El vuelo despegó a las dos de la tarde. Karin estaba sentada junto a una ventanilla y vio la plana tierra de Gotland desaparecer debajo de ella. Apenas había pasado una semana desde el revuelo que ocasionó la resolución del drama del asesinato del verano. Dos presuntos asesinos detenidos casi al mismo tiempo. Y acabó de una forma algo decepcionante para ella. Wittberg y Karin habían estado completamente equivocados. Si bien Sten Boberg había resultado ser un acosador, no tenía nada que ver con las muertes.

Andrea Dahlberg había reconocido los hechos, y también se habían recibido pruebas técnicas del Instituto Forense. Se encontró, entre otras cosas, que Stina Ek tenía en las uñas restos de piel procedente de Andrea. El juego había terminado, y ahora solo faltaba concluir el sumario.

Andrea Dahlberg sería sometida a un estudio psiquiátrico. Karin no podía dejar de sentir pena por ella. La vida tenía sus complicaciones y los seres humanos eran frágiles. Le costaba juzgar a la gente. En realidad, quizá fuera demasiado delicada para ser policía, pensó, y miró por la ventanilla mientras el avión se elevaba entre las nubes.

Ahora iba a ver a su hija. Al pensar en ello sintió un cosquilleo en el estómago. Se alegraba de que el avión estuviera medio vacío y dispusiera de una fila de asientos para ella sola. Necesitaba aislarse en su burbuja. Había decidido encontrarse cara a cara con Hanna von Schwerin, sin telefonear ni avisar. Pasara lo que pasara. El encuentro era inevitable, no podía aplazarlo durante más tiempo. Fue Knutas quien la ayudó a dar el primer paso, la había apoyado y había estado allí todo el tiempo. Vio el rostro de él ante sí, no podía evitar sentir admiración y envidia ya que fue él, al final, quien detuvo a la asesina.

El avión aterrizó en el aeropuerto de Bromma y fue directa a la parada de taxis. No se había preocupado de llevar equipaje. De camino encendió el móvil y descubrió que había recibido un sms. El mensaje decía: «¿Sábado a las ocho en el restaurante Packhuskällaren? ¿Quieres? Abrazos de Janne». Karin esbozó una sonrisa y contestó: «Sí, quiero».

Se sentó en uno de los taxis que había en la parada.

—A Wollmar Yxkullsgatan, 51 —dijo, y oyó cómo le temblaba la voz. Si Hanna se encontraba en casa, esperaría en la calle. No importaba cuánto tardara en salir.

El taxi se detuvo delante de un imponente edificio de ladrillo rojo con un portal elegante. Karin pagó y se apeó del coche. El corazón le latía desbocado. A través de la puerta acristalada del portal pudo vislumbrar una placa dorada con la lista de los inquilinos grabada.

Hanna von Schwerin vivía en la quinta planta, en el ático. Se preguntó si daría a ese lado de la calle. Karin retrocedió unos metros y se situó en la otra acera. Miró la fachada. Un bonito balcón de hierro forjado ocupaba la mitad de la parte superior del edificio. ¿Era ese su apartamento? Supuso que costaría varios millones. El ánimo decreció. ¿Cómo acabaría aquello?

Cruzó la calle de nuevo y se dirigió a la terraza de un pequeño café. Se sentó a la mesa más cercana al portal y pidió un café latte y un vaso de agua. Encendió un cigarrillo y se preparó para una larga espera. Llevaba consigo los dos periódicos vespertinos, que hojeó distraída mientras permanecía allí sentada. Pasó una hora, otra más. Un matrimonio mayor, un chico joven, un padre con cochecito. Nadie que ni de lejos se pareciera a Hanna von Schwerin.

Empezó a sentir ganas de ir al baño, pero no se atrevía por miedo a no ver a su hija. Durante un buen rato no sucedió nada y Karin comenzó a impacientarse. ¿Y si estaba de viaje?

Eran más de las cinco cuando volvió a abrirse la puerta del portal. Primero vio el perro. Un peludo perro callejero, mezcla de distintas razas. Tiraba con energía de la correa. Al otro lado apareció una chica que aparentaba unos veinticinco años. Karin la miró fijamente. El corazón se detuvo. Era igual de baja que ella, cabello oscuro revuelto debajo de una gorra que decía: FUCK YOU. Chaqueta con capucha, vaqueros, zapatillas de deporte.

—Vamos, Nelson —llamó al perro, que había descubierto a Karin en la mesa y quería saludarla. Esta se agachó y dejó que el animal le lamiera las manos. Sin poder contenerse, comenzó a llorar.

—Lo siento —dijo Hanna, que no había visto las lágrimas de Karin—. Le gusta la gente.

Karin alzó la cabeza, todavía con las lágrimas corriendo por sus mejillas.

La sonrisa de Hanna desapareció, la miró sorprendida.

—Pero ¿qué…?

La voz se apagó. La mirada recorrió deprisa la figura de Karin. La joven se quedó inmóvil.

Karin miró a su hija. No había la más mínima duda.

Hasta tenía la misma separación entre los incisivos.