Knutas llegó a la comisaría con Andrea Dahlberg y dos colegas, con los sentimientos encontrados, a última hora de la tarde.
La observó en el coche patrulla mientras estaba sentada, esposada, junto a él y en silencio. Ella había insistido en que él se sentara a su lado, parecía tranquila en su compañía. Y aliviada de que todo hubiera terminado. Miró en silencio a través de la ventanilla. Él se preguntó qué pensaría. De repente, ella lo miró, posó una mano sobre la suya.
—Gracias —dijo en voz baja—. Gracias por venir.
Justo cuando el coche patrulla estaba a punto de entrar en el aparcamiento descubrieron una horda de periodistas congregados en la entrada.
—¡Joder! —maldijo Knutas—. ¡Debería haberlo previsto! Entremos por detrás.
Antes de que el enjambre de periodistas se fijara en ellos, el coche giró y tomó otro camino. Se apearon deprisa y se apresuraron hacia la entrada. Knutas enseguida vio que había dos personas junto a la puerta. Johan Berg y Pia Lilja. Cómo no. Se acercó a la entrada sin haber decidido cómo manejarlos.
—¿Puedes decirnos cómo están las cosas? —preguntó Johan, y miró las esposas de Andrea. Pia Lilja grababa con descaro sin siquiera preguntar. Como de costumbre.
—Por el momento, no. Lo siento, pero no tengo comentarios que hacer.
—¿Por qué está Andrea Dahlberg arrestada? El asesino está detenido.
Knutas se detuvo en seco y miró a Johan de hito en hito.
—¿Qué diablos dices?
—El fiscal Birger Smittenberg detuvo, hace solo un par de horas, a un hombre como sospechoso de los asesinatos.
Entonces ocurrió algo que ninguno de los involucrados había esperado. Antes de que Knutas o alguno de los policías que lo acompañaban reaccionase, Andrea se acercó y le dijo a Johan a la cara:
—Yo fui quien los mató. Yo y nadie más.
A continuación siguió hacia delante con la mirada clavada en la fachada de la comisaría.