LA HIJA DEL SOLDADO les ha dispuesto la mesa junto a la ventana. Entra un sol alegre que se refleja en los cubiertos, en los vasos y en las vinagreras. Don Eloy despliega la servilleta, e introduce una de las puntas entre dos botones del chaleco, para sujetarla.
—Me parece que aquí vamos a comer a gusto. No es que en la Casa le traten a uno mal, pero yo, siempre que puedo, me escapo. He mandado recado a media mañana a la mujer del Soldado, que es una excelente cocinera como usted mismo va a comprobar.
La muchacha, que lleva un delantal blanco, viene hacia la mesa con una sopera humeante colocada sobre una bandeja.
Don Fernando se retira ligeramente hacia atrás y examina a la muchacha sin disimulo.
—¿Sopa? No, hija, no. Prefiero empezar con las perdices; vayamos al grano sin rodeos.
—Es muy buena, de cocido… —dice tímidamente la hija del Soldado.
—Bien, pequeña; a mí me sirves medio plato. Y tráete en seguida las perdices, si es que están hechas; no le hagas esperar al señor notario.
El vino, atravesado por la luz, presenta un color rojo encendido. Vacían las copas. Don Eloy chasca la lengua.
—Buen vino, ¿eh, don Fernando?
—No está mal…
Don Eloy se mantiene muy tieso; con disimulo se suelta la pretina. Vuelve a llenar las copas, y levemente inclinado sobre el plato despacha la sopa con rápidas cucharadas.
—Con franqueza, ¿qué le parece a usted don Pablito?
—Un majadero, o si lo prefiere, un chirivía.
—Esto no tiene remedio; el castillo de naipes se derrumba.
—Óigame, Eloy; aunque ese botarate se quedara a vivir en el pueblo, nadie le acataría. Además, entre nosotros, la hacienda queda más repartida de lo que por ahí suponen.
—Pues yo le diré algo peor. Muchos tinglados van a venirse abajo. Por de pronto, el pleito ese del haza de la Higuera. ¿Ha oído lo que decía el memo de Pablito? «Al Mamporrero ya le arreglaré yo las cuentas». Nada arreglará. Y conmigo que no cuente demasiado. Tan pronto como tropiece con Ceferino, le diré que tire por donde quiera, que yo no me opongo más. Don Fernando, créame, el navío hace agua, y hay que salvarse.
—Sospecho que Onofre es de los que se han aprovechado. El viejo le tenía confianza, y él, a la chita callando, ha ido haciendo su pacotilla. Ayer, don Pablito quería poner las cuentas en claro… Sí, cuentas. Onofre las presenta de tal manera embarulladas, que ni cinco tenedores de libros las descifrarán. En resumen, el dinero en metálico no se ha encontrado. Onofre asegura que hace quince días, tres antes de que cayera enfermo, le entregó al viejo cinco mil duros. Le propuso a Pablito que se lo fuesen a preguntar si dudaba; pero Onofre sabía que era como si le preguntasen a una pared.
—Esto se derrumba…
—Mire, Eloy, don Gabriel vendrá a tomar café con nosotros. Le voy a explicar a usted para qué le he invitado. No hace falta que le advierta que no le llega la camisa al cuerpo; Escorihuela consiguió la plaza gracias al difunto. Y luego se vio envuelto en el lío del hombre aquel que encontraron atado a un árbol, y que se rumoreó…
—Un tal Poncio; la causa fue sobreseída…
—Sea como sea, don Gabriel está temblando de miedo. El hijo del alcalde ha terminado la carrera, y el padre está empeñado en traérselo; mientras el viejo estuvo vivo, se opuso, pero mañana mismo, a la hora del entierro, empezarán las intrigas…
La hija del Soldado pone delante de cada uno de ellos un plato con una perdiz acompañada de cebollas, patatas y pimientos.
—¡Qué bien huele esto! Siga, siga, don Fernando, que le escucho.
