IX

EL DESPACHO ESTÁ INSTALADO en una sala amplia de elevado techo. De una de las vigas pintadas de negro cuelga una pesada lámpara de bronce sobredorado. En las estanterías se amontonan libros y legados, y una colección completa, encuadernada en rojo, de La Ilustración Española y Americana. De las paredes penden cuadros que han ido oscureciéndose con el tiempo.

Don Pablito está sentado en el sillón, con los codos apoyados sobre la mesa. Frente a él, con las piernas cruzadas y el cuerpo echado hacia atrás a causa de su voluminoso vientre, don Eloy fuma un veguero. Don Fernando, notario de la familia residente en la villa cabeza de partido y que hace tres días fue requerido por el moribundo, tiene ante sí una humeante taza de café.

—No puedo darle más detalles, don Pablo, y menos si se pone usted en ese plan. Aquí, cada cual ha cumplido con su deber…

Interviene don Eloy en tono conciliador.

—Pero, don Fernando, hágase cargo… lo que Pablito quería decir no se lo puede usted tomar a mal.

Busca un cenicero sobre la mesa; no hay ninguno porque el difunto no fumaba ni toleraba que nadie fumase en su presencia. Sacude la ceniza sobre la alfombra y continúa fumando.

Don Pablito levanta las dos manos, arquea las cejas, y golpea con energía sobre la mesa.

—Era un putero, y lo ha continuado siendo hasta el último estertor. ¡Y esa zorrona se me lleva por lo menos mil duros cada año!

—Lo que renten los molinos. Yo, en cantidades, ni entro ni salgo.

—Puede que no ascienda a tanto, Pablito, mil duros son muchos duros.

—No sé… Pero si eso lo dispuso anteayer, es evidente que chocheaba.

—Su señor padre estaba en sus perfectos cabales; tuve un cambio de impresiones con don Gabriel.

—¿No me dicen que fue después de haberse confesado? ¿Cómo podía dejarle a esa mujerzuela una renta anual de mil duros, quitándoselos a sus hijos?

—Pablito: el hecho puede interpretarse como una reparación. Tu padre era un caballero. La pobre Rosita no se casó a su tiempo, y tu difunto padre, en vida, no se mostró con ella muy generoso que digamos.

—Me las pagará esa desvergonzada: la haré la vida imposible.

—Temo, don Pablito, que me he excedido por condescendencia; he sido indiscreto revelándole este pequeño secreto. Quiero advertirle que hay otros legados, prefiero que la noticia no le coja de sorpresa…

—¡Estamos aviados!

—Pablito, creo que debes calmarte y descansar un rato; dormir te hará bien. Toma la píldora que te ha dado don Gabriel. Hacia media tarde comenzará a presentarse aquí todo el mundo; te conviene estar sosegado. Don Fernando y yo nos iremos ahora a comer a la fonda… Lo siento, pero ayer no cenamos y tenemos desfallecimiento, apetito, vamos.

—¿Por qué no se quedan a comer en casa?

—Pablito, no puede ser, no sería correcto…

—Es cierto, se me había olvidado… Voy a llamar a don Onofre para preguntarle cuánto rentan exactamente los molinos. Cada vez que lo recuerdo se me llevan los diablos. ¡El viejo putero!

—Descanse ahora. ¡Qué más da! No es grano de anís lo que le queda a usted, se lo puedo garantizar.

—Voy a descansar un rato. ¡Qué lata se me prepara! Y dice usted, don Eloy, que vendrá el Gobernador…

—Sí, llegará mañana en el último momento y se marchará pronto. Más es de temer el Magistral, que traerá la representación del señor Obispo. Ése sí que no perdona la cena, y exige ser tratado a cuerpo de rey…

—¡Qué horror! Además de la desgracia, encima, eso; aguantarlos a todos, las mismas palabras, los mismos gestos…

—Y prepárese, ¿sabe quién vendrá al entierro, y seguramente se presentará a darle el pésame? ¡Don Froilán!

—¿Está seguro, Eloy? Me deja patidifuso.

—Claro que sí, don Fernando. Lo sé de buena tinta.

El notario tamborea sobre la mesa, baja los ojos, se ajusta el alfiler de la corbata, y dice con voz solemne:

—Las enemistades terminan al borde de la tumba. Ante la muerte, los enemigos deben reconciliarse.

Don Pablito les mira con expresión de desvalimiento.

—Y yo ¿qué cara le pongo?

—La misma que a los demás. Te compones una actitud grave, y déjales hablar.

—Don Froilán es un Judas.

