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VAYA, VAYA; esto va tomando forma…

El tío Raposo retrocede unos pasos para contemplar mejor el efecto. Ha clavado las tablas, y ahora, después de encoladas, están sujetas por unas clavijas.

—Sólo le falta la tapa; ahí tenemos que echar el resto. Cuando llegue la Rosita no tendrá que esperar ni un minuto. Raso de la mejor calidad, de ese color tan fino que parece marfil, festoneado con esta preciosidad que me han mandado de la Casa. Acabará por dar gusto meterse dentro.

—Si usted quiere yo lo estreno; no tengo aprensiones.

El Voluntario se aplica a pulimentar los extremos de unas molduras que hay que adaptar a la medida de la tapa.

—Tú, Zenón, ¿sabes a qué hora regresará de la ciudad el auto de la Casa? Hasta que llegue no podemos rematar el prodigio. Nos trae los detalles; y cuatro asas plateadas con sus correspondientes adornos.

Zenón está sentado en un escalón cubierto de serrín, de virutas y de pequeños tacos de madera. Fuma en una pipa quemada por los bordes, que se le apaga con frecuencia y le hace toser.

—Vosotros parecéis muy alegres, pero ¿qué va a ser ahora de mí? Cincuenta años llevo sirviendo en la Casa; desde que me licenciaron. Y ahora ¿quién sabe si me deja o no algún legado? Nadie me hace caso; he interrogado al señor notario, que es quien lo sabrá mejor, he ido preguntando a don Pablito, a don Eloy, a la señorita Isabel. Ni me contestan. «Quita de ahí, Zenón», o me envían al otro extremo del pueblo con algún encargo. Desde que ha amanecido, no he hecho otra cosa que ir y venir como un cuitado. Y menos mal que por traer aquí este crucifijo y los entredoses, puedo quedarme a descansar con vosotros, que por lo menos sois personas.

—Un trago ya echarás, Zenón, que aunque haya muerto el amo, un trago de vino no será irreverencia.

—Trae acá, que esta pipa me deja el gaznate más seco que no sé para qué fumo tanto a mis años…

Agarra con ambas manos la embocadura de la jarra y echa hacia atrás la cabeza entornando los ojos. El vino forma pequeños regueros cárdenos sobre el mentón cubierto de barba gris mal afeitada y luego resbala por el cuello abajo.

—Zenón, Zenón… El Raposo te dijo un trago, y lo que le estás atizando a la jarra es trago y medio por lo menos.

—Así es, pero desde la mañana no lo había catado, salvo un vasito que bebí yendo al cementerio, al pasar por delante de Sancho.

—Éste es del tío Vivo.

—No me lo digas, que bien se le conoce.

—¿Será cierto —pregunta el Voluntario— que a Rosita le ha dejado en el testamento la renta de los molinos? ¿Has oído comentar algo en la Casa?

—Oír, oír, oigo muchas cosas; no se discute más que de la herencia. Yo no puedo hablar de la señorita Rosita; lo tengo jurado, y no me arrancaréis palabra.

—Cuando regresé al pueblo, se murmuraba que no era verdad que la casilla de la entrada del parque la hubiera arreglado para ti, Zenón, sino para que el viejo se refocilara con la Rosita. Eso lo decían todos.

—¡Voluntario! Lo que pretendes es tirarme de la lengua… ¡os conozco, pillastrones! Yo no sé nada; lo que pasó, pasó. Pero sí querría que a la hora de testar, se hubiese acordado de este pobre viejo que le sirvió cincuenta años de su vida.

—Aunque te quedaras sin legado, bien seguirás en la Casa.

—¿Lo sabes tú, Raposo? Pues yo tampoco. Ni nadie. Allá todo es barullo y desconcierto. De don Pablito ¿qué os tengo que decir que ignoréis? El otro, don Cristóbal, es un badulaque; vendrá por los cuartos, asistirá al gorigori, y si te he visto no me acuerdo. En cuanto a la señorita Isabel, que es la única que me parecía tener seso… no hago bien en contarlo, pero sospecho que va a casarse…

—No me lo digas, como si lo viera; con el hijo de la Viuda…

—Que conste que yo no he soltado prenda…

—Pero todos sabemos que tonteó con ella. Ése va a dar el braguetazo. No se decidirá en firme hasta después de leído el testamento. ¡Buen pájaro está hecho ese señorito de pan pringado!

—Voluntario, cualquiera diría que le tienes mala ley…

—No me es simpático; era de mi quinta.

Un ataque de tos provocado por el humo del tabaco, impide a Zenón comenzar la frase. Se congestiona, escupe dos veces, y cuando se repone, carraspea y se pone a hablar.

—Si todos se marchan de aquí, si todos abandonan la Casa, quedarán en ella el Lebrel y Martina, y si acaso el hortelano; es decir, la gente joven. A Zenón ya no le necesitan, ya le exprimieron los jugos. Cincuenta años de trabajar sin descanso, además de otros servicios que por decencia me callo. A Zenón le hicieron bailar al son de todas las músicas.