—Ayer, por casualidad, averigüé que Escorihuela está en bastante buenas relaciones con don Froilán. Cuando le sobrevino la desgracia a la hija, hicieron las paces; la pequeña salvó la pierna gracias a la intervención de don Gabriel. Me he enterado de que no se tratan mucho, ni se visitan ni nada; pero desde entonces, cuando hay un enfermo en la familia de don Froilán, ya no mandan a buscar un médico forastero.
—¿Un poco más de vino? Está muy bueno esto…
—Excelentes perdices…
—Para después nos han preparado una pierna de carnero.
—¿Qué le parece, Eloy, si fuéramos, como quien no quiere la cosa, a hacer una visita a don Froilán? Acompañados de don Gabriel, naturalmente.
—¿Y si se enteran en la Casa?
—Nosotros somos libres de visitar a quien nos plazca.
—¿Y usted cree que nos recibirá bien?
—Naturalmente. Yo tengo aquí buenos clientes; casi todos los labradores acomodados solicitan mi consejo. Usted es persona influyente en la provincia y conoce bien los problemas del pueblo, y sus triquiñuelas inclusive. A usted le apoyan los comerciantes, está en buena relación con don Indalecio, el de la fábrica de electricidad, con el de la serrería… Y con Daniel el de la Viuda, ¿qué tal anda usted?
—Me parece un mamarracho, pero he sido yo mismo quien esta mañana ha convencido a Isabel para que le hiciera llamar a la Casa. No puede usted figurarse; se ha presentado hecho un gallito, imponiéndose; y hasta hoy ni de lejos osaba acercarse, ni ver a la chica.
—Pues convendrá contar con él de ahora en adelante, porque el braguetazo ya es seguro. Además de lo que usted sabe, les ha dejado Los Corrales, con toda la yeguada y los garañones…
—¡Ah! ¡Caray! A última hora ha sabido maniobrar con provecho.
—Aquí el que no corre, vuela.
—¿Qué, don Fernando, le atacamos a la pata de carnero?
—Muchacha, con una cocinera como tu madre, y una camarera tan linda como tú, era capaz de quedarme a vivir aquí para siempre.
—No bromee, señor notario…
La mirada que le ha lanzado don Fernando y el tono con que la frase ha sido pronunciada, han hecho ruborizarse a la hija del Soldado, que se retira con los platos repletos de salsa coagulada y de huesos mondos.
—Un poco arisca parece. ¿No, Eloy?
—Pero buena moza, ¿eh? No sé cómo andará de novio. Es de las que uno conoce desde que nacieron, nos creemos que siempre van a quedarse en niñas, y de pronto, un día, te fijas en el cuerpo que han echado y te caes de espaldas.
—Habría que proponer al Soldado que sirviera comidas con derecho a siesta… Aunque tuviera que cobrar un poco caro, ¡diablo! Se haría millonario.
—Le advierto a usted, don Fernando, que si fuera por él, con tal de ganar unos duros…
—Casi todas las tierras que están por la parte del Cabezo ya le pertenecen. Compra y compra el muy ladino.
—Las lleva en arriendo uno a quien llaman Celso, un bendito de Dios, trabajador como él solo.
—No está mal la pierna ésta; en su punto, ni dura, ni tampoco demasiado blanda.
—Como usted observará, aquí comemos bien…
—Pero usted, Eloy, no es de aquí.
—En cierta medida. Mis padres nacieron en este pueblo. Por eso, aunque me esté mal el decirlo, gozo de tanto prestigio.
—Usted, si maniobra con habilidad, puede convertirse en un puntal imprescindible para don Froilán. Hay dos cosas evidentes; este pueblo no puede quedar abandonado a la buena de Dios. Los de la capital, incluso los de Madrid, querrán contar aquí con una mano firme. Otra cosa evidente: don Pablito no sirve, y menos si nosotros le damos de lado. Y aún añadiría una tercera evidencia: el Alcalde, que parece que tiene aspiraciones, es demasiado codicioso, asoma la oreja. Y no es bastante inteligente.
—No hará nada, no conseguirá apoyos; carece de tacto. Esta mañana, antes de que la noticia fuese oficial, ha salido a caballo con un criado por las trochas para alcanzar el tren. Verá como se nos presenta acompañando al Gobernador; es un pelotillero.
