El domingo por la mañana Karin se despertó de repente. Había soñado que se encontraba a Hanna pero, cuando le contó quién era, su hija le dio la espalda. Salió corriendo y Karin intentó seguirla, pero nunca conseguía alcanzarla.

Permaneció tumbada mirando el techo sin poder dormirse de nuevo. Pensó en todos los años perdidos.

Se preguntó cómo lo habría pasado su hija durante su infancia y juventud con sus padres adoptivos. Por lo menos tendrían dinero, teniendo en cuenta el apellido aristocrático, así que no habría pasado penurias económicas. Karin esperaba que hubiera recibido tanto amor como cosas materiales. Pensó en si Hanna sabría que era adoptada y, en ese caso, por qué había elegido no buscar a sus padres biológicos. ¿Le daba miedo lo que pudiera encontrar? ¿Que sus padres fuesen drogadictos o delincuentes? ¿Que ella fuera consecuencia de un incesto u otra forma de abuso? Así era.

Karin tenía miedo de contárselo y pensó en distintas alternativas para ahorrarle esa información. Pero ¿podría restarle importancia?

Aún sentía un sudor frío cuando pensaba en ese breve lapso de tiempo. ¿De cuánto se trataba en total? Diez minutos, un cuarto de hora. Quince minutos de una vida.

El abuso del profesor de equitación fue un trauma para el resto de su vida. Primero, nueve meses de embarazo. Al principio, náuseas por las mañanas. Vergüenza, suciedad. El profesor de equitación que le había enseñado en el picadero a hacer la vuelta y la media parada con disciplina militar. La forzó sobre la alfombra de la sala de estar y la penetró debajo del retrato de la familia feliz que colgaba de la pared, entre el sofá y los sillones donde se reunían por las tardes. Allí le había robado la virginidad. Y una parte importante de su vida. Había momentos en los que el odio brotaba con tal fuerza en su interior que el mundo se volvía negro. Fue una suerte que aquel hombre muriese antes de que ella cumpliera veinte años. Si no, seguro que lo hubiera matado.

En cierta forma, era como si viviera dentro de una camisa de fuerza de la que nunca pudiera desprenderse. Un corsé atado con fuerza al pasado. Al fin comprendió que había una forma, y en realidad solo una. Ponerse en contacto con su hija, saber quién era.

Finalmente desistió en su intento por volver a dormirse. Se levantó de la cama y puso a hervir una cafetera bien cargada mientras se duchaba. Después de desayunar decidió salir a dar un paseo. Hacía un tiempo maravilloso y el cuerpo le bullía de impaciencia. Pensó en el grupo de Terra Nova. ¿Qué pasaba con esas personas? Que si Bergman por aquí, que si Bergman por allá; era entre ellas donde debía buscar la solución. Dos miembros del grupo habían muerto y ninguno de los otros podía aportar algo concreto que impulsara la investigación.

Ella misma no había vuelto por Terra Nova desde el asesinato de Sam Dahlberg. Miró el reloj. Las once menos cuarto de la mañana. Un paseo en bicicleta hasta allí le vendría de maravilla.

Se anudó los zapatos deprisa y salió del apartamento.

Al llegar a la calle se dio cuenta de que se había dejado el móvil cargando en casa. Reprimió un primer impulso de darse la vuelta. Bah, antes se podía vivir sin ellos. No estaría fuera mucho tiempo.

Pasó el vivero Lindh y giró hacia Norra Glasmästargatan. Pedaleaba con lentitud, observando las casas y los jardines, cada uno mejor cuidado que el anterior. En medio de la urbanización había un aparcamiento en el que dejó la bicicleta. La candó y miró alrededor. El jardín de la familia Dahlberg parecía desierto. Karin paseó por la rotonda y continuó por la calle también desierta. Lo más seguro era que aquellos que no se hubieran ido de vacaciones se hubieran ido a pasar aquel caluroso día a la playa.

Habían interrogado varias veces a las cuatro personas de Terra Nova que sobrevivieron al viaje sin resultados. De manera excepcional, la Policía también se había entrevistado con los hijos mayores, a quienes habían preguntado sobre el comportamiento de sus padres y su opinión acerca de las relaciones entre los vecinos de la zona. Por desgracia, tampoco estos aportaron nada de interés. También se interrogó a compañeros de trabajo, padres y hermanos de los involucrados. Cuanto más tiempo pasaba, más se agrandaba el cerco. Quizá ha llegado el momento de ampliarlo hasta aquí también, en Terra Nova, pensó Karin. Hablar con la gente que no perteneciese al círculo íntimo. Tal vez alguien que quería introducirse en él fue rechazado. Alguien que se lo tomó tan mal que deseara vengarse.

La idea de que pudiera existir una amenaza contra el resto no era un disparate, aunque hasta el momento solo Andrea necesitaba una protección especial.

