En secreto, durante toda mi infancia, sentí una gran admiración por mi hermana. Sin embargo, nunca pude decirlo sin rodeos. Emilia detestaba los cumplidos. Le molestaban y pensaba que, en la mayoría de los casos, la gente exageraba cuando la alababan por algo que había hecho o conseguido. Y no toleraba los comentarios sobre su apariencia. Si alguien decía que era guapa y atractiva, ni se inmutaba.
Pero lo era. Tenía el cabello largo, negro, brillante y completamente lacio. El rostro pálido en forma de corazón, con pecas y un hoyo en la barbilla. Ojos marrones con densas pestañas. Una dentadura perfecta, aunque apenas se veía pues casi nunca reía ni sonreía.
Las únicas veces que la recuerdo realmente feliz eran cuando jugaba con los animales, en particular con el cachorro que le regalaron por su decimosexto cumpleaños y al que amaba con todo su corazón. Más que a nosotros los humanos. Definitivamente, más que a papá, aunque también más que a mamá y a mí. Estoy bastante segura de eso. «Las personas, en lo más profundo de su ser, son malas», decía. A mí me parecía horrible oírle decir esas cosas. Emilia solía hablar de la muerte. Aseguraba que no le tenía miedo, que la veía como una amiga que podría liberarla cuando ella quisiera. Sus palabras me asustaban. No las entendía. Ella se daba cuenta y enseguida intentaba tranquilizarme. Me gustaba que diera muestras de que yo le importaba. Casi nunca lo hacía. Sin embargo, en lo más profundo de su ser me quería. Resulta agradable pensar en ello. Ahora, después de todo.
Nos llevábamos cuatro años. La diferencia de edad contribuyó a que nunca intimáramos del todo. Yo la admiraba, como toda hermana pequeña. Emilia podía hacerlo todo mejor que yo. Patinar, montar a caballo, en bicicleta. Hacer bollos y secarse el pelo con el secador. Era mejor en la escuela, más diligente. A Emilia le encantaba. Casi siempre sacaba muy buenas notas. Solía sentarse en la cocina a estudiar mientras mamá preparaba la comida. A menudo quería que yo le tomara la lección. Siempre se lo sabía todo de carrerilla. A veces, yo sentía que solo quería presumir delante de mí. Demostrar todo lo que sabía. De vez en cuando pienso en ello, a qué se debería. Quizá deseaba demostrarse algo a sí misma. Emilia nunca se quedaba en casa cuando había clases, no importaba lo enferma que estuviera. Se negaba a hacerlo hasta cuando tenía fiebre y mamá le decía que tenía que guardar cama. En realidad, yo no entendía qué era lo que la empujaba a hacerlo. Iba cuatro cursos por delante aunque, mientras fuimos a la misma escuela, a veces la veía en el recreo y entonces solía estar sola. Cuando coincidíamos alguna vez en el comedor y la encontraba sentada a la mesa sola, yo fingía no verla, con el fin de no avergonzarla ni a ella ni avergonzarme a mí. Yo estaba siempre rodeada de un grupo de amigas, se podía decir que era bastante popular. Pero nadie se interesaba por mi hermana. No recuerdo que tuviera amigos durante todo el tiempo que fuimos a la escuela. Entonces sentía pena por ella, aunque al mismo tiempo me sentía impotente. Quería ayudarle, invitarla a que viniera conmigo y mis amigas. Pero me resultaba difícil proponerlo, yo era mucho más pequeña. No quería que se sintiera avergonzada. Y a veces, ahora que pienso en ello, me pregunto si su soledad no sería una elección. Se apartaba de la gente de manera deliberada. Parecía no sentir interés por relacionarse. Y cuando mamá le regaló el cachorro por su cumpleaños fue como si no necesitara a nadie más. Soraya estaba siempre a su lado. La seguía pisándole los talones, no importaba adónde fuera. Dormía todas las noches en su cama.
Seguramente, fue el único período en el que vi a mi hermana feliz de verdad.