—MADRE, PLÁNCHEME USTED la camisa, que no me la planche esa zarrapastrosa de la Faustina. Esmérese en los puños y en el cuello.
—Ya voy, hijo, ya voy…
—Y sáqueme del armario el traje negro. Repase los pantalones por si se han arrugado. Hace un siglo que no me los pongo; que queden marcadas las rayas.
Ha descorrido el visillo y está mirando por la ventana. La Casa, en lo alto, parece encaramada sobre los tejados del pueblo. Ventanas y balcones permanecen cerrados, pero la verja del parque está abierta de par en par. Durante la mañana han llegado dos automóviles y un coche de caballos. El auto de la familia también ha salido hace más de una hora. Faustina, que estaba en la tienda, se ha enterado de que iba a la ciudad para traer algunos encargos y recoger a los parientes, que llegarán en el tren de Madrid.
—¿Estás decidido a presentarte en la Casa?
—Sí, madre, nadie puede impedírmelo.
—¿Y crees que Pablito te recibirá bien?
—No me importa; tan hija es Isabel como pueda serlo Pablito. Mientras no se abra el testamento, la Casa pertenece a los hijos, no a Pablito en particular.
Se oye trabajar la sierra en la carpintería del tío Raposo. El aprendiz sale corriendo con una jarra en la mano; es el segundo viaje que hace a comprar vino en menos de hora y media.
—¿Qué crees tú que habrá dispuesto en el testamento?
—Cualquier canallada podemos esperar, madre.
—Con el notario y el sinvergonzón de don Eloy de su parte, Pablo ha podido urdir cuantas trampas se le hayan pasado por la cabeza. ¡Menudos lobos!
—Sí, madre, pero Pablito estaba en Madrid; cuando llegó daba las últimas boqueadas. Isabelita, en cambio, le ha cuidado durante la enfermedad.
—Pero la tenía entre ojos; por culpa de lo tuyo. Amenazó con desheredarla, y capaz era de hacerlo el muy ruin.
—Isabelita le supo camelar; le hizo creer que no nos tratábamos. La verdad es que en estos meses nos hemos visto poco, a escondidas.
—No te fíes. Todo el pueblo le iba con chismes; estaba informado de cuanto sucedía.
La madre se acerca a la claridad de la ventana; lleva un traje negro suspendido de un colgador en forma de cruz.
—Podrías entretenerte quitándole estas manchas con gasolina. Por ahí hay un frasco.
Se asoma también entre los visillos para mirar a la calle. Por la cuesta sube un hombre vestido de oscuro, con una gorra a grandes cuadros, y calzado con botas puntiagudas abotonadas a un lado.
—¿Quién es ése? ¿Le conoces tú?
—No sé, algún forastero.
—Pues no tiene buena traza. ¿Tú crees que irá hacia la Casa? Por el camino que lleva se diría que sí…
Frota enérgicamente las manchas con un cepillo empapado en gasolina. De uno de los bolsillos de la chaqueta saca unos gemelos negros montados en plata, y los deja sobre la mesa.
La madre vuelve de la cocina con la plancha que acaba de retirar de la lumbre. Se humedece los dedos con la punta de la lengua y roza la superficie pulimentada y caliente; pequeñas burbujas de saliva se evaporan crepitando.
—Don Gabriel me dijo un día que los campos de la Cañada serían para Isabel, y que además le dejaría en propiedad por lo menos diez casas. Y cuarenta mil duros en papel para la dote.
—Habladurías; nadie conoce el testamento. Ha podido cambiar las cláusulas veinte veces.
—Y, se me olvidaba, los rebaños que le llevan el Rufino y su hijo.
—Con eso ya me conformaba, pero no hay que hacerse ilusiones; algo tiene que dejarle también a Cristóbal, aunque no le podía ver ni en pintura.
—Otros creen, en cambio que era su preferido. Don Gabriel, que aquella tarde estaba dicharachero —yo creo que había bebido, y Dios me perdone si pienso mal—, afirmó que para Cristóbal serían todas las huertas del otro lado del río, y la mitad de la fábrica de la electricidad, y los pinares de San Antón; y otros cuarenta mil duros en papel. Todo lo demás quedaba para Pablito.
