A LAS DOCE EN PUNTO el maestro se ha puesto en pie. Los alumnos le imitan provocando estruendo con los pies y con las tapas de los pupitres. Uno de los chicos se apresura a borrar con un trapo el problema que estaba escrito en la pizarra. Es flaco y desgarbado; una nube de polvo de yeso le envuelve y le obliga a toser. Sus aspavientos hacen reír a los compañeros.
—Recemos un padrenuestro por el alma del difunto: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado…
Un murmullo confuso formado por voces chillonas y otras graves, todas ellas desacordes e indiferentes, atruena el aula durante algo más de medio minuto. Terminada la oración, se oyen varios «amén» escalonados, pues todos los alumnos pugnan por ser el último en pronunciarlo. El maestro los mira gravemente, se despoja de los lentes y los limpia con un pañuelo que saca del bolsillo.
—Hoy, como ustedes saben y la campana nos ha anunciado, es un día de duelo para el pueblo. No hace falta que les recuerde que hemos perdido a un benemérito protector de la escuela. Por tanto, esta tarde y mañana, durante todo el día, permanecerá cerrada en señal de luto. Ustedes, pues, tienen fiesta. Es decir, fiesta no es la palabra apropiada: asueto. Los pequeños me harán una página de palotes. Los medianos estudiarán la próxima lección de geografía, y los mayores me presentarán una redacción sobre el tema: «Reflexiones de un alumno en la muerte del bienhechor de la escuela». Nada más, salgan en orden y sin escandalizar. Les advierto que esta tarde no quiero encontrarlos jugando por las calles del pueblo, y menos aún en la plaza. Es un día de luto, y el deber de todos ustedes consiste en respetar el dolor de la familia. Quien tenga deseos de jugar que se vaya al ejido, o hacia la chopera. Si descubro a alguno de ustedes que no cumple mis órdenes, será oportunamente castigado. Y ahora: En el nombre del Padre, del Hijo…
De nuevo, aunque más brevemente, se produce la confusa algarabía. Y luego: amén, amén, amén… y un instante después, se oye un destemplado vozarrón:
—¡Ameeeén!
Los alumnos, regocijados y burlones, desfilan hacia la puerta. El maestro se ha vuelto a colocar los lentes, y con los brazos cruzados vigila el orden de la salida. Cuando pasa a su alcance el hijo del Ceniciento, con una rapidez que inutiliza el esfuerzo que hace el chico por esquivarlo, descarga un enérgico golpe con los nudillos sobre la cabeza rapada.
—Amén, digo yo ahora.
Salen delante los párvulos, los mayores los últimos; salvo los más pobres, visten delantalones listados de azul y blanco con amplios cuellos azules.
—Lorente, espere un momento.
A Lorente, que es patilargo, el delantal se le ha quedado pequeño. Bajo el brazo lleva los cuadernos y un libro muy usado, y en la mano sostiene un lápiz despuntado y el mango, de madera teñida de violeta, con su plumilla.
—Siéntese ahí. Tenga este papel y tome nota en borrador de lo que voy a dictarle. Antes de regresar a su casa comprará un folio de papel de barba y un sobre-de tamaño grande. También adquirirá un sello en el estanco. Ahí van dos reales; han de sobrarle diez céntimos; puede usted quedarse con ellos.
El muchacho se ha sentado en un pupitre de la primera fila. Coge el papel que le tiende el maestro, moja la pluma en el tintero, y se le queda mirando mientras la lengua le cuelga entre los labios.
—El sobre irá así dirigido: Señor Director del periódico Las Noticias Provinciales.
—Sí, señor maestro; de esto me acuerdo, no necesito apuntarlo.
—Bien, muchacho.
El Maestro pasea gravemente entre la tarima y la primera fila de pupitres. Se quita los lentes y, sujetándolos entre el pulgar y el índice, avanza la mano en dirección al amanuense.
—Escriba el título: «Fallecimiento muy sentido».
Vuelve a colocarse los lentes y reanuda el paseo.
—«Esta mañana, antes del alba, ha entregado su alma el ilustre caballero, vecino de esta villa, don etcétera etcétera…».
—No corra tanto, señor maestro.
—¿Ya está?
—Sí, señor maestro.
—Bien, prosigo: «Tan distinguido caballero…».
—Señor maestro, caballero ya lo hemos puesto…
—Después me dejará el borrador para introducir en él las debidas correcciones. Ponga ahora: «Tan distinguido prócer había hecho de la caridad un ejercicio». Coma. «Y de la virtud… un… un oficio». No, espere; ejercicio y oficio, riman. «Un… Un…».
