Después de innumerables llamadas, el martes por la tarde respondió Margareta Wiman, la madre de Andrea. Karin se presentó deprisa.
—Estamos buscando a su hija. Por lo que sé, salieron a navegar juntas. ¿Se puede poner?
—No, lo siento —respondió la mujer al otro lado de la línea.
—Entonces quizá sea un malentendido. Un primo suyo nos dijo que los niños y ella estarían con usted.
—Los niños están aquí conmigo y mi marido, pero Andrea se quedó en casa.
—¿Sabe por qué?
—Cambió de opinión.
—¿Cuándo?
—Justo cuando íbamos a embarcar —suspiró la madre—. Todo estaba listo y nos encontrábamos en el muelle…
—¿Ah, sí?
—Sí, ya no quería venir.
—¿Sabe por qué?
—Recibió una llamada.
—¿Una llamada?
—Sí.
—Y ¿qué pasó entonces?
—Habló por teléfono y luego dijo que tenía que ver a alguien.
—¿Sabe de quién se trataba?
—No.
Karin sintió que su irritación crecía. Tenía que sacarle las palabras con sacacorchos.
—Sin embargo, habían planeado pasar una semana navegando con los niños. ¿Dio alguna explicación?
—Ninguna. Solo nos dijo que se reuniría más tarde con nosotros.
—¿Cuándo?
—Al día siguiente. Eso fue lo que dijo.
—¿Lo hizo?
—No.
—¿Ha vuelto a hablar con ella desde entonces?
—No, en realidad no. He intentado llamarla, pero no es fácil desde el archipiélago.
—¿Tiene alguna idea de dónde pueda estar?
—No, no la tengo. Ni la más mínima idea.