IV

EL ESTABLO es una pieza grande y oscura, de techo bajo y abovedado. No recibe otra luz que la que entra por un portillo que da a la calle.

—¡So…! ¡Blanquita!

Le está acomodando la collera a la mula, pero Blanquita anda muy resabiada. A la Pelada ya le tienen puestos los atalajes y presta para sacarla a enganchar.

Zacarías estaba regando en la huerta; había terminado de almorzar cuando oyó que la Reina tocaba a muerto. Abandonó allá mismo la azada, y se vino corriendo a casa.

Gregoria está apoyada en el quicio de la puerta que comunica el establo con la cocina.

—No vendré a comer, no me esperes. Hay que meterle bien la reja al haza de la Higuera; lleva cinco años de barbecho.

—Pero no corre tanta prisa, Zacarías…

—¿Que no corre prisa? Ya ha reventado ese bribón, y la tierra no espera un día más. Los cardos le chupan la sangre; cinco años aguardando desde que nos puso pleito el muy hijo de perra.

—¿Y si el Tartajoso te descubre la faena?

—¿El ruin de Tartajoso? ¡Que se atreva ahora!

—Alerta, Zacarías, que no es hombre de fiar, es de los traidores. No le faltan añagazas, y tanto aquí como en la capital, le protegen los jueces y todo bicho viviente.

—¡Que me lo eche a la cara! Si se acerca por el haza, por mucha escopeta que lleve, le rompo el alma. ¡El piojoso!

—No piojoso: asesino.

—¡Sooo! ¡Blanquita!

Al ir a colocarle la retranca, Blanquita ha soltado al aire una coz. Se produce un forcejeo y el puño de Zacarías se estrella por dos veces, produciendo un ruido húmedo, contra el hocico de la mula.

—¡Satanás te lleve, condenada!

—¿Vas en el carro, Zacarías?

—Sí, en el carro, que me vean bien; que se enteren de que Zacarías está labrando el haza de la Higuera. Que se convenzan de que es mía y muy mía, y que a ese hijo de perra no le han aprovechado sus trampas, sus influencias, sus cómplices. ¡Que vengan! Sabrán quién es Zacarías.

—Así me gusta, marido; pero más me hubiera contentado oírte hablar de esta manera hace cuatro años, no ahora. Os tenía acobardados a todos.

—No se podía contra él. ¿Qué iba a hacer yo? Cuando vino el Tartajoso por la noche, y me amenazó con matarme, jactándose de que a él no había de pasarle nada porque era el guarda jurado…

—No hablo por ti; hablo en general, por los hombres del pueblo.

—Bien sabes que ese bandido lo tenía todo amañado, y que los del juzgado son unos cagones…

—Si mi padre viviera… él sí que fue un hombre de cuerpo entero; siempre le plantó cara. Nadie le achicaba a mi padre.

—El pueblo está enterado de que a Poncio le mató el Tartajoso. ¿Y qué? ¿Alguien se atrevió a levantar la voz? Vino el juez del partido… ¿Y qué? Al Tartajoso ni le tomaron declaración; dijeron que estaba enfermo. Y le habían visto el mismo día que mataron a Poncio.

—Si mi padre hubiera vivido, el haza no deja de labrarse.

—Las mujeres todo lo veis fácil. Tenemos un pleito puesto, no lo olvides.

—Si lo perdemos, ¿de qué nos servirá dejar la tierra arada?

—No lo perderemos. Ahora que a ése le han mandado a los Infiernos, todo ha de arreglarse. La semana que viene iré al mercado y aprovecharé para hablarle a don Ceferino el procurador. Me confesó que el difunto lo envenenaba todo; desde el momento que ha reventado, ganaremos el pleito.

—Don Ceferino es una sanguijuela; lindamente nos ha sacado los cuartos. Y más nos estrujará ahora.

—Déjalo, mujer; el caso es que ganemos en el Juzgado. Sabe mucho don Ceferino, lo que ocurre es que don Eloy estaba protegido por ese camandulero y no se podía pleitear con él. Y don Ceferino, sólo a cambio de ir repartiendo dinero a diestro y siniestro, conseguía aguantarnos. «En cuanto Dios se lo lleve —me dijo la última vez que le pregunté—, ganaremos el pleito». «¿Y si quien se lo lleva es el diablo?», le dije, porque con don Ceferino siempre hablamos en guasa. «Pues tanto mejor, la justicia se cumplirá en esta tierra y en la otra», me repuso.

—¿Qué querrías para cenar?

—Hemos de celebrarlo, Gregoria. Mata un conejo. Y compra dos cuartillos de vino. Hemos tenido suerte, no hay mal que cien años dure.

—Sí, lo festejaremos y con ruido, para que los vecinos se enteren. Pero guárdate del Tartajoso, no te juegue una mala pasada; es muy atravesado.

Pues se le ha acabado el gallear. Le van a ajustar las cuentas ahora que el otro ha estirado el zancajo.

—No te hagas demasiadas ilusiones; ayer llegó de Madrid su hijo don Pablo.

—¡Qué importa el hijo! Vive en la capital, aquí no tiene arraigo.

—Verdad que carece de arraigo, pero tiene el pueblo en la mano.

—Eso lo veremos. Yo voy a labrar mi tierra a plena luz del día. Por el camino, viniendo de la huerta, he topado con el Ceniciento. «Se respira mejor esta mañana», iba diciendo en son de chanza a cuantos se cruzaban con él.

—¿Sabes a cuánto le pagaba la leña? A nueve reales la carga; me lo contó la propia hija.

—Y Julián el de la Dominga se metía en la taberna con un forastero esmirriado, y como Saturio acertaba a pasar por allí, le ha gritado: «¡Saturio, entra a celebrarlo, te convido!».

—¿Y qué ha hecho el Sacristán?

—¿Qué ha hecho? Pues zafarse como si no lo oyera; ya le conoces a Saturio.

Saca las mulas a la calle y las amarra a una anilla fijada junto a la puerta. Vuelve a entrar en el establo a recoger un azadón y un saco. Gregoria, que continúa reclinada en el quicio de la puerta, se le queda mirando.

—Así me gustas, marido; tenía ganas de verte arar ese campo. No le temas al Tartajoso; aunque te descubra, no se atreverá a decir ni pío.

Zacarías se arrima a la mujer y le apoya la mano que le queda libre sobre la curva de la cadera. La voz se le enronquece cuando le habla al oído.

—Si no tuviera tanta prisa por arar lo de la Higuera…

—Anda, marcha ya… No dos cuartillos, un azumbre de vino voy a traer. Y no te fatigues demasiado tras el arado, que te espero…