—Un sacramento quedaría bien.
—Provisionalmente, escríbalo: «un sacramento». Después, si conviene, lo enmendaré. «Distinguido político, escritor preclaro, ejemplar promotor de las más nobles empresas, sus obras quedarán imperecederamente grabadas en la mente de todos».
Sube a la tarima y se sienta detrás de la mesa. Un mapa de Europa despliega sus rosas, verdes, amarillos y azules sobre su cabeza.
—… en la mente de todos.
—«Las letras patrias pierden al… ilus…». No, no. «Al conocido autor de aquel famoso opúsculo que tanto se comentó en su tiempo, y cuyo título, que todos recordamos, era Las leyes, la propiedad y la religión, como sustento de las naciones, que, si corto en páginas, fue pródigo en enseñanzas».
Desciende de la tarima y se aproxima al pupitre donde Lorente escribe.
—Tache este párrafo, y tache también más arriba lo de escritor preclaro. Haríamos la nota demasiado larga, y son capaces de sustituirla por otra más breve redactada por los paniaguados del director. «Entre sus obras, encauzadas todas ellas hacia el Progreso y el bien común, merecen destacarse la feliz construcción del pantano de las Piedras y la puesta en servicio de la fábrica de electricidad, gracias a la cual el pueblo entero, y aun los municipios vecinos, se benefician de la fuerza… de…». Espere, no ponga, la fuerza… «De uno de los más relevantes adelantos que la Humanidad ha conocido».
—Señor maestro, no dicte tan aprisa.
—«… relevantes adelantos que la Humanidad ha conocido». Punto y aparte.
—Punto y aparte.
—«El pueblo en masa acudió al entierro en imponente manifestación de… desconsuelo. Presidieron el duelo oficial el Gobernador Civil y otras autoridades provinciales, eclesiásticas y militares. En el duelo familiar figuraban los hijos del extinto y otros familiares».
—En el duelo… ¿Qué más?
—«En el duelo familiar figuraban los hijos del extinto y otros deudos. De toda la provincia, de toda la nación y hasta del extranjero, llegan numerosos testimonios de pésame. Como muy bien ha dicho el señor Gobernador al borde de la tumba, nosotros repetimos: “Ha muerto un hombre cabal, uno de esos próceres cuyo nombre los siglos repiten con respeto”». Punto final.
—¿Y si no lo dijera, señor maestro?
—Lo mismo dará. Pero me consta que en ocasiones semejantes lo ha dicho. Lorente, ya sabe usted, firme: Corresponsal. Aplíquese en la letra y haga perfiles y gruesos. Antes de echar la carta al correo, me la trae para darle un último repaso. El borrador me lo deja a mí; hay que cuidar cualquier redacción destinada a ser publicada en letras de molde. ¿Recuerda hace dos años cuando la riada? Los tipógrafos cometieron una falta garrafal: «Puerta desencadenada», en lugar de «Fuerzas desencadenadas». El texto carecía de sentido.
—¿Espero más, señor maestro?
—Mientras hago las debidas correcciones, lléguese a su casa y pregunte a su padre si quiere que esta tarde vayamos juntos al velatorio. En caso afirmativo, que me preste una corbata negra si la tiene; conviene presentarse de luto. Y corra, no se demore.
Se sienta en lo alto de la tarima, ante su pupitre, y coge la pluma. Mientras lee atentamente el borrador, introduce la plumilla entre sus labios. De pronto interrumpe la lectura y tacha, garrapatea una palabra, vuelve a tachar, aleja el papel de los ojos, saca el pañuelo, se suena, suprime una frase, se quita los lentes y los limpia con el pañuelo, escribe una nueva frase; añade una preposición, coloca una coma.
Desciende de la tarima y cierra la puerta que, a la salida de Lorente, había quedado únicamente entornada. Agarra el papel con ambas manos, y paseando ante los pupitres, va leyendo pausadamente con voz campanuda:
—«Fallecimiento muy sentido. Ayer por la mañana, al despuntar el alba, rindió su alma el muy ilustre y preclaro vecino de esta insigne y heroica…».
Ha creído oír ruido de pasos tras la puerta. La abre y observa a derecha e izquierda. Cuando comprueba que nadie puede oírle, alza más el tono y ahueca la voz:
—«… de esta insigne y heroica villa, don…».