Llegó al final de Norra Glasmästargatan. Las tres parejas involucradas vivían tan cerca las unas de las otras que resultaba ridículo; cada una tenía su casa al final de la calle sin salida. Andrea y Sam vivían en una gran casa de madera de finales de siglo; la de Beata y John, la más grande y opulenta, era de ladrillo blanco, y la de Håkan y Stina estaba pintada de color púrpura claro y tenía las puertas y ventanas azules. El cobertizo también era de color púrpura. Observó la casa y compadeció a Håkan. Se había derrumbado por completo después de que apareciera el cuerpo de Stina y seguía ingresado en el ala psiquiátrica del hospital. Solo había querido hablar con sus hijos y con Ingrid, su primera mujer; nadie más conseguía entablar contacto con él. El interrogatorio tendría que esperar hasta que se encontrara mejor.

Luego estaban Beata y John. Él era estadounidense y ella una Barbie pelirroja de piernas largas con pinta de ingenua. Karin los conocía de antes. Habían pertenecido al círculo de amigos de Emma Winarve. Los interrogó en relación con la muerte de Helena Hillerström, la mejor amiga de Emma, que había sido asesinada hacía unos cinco años. En esa ocasión, también eran amigos de la víctima. Extraña coincidencia, pensó Karin, pero unos golpes en el hombro interrumpieron sus pensamientos. Se sobresaltó y se dio la vuelta. Vio a un hombre de unos cuarenta años con un cachorro de dálmata. Parecía una persona extrovertida y agradable.

—¿Le puedo ayudar en algo?

Llevaba el pelo corto y engominado, tenía un rostro suave y aun así masculino, mejillas marcadas, barbilla afilada con una sombra de barba, ojos grandes ligeramente rasgados, lo cual confería carácter a la cara. Sus labios eran finos, el semblante decidido y al mismo tiempo blando; a los ojos de Karin resultaba increíblemente atractivo. Tenía una voz seca y algo áspera. Se sorprendió de su reacción, sintió que le fallaban las piernas. El cachorro correteaba entre sus pies y movía la pequeña cola. Se puso en cuclillas y dejó que saltara y le lamiera la cara.

—¡Oh, qué perro más bonito! —exclamó ella—. ¿Cuántos meses tiene?

—Nueve semanas. Me lo acaban de regalar.

—Es precioso, de verdad. ¿Cómo se llama?

Baloo. Como el oso.

Karin se puso de pie y miró al hombre.

—¿Vive por aquí?

—Sí. Allí, en la casa del fondo. La amarilla.

A cierta distancia, en la calle, se vislumbraba una bonita casa de madera con cornisas blancas. El jardín estaba rodeado de un alto seto de lilos.

Karin sacó su placa de policía y se identificó.

—Karin Jacobsson, policía.

—Janne Widén, fotógrafo. Sé quién eres. Te he reconocido.

Karin sintió, para enfado suyo, que se le calentaban las mejillas. Ahí estaba, sonrojándose, una persona adulta.

—Mmm. ¿Ah, sí? Bueno, estoy aquí por lo de los asesinatos, claro. Había pensado hablar con los vecinos. ¿Tienes tiempo?

—Sí, por supuesto. Pero tengo que ponerle agua a Baloo, con este calor se está deshidratando. ¿Me acompañas y tomamos un café?

Karin dudó unos segundos. Por qué no. Siempre podría sacar algo. Y había ido allí para eso. A hablar con las personas de la urbanización que no pertenecieran al círculo de amigos íntimos.

—De acuerdo.

Cruzaron una verja de hierro entre los lilos. Un deportivo gris estaba aparcado en la entrada. El hombre le indicó el camino alrededor de la casa. En la parte de atrás había una terraza con suelo de madera y césped hasta la linde del bosque. El seto de lilos llegaba hasta allí y protegía la casa de las miradas.

—¡Qué bonito! —dijo Karin, y lo decía de verdad.

—Gracias, siéntate. ¿Te apetece café o una bebida fría, o quizá ambas cosas?

—Algo frío. Agua está bien.

Karin se sentó en una de las butacas de la terraza. Una gran sombrilla proporcionaba sombra bajo el sol de la tarde. El cachorro hacía denodados intentos por saltar a sus rodillas. Al poco tiempo regresó Janne Widén cargando una bandeja con una jarra de agua con hielo y dos vasos. Puso en el suelo un cuenco para el perro, que empezó a beber entusiasmado.

—¿Cuánto tiempo hace que vives aquí? —preguntó Karin, mientras se llevaba el vaso empañado a la boca.

—Casi diez años. —Esbozó una sonrisa—. Me mudé al poco tiempo de construirse la urbanización, como todos los demás. Entonces estaba casado, tenía hijos y pensamos que este lugar era perfecto. Por desgracia, el matrimonio no duró, nos separamos hace cinco años. Los niños se fueron a vivir con su madre al continente.

—Y tú ¿decidiste quedarte?

—Tengo mi empresa aquí y me encuentro muy a gusto en esta casa y también en la urbanización. Aunque no lo parezca, cuando se viene de fuera, aquí hay un ambiente especial del que es difícil separarse.

