Knutas recorrió con la mirada la sala de observación. El olor a hospital se le había metido en las fosas nasales. Dobló con cuidado la muñeca y esbozó una mueca de dolor.

Fue una suerte que, tras la caída, un vecino pudiera ayudarle a ir al hospital. Se sentía aturdido y tomó agradecido el analgésico y el vaso de agua que le ofreció la enfermera al entrar en la habitación. Ella sonrió.

—¿Cómo se encuentra?

—No sé —respondió Knutas—. Me siento mal. Me duele la muñeca. Y la cabeza.

—Ha tenido una fuerte conmoción cerebral y, además, se ha roto la muñeca. Fue una caída muy fea. Ha salido bien parado dadas las circunstancias.

—¿Qué hora es?

—Las doce y diez. Hemos llamado a Line, está en camino.

Todos conocían a Line. Llevaba quince años trabajando en el hospital.

—Hay que escayolar la muñeca, pero lo haremos por la tarde.

—¿Podré trabajar? —preguntó Knutas preocupado.

—Eso lo decidirá el doctor pero, en todo caso, creo que tendrá que quedarse una semana en casa. No es bueno jugar con las conmociones cerebrales. Pueden surgir complicaciones si no se tiene cuidado. Pero, después de todo, tuvo suerte de fracturarse la muñeca izquierda. Usted es diestro, ¿verdad?

—Sí. ¿Puedo hacer una llamada?

—Por supuesto. ¿Quiere su teléfono móvil?

—Sí, gracias. Pero primero tengo que ir al baño.

—Lo ayudo.

Se incorporó en la cama con esfuerzo y puso los pies en el suelo. En ese mismo instante la cabeza le dio vueltas, como si hubiera recibido un golpe.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó la enfermera, y lo sujetó por debajo del brazo.

Knutas suspiró. Podía descartar que el lunes estuviera de vuelta en el trabajo.