La vicaría se encontraba a unos pocos kilómetros de nuestra casa. Fui en bicicleta hasta allí. Tenía que devolver un molde de pastel que se habían olvidado después de la cena de hacía un par de días. Ahora la mujer del pastor necesitaba el molde, había recogido arándanos y quería sorprender a su marido con su pastel favorito. Al llegar me detuve delante de la imponente verja de hierro y conduje la bicicleta por el sendero de grava hacia la casa. Se encontraba un poco más allá de la iglesia, en lo alto de una colina con vistas a los pastos y campos de labranza. La vicaría se componía de un edificio central y dos anexos. Uno de ellos se utilizaba para las visitas, y el otro funcionaba como despacho del pastor y sala de reuniones. Mamá y papá habían estado allí muchas veces tras la muerte de Emilia. A mí aún me costaba comprender que mi hermana se hubiera suicidado. Que no deseara seguir viviendo. Me resultó muy difícil de aceptar. En casa tampoco hablábamos de eso. Pero había un vacío en la mesa a la hora de comer, y en el sofá frente a la tele por la tarde. Un vacío después de Emilia. No recuerdo qué pensaba durante ese tiempo. Era como si todo lo hiciera de una forma automática, comía lo que me preparaban, iba al colegio, hacía los deberes. La consejera escolar intentó hablar conmigo una vez, pero no sirvió de nada. Parecía como si deseara que yo dijera cosas que no tenía intención alguna de decir. Como si estuviera allí sentada para satisfacerla a ella. Para hacerla sentir que cumplía su trabajo. Mamá se pasaba el día tumbada en el dormitorio con las persianas bajadas. Papá se había visto obligado a mudarse. Ella se negaba a dejar entrar a nadie. Yo echaba de menos sus caricias, su consuelo, pero no podía dármelo. Le embargaba su propia pena. La gente pasaba a saludar. Se sentaban a la mesa de la cocina y bebían café, se retorcían y no sabían qué decir. La gente hablaba de un grito de ayuda. Un grito de ayuda que nadie oyó. Era aún peor. Como si fuera nuestra culpa que Emilia se hubiera quitado la vida. Ocúpate de mamá, decían. Papá se refugió en el trabajo de la granja. Nadie se preocupaba de mí. Enquisté la pena, los mecanismos de defensa se pusieron en marcha y superé el día a día.

Cuando esa mañana entré montada en bicicleta en la vicaría descubrí que nuestro coche se encontraba aparcado a un lado del edificio. Papá estaba allí. Se oía un murmullo de voces procedentes de la sala de reuniones. Alguien sollozaba. Supuse que se trataba de papá. Era un día caluroso, sofocante, y la ventana estaba abierta. Agucé instintivamente el oído y caminé con cuidado por la grava para que no me oyeran. Me detuve junto a la pared, fuera de la vista de la ventana. Escuché tensa. Ahora oía con claridad que era papá quien gimoteaba allí dentro.

—Fue mi culpa —dijo—. Solo mía. He matado a mi hija.

Primero sentí un gran cariño. Pobre papá, no tenía que culparse por la muerte de Emilia. Estaba muy deprimida, más de lo que se podía pensar. No era culpa de nadie. Oí al pastor murmurar algo y de nuevo la voz de papá.

—Es mi culpa. Pero no podía evitarlo.

Me quedé de piedra y experimenté una sensación heladora a través del cuerpo. El significado de las palabras de papá.

—Venga, venga —instó el pastor.

Papá siguió sollozando y quejándose:

—Tú ya lo sabes. Te lo conté desde el principio. Tenía que haberme dado cuenta cuando dejó de hablar. En mi interior sabía que era insostenible, pero no podía parar. Era como si unos demonios me obligaran. Soy un hombre y Margareta nunca quería…

—Ya hemos hablado de eso —replicó el pastor, en tono severo—. Lo que has hecho es pecado y enfermizo, te había dicho muchas veces que eso tenía que acabar. No puedes culpar de tus abusos a tus impulsos masculinos.

Las palabras resonaron en mi mente, era imposible aceptarlas, imposible comprenderlas. ¿Papá había…? Respiré hondo, la cabeza empezó a darme vueltas y el molde se me cayó al suelo. De pronto todo estaba claro como el agua.

Los vómitos llegaron sin aviso. Devolví entre los rosales. A lo lejos, aún oía la voz quejumbrosa y llorosa de mi padre. Había durado años. Y nuestro buen amigo el pastor lo había sabido todo el tiempo sin decir nada. Sin decirle ni a una sola persona lo que le sucedía a Emilia.

Me subí a la bicicleta y dejé la vicaría a mis espaldas.

Jamás regresé.