II

LAS MUJERES SE ASOMAN para mirarle. Lo hacen con disimulo y, cuando está cerca, desaparecen ocultándose en el interior de los zaguanes. El tío Vivo estaba a la puerta de la abacería; al llegar ante la tienda, el tío Vivo se había disipado. Sólo Simón, el ciego, con la palma de la mano tendida como si en su hueco recogiera sol, permanece apoyado en el muro de piedra del Ayuntamiento.

—Buenos días, don Gabriel.

Al recibir la moneda ha cerrado la mano, flaca y nudosa, y se la lleva al bolsillo de la astrosa zamarra.

Mientras se aleja hacia la calle de las Ánimas, oye la salmodia del pordiosero.

—¡Qué desgracia, don Gabriel! ¡Qué malaventura para todos los nacidos!

A pesar del sol, que brilla sobre los pulimentados cantos del pavimento, nota frío; más bien escalofríos. Lleva el sombrero echado sobre la nuca, y en la mano izquierda sostiene el maletín profesional de piel negra y rozada.

En una placa grande se lee en severas letras azules: «Gabriel Escorihuela. Médico-Cirujano». Cruza el zaguán y sube por la escalera de piedra, apoyándose en la barandilla de hierro con pasamanos de latón.

Adelaida le ha oído llegar, porque la puerta rechina cuando el tiempo está seco. Por el pasillo avanza a su encuentro; le quita suavemente el sombrero y lo cuelga de la percha. Sigue tras los pasos de su marido para cogerle también el maletín. Está desasosegada, nerviosa. A través de las ventanas, cerradas, se oye doblar la campana; los cristales vibran, todo parece vibrar aquí dentro. Hace una hora que la Reina no para de tañer y el pueblo está sobrecogido.

Rechaza a Adelaida con un ademán y retiene el maletín. Empuja la puerta y entra en su despacho; la mujer le sigue.

—¡Estás rendido! Toma algo caliente, acuéstate en seguida y prueba a dormir. ¡Qué horribles días estás pasando!

—Y el profesor Barbudo no ha venido. Ojalá que no se presente en el tren de la tarde. ¡Sólo me faltaría eso! Menos mal que si no le mandan el coche, en la estación no encontrará quien le traiga.

—Si hubiese llegado ayer…

—Anteanoche mandamos un criado a telegrafiar. Yo mismo redacté el telegrama en forma apremiante. Estaba convencido de que no tenía remedio, pero la presencia de Barbudo me hubiera aliviado al descargarme de responsabilidad. Ya sabes cómo es aquí la gente. Y don Pablito… ¡Qué desagradable ha estado conmigo! ¡Como si yo tuviese la culpa!

—¿Quieres que te prepare café, o mejor una infusión de tila?

—No quiero nada.

Se ha dejado caer en la butaca y ha apoyado el mentón sobre la mano. Adelaida permanece en pie, frente a él, escuchándole.

—En cuanto se presentó la septicemia comprendí que era hombre acabado. ¡Figúrate, un diabético! Pero ni Barbudo ni nadie puede reprocharme error o negligencia. El diagnóstico es terminante: septicemia aguda. Soy perro viejo; de nadie he de recibir lecciones. Los síntomas eran claros y no resultaba aventurado suponer que había llegado el fin. Por eso mandé el telegrama a Barbudo, todos le consideran una eminencia, y yo estaba convencido de que tampoco iba a remediar nada. Los mecanismos defensivos no han respondido. ¡Que venga ahora Barbudo a discutirme! Me oirá; hasta me gustaría que ese pedante pretendiera darme lecciones.

Mientras habla se ha puesto en pie y se ha desabrochado la americana y el chaleco. Adelaida le escucha en silencio. Cuando el médico calla y se sienta abatido, ella le habla con tono reposado.

—Estás muy fatigado, Gabriel. Nadie discute ni discutirá contigo. El profesor Barbudo no debía de hallarse en la ciudad; ya no vendrá, y de venir no va a ponerse a examinar el cadáver ni a someterte a un examen. Por lo demás, ya sabes que te aprecia, y que en caso de que hubiera acudido a la consulta, habría cobrado un dineral a la familia; ése no es de los que se desplazan por diez duros. Y te lo debería a ti… Tú has hecho lo que has podido.

—Lo que he podido y lo que se debía hacer. Ni Barbudo ni nadie le hubiera salvado. Se le ha aplicado el suero antiestreptocócico de Marmoreck, dosis de quinina de cincuenta centigramos; he combatido la albuminuria con ventosas lumbares; cafeína y digitalina para estimular el corazón. Dime: ¿qué más hubiera recetado Barbudo? ¿Inyecciones de suero bicarbonatado? ¿Acaso no se las he puesto yo mismo?

