JULIÁN, EL DE LA DOMINGA, está apoyado en el mostrador de la abacería; junto a él, un hombrecillo vestido de oscuro, con una chalina de lunares, despliega una ampulosa verborrea. El tío Vivo no le quita el ojo de encima y en cuanto eleva la voz, le hace un ademán para que la modere. Los acompaña Marcelino el Peatón, que acaba de invitar a una ronda.
—Hay hombres ilustres y otros que no lo son. Los primeros no deberían fallecer nunca; y en los pueblos donde se ama el progreso se les erige una estatua en mitad de la plaza. Una estatua de bronce, mármol o piedra, según los casos…
De la puerta que hay al fondo de la tienda, ha salido una mujer alta y cumplida de formas, con un delantal azul abotonado hasta media espalda. Se dirige, sin decir palabra, hacia un saco de habichuelas semivacío, coge un librador de latón y se sirve en un puchero que trae en la mano. Al agacharse, le resbalan ambos faldones del delantal, descubriendo las caderas, ceñidas por un vestido de color salmón.
El hombrecillo de la chalina ha enmudecido. Se muerde el labio inferior, extravía los ojos y dibuja con ambas manos, a prudencial distancia, el arranque de las caderas de la mujer. Los compañeros se ríen maliciosamente, y la mujer, o no advierte lo ocurrido o lo disimula, y vuelve a entrar en la vivienda. Cuando el hombrecillo alarga la mano para recuperar su vaso, que ha dejado en el mostrador, tropieza con la mirada aviesa del tío Vivo, que además ha enrojecido de ira.
—¿Se trata de su esposa? Pues le felicito, tiene usted mucha suerte…
Aguantándose la risa, el Peatón le rectifica:
—No es su mujer, es sólo su cuñada…
—¿Su cuñada? Pues mayor suerte todavía… Vaya, que le doy mi enhorabuena, y no se lo tome a mal. Aunque es mi deber, en un día como hoy, prevenirle de que no estamos autorizados para ocuparnos de las mujeres; lo tenemos prohibido por la Santa Madre Iglesia. En esto se muestra muy exigente, puedo asegurárselo, amigos míos. Ni durante la Cuaresma, ni cuando hay alguien de cuerpo presente, nos está permitido usar de las hembras, ni siquiera a quien esté unido a alguna de ellas por los santos vínculos del matrimonio. Si alguno de los aquí presentes fuese casado, o tuviese ocasión de pecar con mujer ajena, se lo advierto para que lo tenga en cuenta. Incluso nos está vedado acercarnos a las mujeres públicas bajo pena de excomunión fulminante.
—¡Eso no es cierto! —protesta el tío Vivo.
—¿El qué? ¿Quién osa desmentirme? Estuve en un tris de cantar misa, y hablo con conocimiento de causa.
—No es verdad que durante la Cuaresma uno tenga prohibido… acostarse con la mujer propia. Lo sabríamos aquí también…
—La Iglesia es muy sutil, y emplea un lenguaje únicamente inteligible para los iniciados. ¡Abstinencia de carne! ¿No es acaso diáfana la alusión? Ustedes, los comerciantes de abadejo, son quienes han tergiversado el sentido de las Decretales. ¿Por qué el cristiano va a privarse de comer carne si tiene dinero para comprarla? Y si no lo tiene, ¿qué más abstinencia ni más ayuno van a imponerle?
—Usted bromea…
—No bromeo, es la pura verdad. Peatón, paga tu ronda y vámonos de aquí, que el tiempo no tiene espera. Y dime ahora una cosa: ¿por qué te llaman Peatón si ruedas en bicicleta?
—¡Toma! —dice Julián el de la Dominga—. Porque es de oficio peatón, cartero que les llaman en las ciudades.
—¡Ah, siendo así, me callo! Y usted señor tendero, proceda según le dicte su conciencia, pero queda advertido: mientras en un pueblo hay alguien de cuerpo presente, peca quien peca. La Iglesia, en este extremo, resulta puntillosa. Y, sin embargo… amigo, yo, en su caso, si como es de suponer su consorte se parece a la cuñada, ¡qué caray!, pecaría a ojos cerrados. Y ahora, perdóneme si le he ofendido.
Después de cubrirse con su sombrero mugriento, el hombrecillo sale de la tienda seguido de Marcelino y de Julián el de la Dominga. En la puerta, casi se tropiezan con Simón.
—Buenos días nos dé Dios, hermanos, en medio de tanto desvalimiento como nos aqueja.
