El recibidor era estrecho y oscuro. Wittberg entró primero con el arma desenfundada. Karin iba justo detrás de él. Cabía la posibilidad de que Sten Boberg se encontrase en el apartamento, pero se negara a abrir. Siguieron adelante por el estrecho pasillo, con puertas a ambos lados. El suelo emitía un débil chirrido bajo su peso. Un reloj marcaba su tictac desde la pared. La cocina estaba desierta, también el dormitorio. Karin abrió las puertas del cuarto de baño y de un vestidor. No había nadie.
Enseguida pudieron constatar que la vivienda, de momento, se hallaba vacía. En el salón había un sofá de piel blanca, una mesa de cristal con patas de león y un dálmata de porcelana de gran tamaño colocado en un rincón.
—¡Joder, qué feo! —exclamó Karin.
La cocina era alargada y pequeña, con una moderna mesa de plástico blanca junto a la ventana. Un frutero con plátanos frescos indicaba que el inquilino hacía poco tiempo que había estado allí. El apartamento se encontraba limpio y ordenado.
—Parece ser un hombre meticuloso, por lo menos —señaló Wittberg, y continuó hacia la habitación al final del pasillo.
La puerta estaba cerrada con llave.
—No creo que encontremos la llave —murmuró Karin—. Y puede volver en cualquier momento.
Wittberg abrió la puerta de una patada.
Silbó.
—¡Joder!
La habitación estaba pintada de color rojo oscuro. Todo el techo estaba recubierto de espejos. Guirnaldas de luz con pequeñas bombillas rojas colgaban alrededor de la ventana. Las paredes estaban tapizadas con cientos de fotografías de la misma mujer. Ahí estaba ella, en diferentes situaciones. En chubasquero junto a la pista de esquí, vestida de blanco en verano con una corona de flores en la cabeza durante una fiesta de Midsommar, cortando el seto en pantalones cortos y camiseta. Desnuda con solo un sombrero en la cabeza, en picardías negro en el dormitorio, en diferentes posturas provocativas en las que al parecer posaba para el fotógrafo. Un extravagante desfile con Andrea Dahlberg como única protagonista. Las imágenes las había tomado un profesional. Se veía que el fotógrafo sabía lo que hacía.
—¡Dios mío! —exclamó Karin—. Es un acosador.
—Y quizá sea un posible triple asesino. Y por lo que se ve, Andrea sería la próxima víctima.
Karin se quedó helada.
—Y lleva desaparecida dos días. O quizá más. Mierda, mierda, mierda.
Miró a su alrededor. Un pensamiento había empezado a tomar forma en su mente. Se trataba de algo relacionado con el perro de porcelana del salón. Un dálmata. La mirada de Karin se volvió a posar en las fotografías. Sacadas por un fotógrafo profesional. Poco a poco intuyó la relación entre todo. Los ojos sonrientes y jaspeados de Janne Widén. La tarjeta de visita donde ponía fotógrafo. Él había hablado de las fiestas sexuales. Las flores rojas que había en su despacho. El hombre con el que había cenado la noche anterior. Habían estado flirteando. Había sentido algo parecido a un frágil principio de enamoramiento cuando se despidieron por la noche delante de su portal. Qué tonta había sido. La desilusión le quemaba el estómago. Ella, que por primera vez en muchos años se había sentido apreciada como mujer y que había pensado que era un hombre interesante de verdad, y además soltero. Las mejillas le ardían de indignación. ¿Eran Janne Widén y Sten Boberg la misma persona?
Se dejó caer en el sofá del salón y se quitó la chaqueta. Los pensamientos daban vueltas en su mente. ¿Podía estar sucediendo aquello? Se sentía totalmente confundida.
—¿Qué pasa? —preguntó Wittberg, que había visto cómo Karin palidecía y luego se ruborizaba.
—Eh… nada. Se me ocurrió una cosa. ¿Has visto alguna señal de que tenga un perro?
—No.
Karin se obligó a apartar la humillación de su mente y concentrarse en el trabajo que habían ido a hacer. Registraron el apartamento en busca de nuevas pruebas. La documentación que Sten Boberg había acumulado sobre Andrea era amplia. Algunos recortes de periódico, fotografías, anotaciones acerca de sus movimientos, pero nada que revelase dónde podría estar. Karin estaba a punto de avisar a sus colegas cuando oyeron que se introducía una llave en la cerradura.
—¡Joder! —exclamó Wittberg.
Se llevó a Karin al vestidor y se escondieron dentro justo cuando se abría la puerta de la calle.