—¿Ambiente?

—Sí, la sensación de comunidad, o como diablos se diga. Todo el mundo se ayuda y se preocupa por los demás. Uno nunca está solo si no quiere. Eso me resultó especialmente agradable después del divorcio. Estaba acostumbrado a tener la casa llena con los niños, sus amigos y todo eso. De repente, se quedó vacía. Bueno, los niños querían vivir con su madre porque ella se mudaba a casa de su hermana, que tiene un criadero de perros y a los niños les encantan los perros, siempre lo han hecho. Bueno, Baloo viene de allí. Intento verlos todo lo que puedo, soy fotógrafo freelance y puedo organizar mi tiempo.

A Karin le sorprendió la franqueza del hombre. No le había pedido que le contara nada de su vida privada. Le dio un par de sorbos a su agua helada.

—Eso de la sensación de comunidad parece ser uno de los rasgos característicos de la urbanización.

El hombre, que se sentaba frente a ella, se rio.

—Bueno, hay diferentes grados de comunidad.

—¿Qué quieres decir?

—Si tomamos, por ejemplo, a ese grupo al final de la calle, pues son los que te interesan, siempre han sido algo excesivos.

—¿Cómo?

—Somos muchos los que pensamos que se han pasado. Lo hacen todo juntos y coinciden en todo. Es casi como si tuvieran que disculparse si quieren comer con alguien de fuera del grupo, o si una de las familias reserva un viaje sin consultarlo primero con los demás. Sencillamente, han ido demasiado lejos.

El rostro de Janne Widén adquirió una expresión inescrutable que Karin no pudo descifrar.

—¿En qué piensas? ¿Hay algo más que debería saber?

—Son simpáticos, pero bastante introvertidos en realidad. No dejan que entre nadie nuevo en su precioso círculo. —Hizo una pausa dramática—. Creo que tienen algunos secretos.

Karin afiló el oído.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué clase de secretos?

—Hace un año corrió un rumor. Bueno, era algo más que eso, todo el mundo hablaba de ello.

—¿De qué?

—Bueno, se trataba de una… mmm… cosa especial. Cuando celebraban fiestas solían cambiar de pareja. Hacían intercambio.

Karin tosió, no podía dar crédito.

—¿Estás seguro?

—Lo seguro que uno puede estar sin haber participado. Recuerdo exactamente cómo se expandió el rumor. Fue un domingo y uno de los presentes, Beata Dunmar, se lo contó a otra mujer de la urbanización llamada Sandra, que no pertenecía al grupo. Así que le dijo que se habían acostado entre ellos. Habían hecho intercambio de parejas. Alguien había visto una película en la tele en la que los vecinos ponían las llaves de sus coches en una cesta, después las sacaban al azar y se iban a casa con la persona a la que pertenecía la llave. Eso fue lo que pasó ese sábado.

—¿Sabes quién participaba en esas fiestas?

—Sam y Andrea Dahlberg, Stina y Håkan Ek, Beata y John Dunmar y creo que otra pareja que ya no vive aquí.

—Ah, sí, ¿quiénes eran?

—Se llamaban Sten y Monica, y vivieron aquí apenas un año. No sé cómo, pero por alguna extraña razón consiguieron formar parte del grupo. Sorprendentemente, los aceptaron.

—¿Qué sabes de ellos?

—No mucho. Vivían en Bryggargatan y, por lo que sé, no tenían hijos. Luego, apenas un año después, se mudaron.

—¿Cómo se llamaban de apellido?

Janne Widén pareció recapacitar.

—No sé, no lo recuerdo. Pero seguro que los otros lo saben.

—¿Durante cuánto tiempo celebraron esas fiestas?

—Creo que solo fueron un par de veces. Al parecer, no funcionó. Se comentó que se desmadraron, que alguien tuvo celos… Solo sé que sucedió algo y dejaron de hacerlas.

Karin miró sorprendida al hombre al otro lado de la mesa. Intentó asimilar lo que acababa de escuchar. Esta era una pista inédita y arrojaba nueva luz sobre la investigación. ¿Podía ser esa la explicación de los asesinatos? El próximo paso consistiría en encontrar a la pareja que se había mudado e interrogar al resto del grupo. Ninguno de ellos había mencionado esas fiestas de intercambio de parejas. Karin se puso de pie, y estaba a punto de dar las gracias cuando Janne Widén le tendió la mano.

—Ha sido un placer. Me gustaría verte otra vez, si te apetece.

Karin, sorprendida, estrechó la mano que le tendía. Allí había una tarjeta de visita.

—Si te apetece, llámame.

Esbozó una sonrisa y en su mirada ella vio un interés puro y real. Karin no pudo evitar devolver la sonrisa. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien había mostrado interés por ella. Apenas recordaba qué se sentía.

Abandonó el jardín de Janne Widén con las piernas temblorosas.