Cuando se da cuenta de que los otros se han ausentado, en tono más firme y menos musical, prosigue:
—Ponme un par de vasos de blanco; me invita el Voluntario. Tan pronto como termine la faena con el Raposo, vendrá a pagártelos.
Los tres hombres se encaminan hacia los soportales. Una vez protegidos por la sombra, el hombrecillo se detiene y les apoya las manos sobre los hombros.
—Y ahora, decidme, amigos, ¿hay en este pueblo alguna taberna que merezca el nombre de tal?
—Sí, la de Sancho…
—Pues vamos allá, que yo los invito a ustedes para corresponder. Este circunciso no me cae simpático. Con su cuñada, digo yo, haría mejores migas, y si es cierto que se le parece, hasta con su mujer…
Tuercen por la calle de las Eras; del ejido llegan pequeñas nubes de polvo. Al pasar ante la fragua se oye el batir del martillo contra el yunque.
—Muy rico debía de ser el difunto…
—Ni se sabe; más de medio pueblo es suyo.
—Y tiene mucho poder —añade Julián el de la Dominga.
—Amigos, les aconsejo emplear los verbos con propiedad. Digan: más de medio pueblo era suyo; y no tiene poder, sino tuvo, o tenía si así lo prefieren.
—En eso lleva usted toda la razón.
—Hay que dedicar un poema al finado; hay que ensalzar sus buenas obras. Porque… hizo buenas obras, ¿no es así? ¿Era de natural inclinado a la caridad?
—A éste le regaló una bicicleta…
—Calla, Julián, de eso no hablemos…
—¿Repartía limosnas entre los pobres? Cinco céntimos los domingos, por ejemplo…
A todos los vagabundos que llamaban a su puerta, el Lebrel les entregaba una moneda de dos céntimos. Ninguno, por muchos que acudieran, quedaba sin socorro.
—Sí —aclara Marcelino—, y al que se quedaba más de un día, el Tartajoso le breaba a palos…
—Fue un hombre bondadoso, sin duda. Decidme si me equivoco. ¿A que prestaba dinero a quien se hallaba en apuros por malas cosechas, enfermedades y demás calamitosas circunstancias?
—Sí lo hacía… él o alguno de sus testaferros.
—Con garantía de tierras, de animales, de herramientas —prosigue el hombrecillo.
—Nadie presta a quien no tiene.
—Y usted, ¿cómo lo sabe? —preguntó el Peatón.
El de la chalina se encoge de hombros y sonríe. En dirección contraria viene doña Florita, vestida de oscuro y con una mantilla que le cubre el cabello. Julián y el Peatón se apartan para cederle el paso. El hombrecillo se retira también, y levantando el sombrero cuanto el brazo se lo permite, le hace una reverencia. Doña Florita le corresponde con una seca inclinación de cabeza.
—¿La conoce usted? Es la de la fábrica de electricidad…
—Saludo a las damas en cualquier ocasión; la galantería me trae suerte.
—De esta señora se habló lo suyo en otro tiempo…
—¿Qué les parecería a ustedes, amigos míos, un poema que comenzara de esta guisa?
¡Oh, muerte! Cuán inclemente
con tu guadaña segaste
la ilustre vida que hallaste
en el vergel floreciente…
—No, no. No me complace; habrá que pensar en otro metro. ¿Conocen ustedes a alguien que me pudiera introducir en la familia? A muchos les halaga que se compongan poemas en memoria y loor de rus deudos. Es una costumbre que por desgracia se está perdiendo, pero que entre romanos, godos y otros pueblos de la antigüedad, estuvo muy difundida.
—Yo… conocer… algunos criados sí que son amigos. Zenón, que es viejo y le tienen considerado… Tú, Julián, eres algo pariente, por parte de madre, de la Venancia.
La taberna tiene blanqueada la fachada. En el exterior hay una mesa de madera, alargada, y un banco adosado a la pared. Por la puerta sale un hombre vestido de oscuro, con gorra de cuadros y unas botas puntiagudas muy ajadas.
—Señores, ahí tenemos al ilustre señor Aquilino. Van ustedes a conocerle. Nadie le gana con el flautín, es domador diplomado y persona de múltiples y desconcertantes habilidades.
El hombre de la gorra se ha detenido un poco confuso ante lo inesperado del encuentro.
—Aquilino, acabo de sorprenderte saliendo de refrescar. Aquí, estos amigos nos invitan a tomar el último vaso; no vas a hacerles un desprecio…
—A ti te buscaba, Colibrí. Maciste quiere hablar contigo.
—Beberemos antes la última copa, que la jornada es larga y fatigosa, y la de hoy se presenta más bien melancólica. Pasen, pasen ustedes primero, señores…