—Se suponía que iba a dejar muchas mandas. Para la iglesia el altar de las Ánimas que le tenía prometido a don Humberto, y a Zenón algo ha de legarle aunque sea poco. Y se rumoreaba también que le cede unos miles de duros a Rosita, y a otros…
—Como decir, se dicen muchas cosas; ya veremos a la hora de la verdad. Que no confíen en el festín; todos acechan como cuervos, y a lo mejor se quedan con dos palmos de narices. Un hombre honrado deja herederos a sus hijos. ¿Sabes lo que contaban la otra tarde al salir del Rosario? Que a don Indalecio le cede en el testamento la otra mitad de la fábrica de la electricidad.
—¡Claro! Como que todos sabemos por qué le hizo director…
—Esa doña Florita no tiene vergüenza. Me gustaría verla esta tarde qué cara pone en el velatorio.
—¿Tú irás, madre?
—Naturalmente que sí. Iremos todos. Debemos mostrarnos misericordiosos con los muertos. ¡Ojalá le aprovechen nuestras oraciones, que buena falta le harán!
—Las mías no van a aprovecharle, desde luego. ¡Prohibirme la entrada en la casa! ¡Cochino avaro!
—Hijo, no es piadoso hablar así de los difuntos… Ya tienes planchada la camisa. Ahora llegarás a la Casa, y entrarás por la puerta grande.
—Es cierto; pero he tenido que esperar a que el viejo estuviese más tieso que un palo. Y en estos meses, sólo tres veces he podido hablar a solas con Isabelita.
—Pero cartas no me negarás que recibías…
—Las cartas son para los ancianos, y para los soldados que están lejos.
Los visillos filtran una luz viva que se derrama por la habitación y se posa tímidamente en los vetustos muebles de color oscuro.
—Ten, vas a ir hecho un sol.
Alarga la mano para recoger la camisa, el cuello y los puños recién planchados, que le entrega la madre. Abajo, en el zaguán, resuena la cantarina voz de Simón.
—Hermanos, dad una limosna al pobre ciego; socorredme ahora que me he quedado sin amparo. ¡Qué tribulación, hermanos, para todos!
Devuelve las prendas a la madre y baja los escalones de dos en dos. El ciego está plantado en mitad del zaguán; se ha quitado el sombrero, y con la mano libre se peina la cabellera, gris y enmarañada.
—¿Es usted, señorito Daniel?
—¿Qué hay, Simón? ¿Me traes algún recado?
—Sí, señorito Daniel, una noticia que a todos los bien nacidos nos alegra. Han venido a avisarme de la Casa que la señorita Isabel le espera, que vaya usted en seguida.
—¿Quién te trajo el recado? ¿Lo oyó alguien?
—Nadie pudo oírlo, señorito; el viejo Simón tiene sus mensajeros secretos.
—Gracias; pasa a la cocina y que te sirvan algo de comer de mi parte.
—Señorito Daniel, por el amor de Dios. ¿No puede usted socorrerme con algún dinero, ahora que me he quedado sin tutela? Querría ir a la cantina del arrabal a comer unas uñas de vaca. Los duelos con pan son menos, y hoy es un día triste para todos; usted lo sabe bien, señorito Daniel.
Desciende al zaguán desde la mitad de la escalera, en donde se encontraba. Saca del bolsillo del chaleco un duro de plata, y se lo entrega al ciego.
—¿Triste para todos, dices? ¡Truhán!
El ciego sonríe con malicia y sale a la calle salmodiando:
—¡Qué desgracia, hermanos, era un padre para los pobres y para los ricos! Socorred a este ciego, que se ha quedado sin amparo.
La madre le tiene preparada la corbata nueva y unos calcetines negros. Mientras asciende por la escalera siguiendo al hijo, que sube a zancadas hacia las habitaciones del piso alto, grita por el hueco en dirección a la cocina:
—¡Faustina! ¿Están ya limpias las botas del señorito? A ver si te das aire, que las está esperando.