mismo. Estas habitaciones, de estar tan cerradas, apestan.