—No entiendo lo que quieres significar…

—De sobra lo entiendes, Raposo, que tú eres muy largo; lo que te propones es tirarme de la lengua. Yo no digo nada; sólo que no me casé porque, de haber tenido mujer, ya sabía lo que me tocaba. El difunto no respetaba ley ni moral. Pero Zenón, que no tenía madera de cornudo, se quedó soltero… Y ahora, a la vez, no hay nadie que me cuide. ¡Ya veis si soy desgraciado! Hace años me prometió que iba a regalarme la casa del Manco y su viña. Con eso y con una docena de ovejas, ya me consideraba rico. Como no se haya acordado en el testamento de este pobre viejo, no sé qué voy a hacer. En cierta ocasión en que le recordé su promesa, me replicó, y aún dudo si fue en serio o en broma: «Mira, Zenón, no me des más la lata. En la capital hay un asilo muy acomodado; yo soy uno de sus protectores, le he hecho generosas limosnas. Allí no ha de faltarte nada; con una carta mía a la madre superiora, seguro que te admiten». Y hoy, ni una mala carta a la madre superiora es capaz de escribir, que así es la vida.

—Así es la muerte, querrás decir.

El Raposo se ríe de su propia gracia y bebe un trago de la jarra.

Cándido llega de la calle con un paquete en la mano. El tío Raposo lo abre; son puntas finas, de cabeza invisible.

—Vaya, Cándido, se ve que hoy no tenemos prisa. Ni que la ferretería estuviera más lejos que la estación del ferrocarril.

—Es que todos me preguntan. Quieren venir a ver el féretro; les he explicado que es el mejor que jamás se hizo en este pueblo. Creo que ni había nacido cuando murió don Moisés, pero voy diciendo que éste será superior y que le pondremos un crucifijo de plata de moneda.

—¿Y qué se cuenta por ahí, Cándido?

—Que el hijo de la Viuda, todo él enlutado y hecho un brazo de mar, ha entrado por fin en la Casa.

—De eso, rapaz —interrumpe el viejo— podría hablar con más autoridad que cualquiera. El recado de la señorita Isabel yo mismo lo pasé a Simón…

—Y dicen que les han sorprendido morreándose; lo ha contado la criada aquella que cojea, no Martina, la otra más fea.

—Venancia, la prima de Julián de la Dominga es a quien tú te refieres. Pero no es coja del todo, rapaz, ya querrías tú un par de piernas como las suyas.

El Voluntario, que se saca de la boca los clavos uno a uno, a medida que los va necesitando, se queda un instante con el martillo suspendido en el aire. Menea la cabeza desaprobadoramente, y se saca todas las puntas de golpe para poder hablar mejor.

—Morrearse, con el padre allí, de cuerpo presente. ¡Nunca oí cosa igual!

—Voluntario, que proteste yo, que no puedo aguantarme los pedos, pase. Pero tú tendrías que estar de parte del mocerío. Fue malo con ellos el condenado difunto. A la señorita Isabel la amenazó con desheredarla y con meterla en un convento.

—Eso era antiguamente —dice el Raposo—. Ahora, si una mujer no quiere, no la mete monja ni Dios…

—Silencio, que de eso sé yo más que vosotros. Tenía mucho poder mi señor, más del que os imagináis. Si me decidiera a hablar, se os pondría la carne de gallina…

—Para morrearse podrían por lo menos esperar a que estuviera bajo tierra. Si han esperado tanto tiempo, por un día más no les ardería la ropa.

—La juventud tiene prisa, lo atropella todo. Ahora que ha muerto, ya puedo contarlo sin temor; yo llevaba las cartas de la señorita a Simón, y el ciego las entregaba al señorito Daniel.

—Lo que me parece es que tú te has pasado la vida en alcahueterías.

—Escúchame, Raposo, no me hables así, y menos delante de un rapaz como Cándido, que podría perder el respeto a las canas. He de haceros presente que la señorita mucho me rogó antes que yo consintiera, porque al amo le he tenido siempre miedo, pero a la señorita la vi nacer y le guardo cariño. Todo se cumplía con recato y sigilo Cada carta me la recompensaba con una peseta, y desgraciadamente no fueron muchas, que yo bien hubiera querido una correspondencia más seguida.

—Muchacho, dale otra mano con la muñequilla, aún no brillan bastante esas tablas. ¿Qué me dices, Zenón? Tu amo va a hacer un cómodo viaje, en vagón de primera, ¿eh?

—Siempre le atrajo el regalo; es justo que ahora no se lo regateen. Y oye, Raposo, ¿de quién fue la idea de que viniera la señorita Rosita a acomodarle los forros?

—La señorita Isabel lo dijo: ella lo mandó…

—¡Tiene gracia la vida!

—La muerte, Zenón, la muerte…

—Bien, lo mismo dará. Me voy para la Casa; trataré de que en la cocina me echen algo para masticar, que hoy anda todo patas arriba. Si a esta hora no meto algo en la barriga, desfallezco. Cuanto más viejo es uno, más la gazuza le aqueja.

Antes de llegar a la puerta se detiene a encender la pipa. Mientras la enciende, se vuelve a mirar el ataúd.

—Decidle de mi parte a la señorita Rosita, que lo prepare cómodo, y que le ponga un cabezal blando; para algo es modista. ¡La muy zorra! ¡Si yo me decidiera a hablar!