—A VER SI ACABA de una vez esta jodida campana. Estoy molida y no me deja pegar ojo.
La mujer ha sacado la cabeza de entre las mantas. Levanta airadamente el brazo izquierdo, y las pulseras de relumbrón tintinean.
—Algún difunto hay aquí. Mala puñalada le den. Ya podemos darnos el piro.
Han tendido una lona sujetándola por un extremo a la cubierta del carromato y sosteniéndola en el centro con una pértiga; el extremo opuesto está fijado al suelo por medio de estacas. Al reparo de la lona, tumbados sobre unos jergones, están la mujer de las pulseras, Maciste y la pequeña Perla. Aquilino, domador y flautista, con la Bella Emperadora y Colibrí, se alojan en el interior de la galera. Dos caballejos pastan por los alrededores, y algo más lejos, atada a un árbol con un cabo largo, la cabra Angelina come las hierbas del ribazo. Unos perros de aguas, con las melenas teñidas de colores chillones, descansan apelotonados en un montón.
Maciste cubre su corpachón con una camiseta rosa en la cual han cosido multitud de lentejuelas. Está sentado en el camastro, con las piernas cubiertas por la deshilachada manta, y fuma una tagarnina que acaba de encender.
—Tengo aquí en el costado un dolor que me tumba, y ahora esa maldita campana de todos los diablos…
La mujer se rasca la cabeza con ambas manos y el sonido de las pulseras es como un eco convulsivo y chillón del tañido de la campana.
—Pues no hace poco que le dan a la soga; debe de ser alguien principal el que espichó. Lo mejor es pirárselas cuanto antes.
—Convendría averiguar quién es el muerto.
—Los entierros, para el gato.
—Mujer, bien se nos dio en Cintruénigo…
—Aquella es otra tierra.
—Pero buena tajada le sacamos al difunto.
—Era hombre de iglesia aquél…
—Se juntó gente de toda la Ribera, y eso siempre anima.
—Hasta cinco duros se ganó la Perla, si es que dijo verdad y no nos escatimó alguno.
—Donde se reúne gente forastera, ya se sabe, por la noche, jolgorio.
La muchacha, que está acurrucada junto a la mujer, se asoma entre las mantas y se incorpora apoyándose sobre el codo.
—Vamos luego, los difuntos traen mala suerte…
—Menos el de Cintruénigo…
—Traen mala suerte; yo sé lo que me digo.
—¿Y la cera que recogimos no valía nada?
Maciste se pone en pie junto a la pértiga. Se estira concienzudamente, emite unos gruñidos, vacía el vientre de aires superfluos, y luego, bizcando, aspira el humo de la tagarnina, que se le estaba apagando.
—Tú. acércame los pantalones.
Antes de ponérselos se baja cuidadosamente las perneras de los calzoncillos que se le habían arremangado.
—Voy a mandar a Aquilino que se vista a lo dandi y que se llegue al pueblo. Según quién la haya diñado, se acabó la fiesta.
Al salir, le deslumbra la claridad del sol. Han acampado no lejos del puente, junto a la chopera, retirados de las huertas para no levantar sospechas.
A la orilla opuesta del río se ven las paredes blanqueadas del cementerio; sobre las tapias asoman algunos cipreses, unas cuantas cruces y la cúpula de cemento de un panteón. A la derecha del camposanto, pero más distante, hay una fábrica cuya cerca está defendida por cristales de botella que relucen al sol.
Da unas chupadas a la tagarnina y se vuelve en dirección contraria para mirar hacia el pueblo. Llegaron ayer después de anochecido; es la primera vez que recorren esta ruta. El pueblo no disfruta de mucha fama: ni en Santa Marta ni en Tobajuela les han dado buena razón de sus gentes.
La campana sigue doblando y en los campos apenas se ve nadie. El caserío, hacia la parte norte, está defendido por unos montes no muy elevados, parcialmente cubiertos de pinares. El río los atraviesa por una garganta angosta. En las orillas se descubren bien cuidados huertos y a lo lejos unos olivares verdean sobre las lomas que limitan el horizonte. Hay muchos sembrados, y bordeando los caminos y en algunos trechos, siguiendo las márgenes de la corriente, se alzan gallardos chopos. Donde comienza la ladera de los montes, destaca un edificio, de construcción sólida y aspecto importante, rodeado de espeso arbolado.
—¡Eh, Aquilino!
Sócrates y Carracuca, los dos monos sabios, están balanceándose en un minúsculo trapecio que cuelga del techo de la galera. Al salir, Aquilino, se golpea en la cabeza con uno de los extremos del trapecio, y los dos monos parece que se rieran.
—¿Qué hay, Maciste?
—Que te vistas y te llegues al pueblo. Hay que averiguar quién es el finado. Lávate y ve afeitado. Y fárdate bien.
—No habrá función; mejor que ahuequemos el ala.
—Tú calla. Si es hombre de mérito, haces correr la voz de que en señal de respeto suspendemos el espectáculo, y cuídate de exagerar los perjuicios que nos causa.
—Mañana será el entierro; tampoco habrá función.
—Entérate de todo. En Cintruénigo no hubo espectáculo, pero buena tajada se nos quedó entre los colmillos.
La Bella Emperadora llega con un balde de ropa recién lavada apoyado en la cadera. Cuando se agacha para dejarlo en el suelo, Maciste le da una palmada en las nalgas.
—¡Estáte quieto, cochino!
Desde lo alto del carromato, Aquilino le grita indignado:
—¡Te tengo advertido que la dejes tranquila…!
—Callaros, tontos. ¿No veis que era una broma?
Maciste se aleja sonriendo. Unos metros más allá se detiene.
—¿Dónde se ha metido ese chalado de Colibrí?
—Marchó al pueblo. Dijo que compondría unas coplas en honor del difunto, a ver si le aflojaban algo.
—Que no emprenda nada sin que vayamos de acuerdo. Ya que no habrá espectáculo, algo tenemos que sacarle al muerto ese.
La Bella Emperadora, que ha tendido una cuerda desde la ventana del carromato a la rama de un chopo, va escurriendo las prendas y colgándolas.
Maciste coge a los dos caballejos por el ronzal y se los lleva a abrevar a la orilla del río.