—Muchacha, ¿puedes traernos otra botellita? Se deja beber este caldo…
—¿Y sabe el motivo de tanta prisa? Usted debe de conocer a Nicasio Zabala, un forastero que se encarga de las obras de la carretera… es decir, de todas las contratas, sean provinciales o municipales, no sólo en el término, sino en Tobajuela, Peciña, donde convenga. Entre nosotros: es un testaferro del difunto, pero sumamente hábil.
—Pues ahora, así de pronto, no caigo en quién se trata…
—Viste a lo labrador; es alto él, moreno… Aquel que tuvo el lío cuando el suministro de traviesas para la vía. Sin ánimo de alabarme fui yo quien le saqué del atolladero con un poco de mano izquierda y manejando algunas influencias, claro.
—Ya caigo ahora; parece un patán…
—Pues ocurre que, apoyado por el difunto, acababan de encomendarle las obras de la carretera general, entre el puente y el apeadero. Más de veinte kilómetros, y la contrata asciende a bastantes miles de duros. Parece que concurrieron otros presupuestos más económicos que el suyo, pero el difunto cortó por lo sano; los hizo romper, y a otra cosa. Hubo una reclamación, y quedó detenida antes de llegar al Ministerio. El que más interés demostraba es un sobrino del Alcalde, pero no se arriesgaba a obrar de frente. De aquí que en cuanto se ha informado de que el viejo había rendido el alma, salió al tronco por los atajos sin perder un minuto.
—¿Y esas contratas son remuneradoras?
—Contando con que hay que aflojar la mosca a todo quisque, y ahí está lo peor, de cada mil duros, con suerte y habilidad, quedan limpios unos trescientos y de ahí para arriba. Hay demasiada granujería por medio, demasiadas manos que untar…
—Pues si usted le conoce a ese Zabala, háblele. A él le conviene más que a nadie ponerse a bien con don Froilán; si no, se le acaba el momio. Y el Alcalde ha de cometer alguna equivocación que le indisponga con don Froilán. Yo apostaría a favor de ese Zabala. Aunque bien mirado, y no es que pretenda dármelas de puritano, me parece un abuso lo que me cuenta usted de las obras públicas. Porque ¿cuánto calcula que del dinero que desembolsa el Estado, es decir, los contribuyentes, va a parar de verdad a la carretera?
—Pongamos, cuatrocientos duros de cada mil…
—¿Y no podríamos reunimos unas cuantas personas influyentes de la provincia, y procurar poner coto a esas demasías? Porque uno ya se hace cargo de que el Mundo es como es, pero tendrían que conformarse con algo menos. Luego ocurre que no hay quien transite por las carreteras.
—Me agrada oírle hablar así, don Fernando, me resulta halagüeño que seamos de idéntica opinión. Sólo que, por el momento, hasta que sepamos hacia dónde apunta don Froilán, ni a usted ni a mí nos conviene ponerle el cascabel al gato.
—Pequeña, trae un poco de fruta variada, y queso si tenéis alguno curadito.
—Y sírvenos arrope del que prepara tu madre, que el señor notario se va a chupar los dedos. Y luego los cafés y unas copitas de aguardiente de guindas, es decir, nos dejas acá la botella por si nos tienta repetir.
—Amigo Eloy, el aguardiente ni lo pruebo; ante todo la sobriedad. Pero usted no se prive, si lo bebe de costumbre.
—Fume este cigarro; tiene un aroma inconfundible, es de Vuelta Abajo.
—Ve usted, un cigarro con el café, un buen cigarro, se entiende, eso sí que me cae a gusto. Gracias.
—Se me había olvidado… ¿No esperamos al doctor Escorihuela?
—Cuando terminemos los postres, que nos sirvan los cafés. Si él se retrasa, pues tomamos otro café, que eso sí que no perjudica. Y usted, Eloy, sin compromiso, si le apetece el aguardiente de guindas, se sirve también otra copa. Y aquí paz y después gloria.