—Escuche, don Pablito, no hay que exagerar hasta ese extremo. Y bien sabe Dios que don Froilán no es santo de mi devoción. Es decir, apenas le tengo tratado; él ha recurrido siempre a mi ilustre colega de la capital.

—Yo le sacudí un buen palo cuando el pleito de las aguas. No a él, aunque fue él quien pagó las consecuencias del fracaso de «mi ilustre colega de la capital», como usted dice. Me refiero al papamoscas de Ceferino, que se cree más avispado que los demás.

El humo del cigarro flota sobre la mesa con un ligero vaivén. Las ventanas permanecen cerradas y hace calor. Don Pablito se ha quedado pensativo. Se pasa la mano por la cabeza y se alisa los bigotes acariciándoselos con los dedos índices.

—¿Y «Los Corrales», con sus garañones, sus yeguas, sus muletos y sus prados? ¿No me quiere decir a quién van a parar?

—Ten paciencia; todo lo sabrás en seguida. Tú eres el primogénito. Aunque no coincidíais en el carácter, y perdona que recuerde que te ha fallado la mano izquierda, has sido siempre el preferido. Te aconsejé repetidamente que buscaras mujer; si llegas a estar casado, si le hubieses dado nietos, seguro que todo queda para ti.

—Yo no hablo, prefiero guardar silencio. A su hora se sabrá, todo. Me he excedido por complacerle, y el resultado ha sido contraproducente.

Don Pablito se quita el cuello y la corbata. El pasador salta, y como cae sobre la alfombra no hace ruido. Se agacha a buscarlo, tantea entre sus pies y la pata de la mesa, y no encuentra. Cuando se incorpora tiene el rostro congestionado.

—¿Y qué me dicen de la mosquita muerta de mi hermana? ¿Estaba usted enterado, don Fernando, de que Isabel no me avisó hasta el último momento? Claro, ella quería hacerse la abnegada, cuidar a su papaíto, y entretanto arramblar con lo que pudiera.

—No hable así; su padre no se dejaba mangonear por nadie. Y por mi parte no hubiera tolerado…

—Entonces, ¿por qué no me avisaron a tiempo?

—Calla, Pablito, no te pases de suspicaz. He hablado con don Gabriel. Hasta que se presentó la septicemia, la enfermedad no podía calificarse de grave. Anteayer se telegrafió al doctor Barbudo; al mismo tiempo se cursaba tu telegrama. Yo vine a todo correr en automóvil porque tenía interés en que tu padre obligara a declarar al Mamporrero… un asunto que nos traemos con ese Zacarías, el que está casado con la Gregoria. Pero tu padre ya estaba acabado; creo que ni me llegó a entender. Y el pleito del haza de la Higuera se nos va a escapar de entre las manos, todo por culpa del dichoso Mamporrero. He ido a verle y se ha cerrado en banda. «Que no, don Eloy, que yo no sé nada, y que no declaro más que la verdad».

—Al Mamporrero ya le arreglaré yo las cuentas.

—Mal se nos ha puesto ese asunto, Pablito; yo lo he ido aguantando cinco años con muchos esfuerzos. Tu padre lo había convertido en cuestión de amor propio. Me temo que ahora, por poco que apriete Ceferino, se nos vaya sin remedio. ¡Y figúrate si apretará el muy bicho! Cinco años llevan los campos en barbecho. «¡Que se chinchen!», decía tu padre, que en este asunto se mostró terne que terne. ¡Menos mal que el pobre no ha de leer la sentencia! Si acaso… desde la otra vida…

—Eloy, desde la otra vida, las cosas deben de verse con ojos distintos, más benévolos, supongo.

—Mejor que así sea, porque este asunto del Zacarías y la Gregoria lo tomó muy a pecho.

Don Fernando se pone en pie y se manosea las barbas. Don Eloy insiste en buscar con la vista un cenicero. Antes de salir, arroja la colilla del puro en un extremo de la habitación donde la alfombra no alcanza.

—Don Pablito, nosotros nos retiramos; si nos necesita, en la fonda nos encontrará. Hacia media tarde estaremos de regreso.

—Anda, vete a descansar, estás hecho polvo. Las desgracias familiares afectan hasta a los más animosos. Y padre, por desgracia, sólo tenemos uno, y cuando se pierde… ¡en fin…!

Los despide con un ademán y no se pone en pie. Cuando se queda solo, arroja el cuello postizo sobre la mesa. El cuello rebota, rueda y cae en la alfombra.

—¡Maldita sea su estampa, la renta de los molinos!