Leer de corrido los interrogatorios que se llevó a casa el fin de semana le ocupó menos tiempo de lo esperado. La lectura no le proporcionó nuevas pistas. Al despertarse el sábado por la mañana, en la casa vacía, Knutas se sintió deprimido. Para despejar la mente subió al coche y condujo hasta la casa de campo en Lickershamn. Deseaba alejarse y cambiar de aires. ¿Por qué quedarse en Visby solo cuando ya había acabado el trabajo y hacía tan buen tiempo? Los chicos y Line estaban de viaje. Además, había que reparar el tejado. Algunas de las tejas habían salido volando durante una de las tormentas primaverales, y llevaba tiempo pensando en reponerlas, pero no lo había hecho. Consideró pasar la noche allí si no ocurría nada nuevo con la investigación.
Condujo hacia el norte y se sintió bien al dejar atrás la ciudad. Aun cuando no se hallaba lejos, solo a veinticinco kilómetros, ir a su casa en la costa, al noroeste de Gotland, le producía una sensación de libertad. No había teléfono y apenas vecinos, así que podría estar en paz. No tendría que hablar con nadie.
Le embargó una cálida sensación de alegría cuando, unos cuantos kilómetros después de pasar el pequeño y pintoresco puerto, apareció la casa de piedra encalada, rodeada por un muro también de piedra y sin vecinos a la vista. Las amapolas brillaban rojas sobre el césped. Constató que la hierba había crecido hasta una altura inaceptable. Sería todo un desafío para el desdentado y viejo cortacésped que debería haber sustituido hacía tiempo. Aparcó junto a la casa y se apeó del coche. Se quedó de pie y llenó los pulmones de aire fresco, que olía a mar y algas. Sacó las bolsas de comida y abrió la puerta. Le golpeó el olor suave y familiar de la piedra húmeda. Lo adoraba, le gustaba sentirlo antes de abrir todas las ventanas y airear. Era olor a cerrado, a algo indolente, como una expectativa. Un anhelo de algo más.
Colocó las cosas en la nevera y en la despensa. Para cenar se prepararía un filete con patatas al horno y vino tinto. Para comer, sándwiches y albóndigas con ensalada de remolacha y el famoso tunnbröd[5] de sus padres, que elaboraban en su granja, un poco más al norte, en Kappelshamn. Se dio cuenta de que había pasado mucho tiempo desde su última visita. Decidió visitarlos para tomar un café con ellos antes de regresar a la ciudad. Pero primero tenía que ocuparse de lo más complicado: arreglar el tejado. Preparó café, se sirvió una taza y colocó el transistor sobre la mesa que había fuera para escuchar Melodikrysset[6] mientras se ocupaba en sus quehaceres.
Fue al cobertizo a buscar un martillo, clavos y las tejas que había comprado. Apoyó la escalera contra el canalón y comprobó que hacía mucho calor y debía cambiarse de ropa. Entró, se quitó los vaqueros y la camisa y se enfundó unos pantalones cortos y una camiseta. Miró el termómetro que había en la ventana de la cocina. Veinticuatro grados, y aún no eran las diez. Se acercaba un anticiclón procedente de Rusia, que solía detenerse sobre la isla y quedarse durante semanas. Esperaba que así fuera. No por él, pues no disfrutaba cuando hacía demasiado calor, pero sí por Line y los chicos. Y por todos los turistas.
Se puso el cinturón de carpintero que Line le regaló hacía unos años por su cumpleaños. Pilló la indirecta y se dio cuenta de que si uno tenía las herramientas adecuadas podía hacer muchas cosas sin necesidad de contratar a nadie. Unos años atrás ayudó a un buen amigo a reparar el tejado, así que podría con ello. Cargó las tejas sobre el hombro y subió por la escalera al mismo tiempo que empezaba la sintonía de Melodikrysset. Poco tiempo después se oyó la conocida voz de Anders Eldeman dando la respuesta a las preguntas de la semana anterior.
Cuando alcanzó la altura adecuada, colocó las tejas sobre el tejado. Knutas había padecido siempre de vértigo. Con las piernas temblando, llevó las tejas hasta el caballete de donde habían salido volando las viejas. Se arrodilló con cuidado y las dejó a un lado. Primero disfrutaría de la vista. Miró el mar reluciendo bajo el sol, la playa de guijarros y, a lo lejos, junto al muelle, vislumbró el raukar Jungfru, uno de los lugares emblemáticos de Lickershamn. De pronto se dio cuenta de que las tejas resbalaban por el tejado. Se estiró para agarrarlas, pero perdió el equilibrio.
Ni siquiera le dio tiempo a pensar antes de precipitarse al suelo.