—No te excites, descansa… Llevas tres días sin dormir.

—Y aparte, el ácido fénico, y acónito por añadidura, aunque sabía que era ineficaz y algo convencido de ello, pero lo receté para que nadie pueda objetar el menor descuido. Me gustaría que viniera Barbudo y me gustaría aún más que se atreviera a discutirme el tratamiento. A pesar de que haya sido mi profesor, no lo consentiría; no toleraré que aquí, en el pueblo, me carguen con la culpa.

Se despoja de la chaqueta y se queda en chaleco. Da unas vueltas por la habitación, se detiene ante la mesa, abre el maletín y contempla el interior con expresión de impotencia.

—¡Qué desgracia. Señor, qué desventura para todos! Pero que nadie me culpe a mí…

—¿Por qué habían de culparte, Gabriel? Al pueblo, y a sus hijos mejor aún, les consta lo mucho que le estimabas y cuánto le debíamos. Fue él quien te dio la plaza. ¿No ibas a poner tus cinco sentidos en salvarle? Y todo el mundo sabe, y Barbudo es el primero en reconocerlo públicamente, que eres uno de los médicos más competentes de la provincia.

—Desde el anochecer estaba en coma; a las seis de la madrugada ha dejado de respirar. He tomado algunas medidas porque el cadáver se descompondrá rápidamente. Prepárame una solución de sublimado; voy a lavarme las manos. Luego me acostaré: tienes razón, estoy fatigado.

—¿Cuándo es el entierro? ¿Has oído comentar algo en la Gasa?

—Mañana por la tarde. Vendrán las autoridades provinciales, los alcaldes de Peciña, Palomares, Santa Marta, Tobajuela… Vendrá mucha gente al entierro. Iremos todos; nadie se atreverá a quedarse en casa.

—¿Tú crees? Ahora que se ha muerto…

—Aquí está ya su hijo Pablo. Llegó ayer de Madrid. Es un majadero y un inepto, pero es su hijo, y eso cuenta.

—Todo el mundo dice que no se quedará a vivir en el pueblo, y si no se queda aquí…

—Todavía no se sabe lo que semejante inútil piensa hacer… Y escucha esto otro que te digo; hasta don Froilán vendrá al entierro.

—¡Valiente granuja! ¡El muy hipócrita!

—Calla, Adelaida; estamos en un momento delicado. No sabemos lo que aquí pueda ocurrir. Entretanto no conviene que hables mal de nadie. Es ocasión de mostrarse complaciente con todos y ver venir los acontecimientos.

El doctor Escorihuela se lava cuidadosamente las manos en una palangana puesta encima de un trípode de hierro esmaltado de blanco, colocado en un rincón junto a la vitrina del instrumental. Adelaida le tiende una toalla limpia. Mientras se lavaba se le ha deslizado una de las mangas de la camisa; la mujer se la vuelve a remangar.

—¿Ha llegado ese desagradecido?

—¿A quién te refieres?

—A Marcelino el Peatón.

—No. ¿Tiene que traerle algo?

—Lo que traiga ya no servirá, pero recoges el paquete y lo dejas sobre la mesa. No me fío un pelo de Barbudo; es capaz de plantarse aquí en el tren de la tarde y desacreditarme para hacer méritos y así justificar la factura por una consulta inútil. He pedido a la ciudad algunos específicos nuevos que no tienen en la botica y un aparato de inyección de suero artificial. Lo llevaré todo a la Casa y destaparé los frascos como si le hubiesen administrado los medicamentos. Y el aparato también quedará allí. Toda la farmacia la he retirado al tocador que está junto a la alcoba, y he dado orden de que la conserven tal como la he dejado por si se le ocurriera presentarse a Barbudo.

Cuando termina de enjugarse las manos, se desabrocha el cuello postizo y se lo quita; está arrugado y sucio. Con la americana al brazo, abre la puerta vidriera y entra en la alcoba.

—Que no me despierten bajo ningún pretexto. A menos, claro, que me llamaran de la Casa; aunque no creo que allá me necesiten por ahora. Sea quien sea, no me despertéis; te lo advierto, Adelaida, porque tú eres demasiado complaciente con los de fuera.

—Descansa, Gabriel, descansa. Después te sentirás mejor. Yo, a media tarde, acudiré al velatorio; doña Florita me acompañará; acaba de mandarme recado.