Agotada, Andrea se dejó caer sobre el sofá. Era más de medianoche cuando los niños, por fin, se durmieron. Desde el mismo instante en que se vio obligada a contarles que su padre había muerto se volvieron tristes, recelosos e inquietos. Pontus creía que él mismo se moriría, Oliver ocultaba sus sentimientos y no decía nada, mientras que la pequeña, Matilda, estaba convencida de que ahora su madre también desaparecería, así que se aferraba a Andrea y se negaba a soltarla. En realidad, la relación de los niños con su padre no había sido especialmente profunda ni cercana. Siempre fue Andrea la que se ocupó de todo. Era ella quien estaba en casa, limpiaba, lavaba la ropa, hacía tarta de manzana y les ayudaba con los deberes. Era ella quien los llevaba al fútbol, al hockey y a la escuela de hípica. Él siempre se escudaba en su trabajo. Papá tiene que irse de viaje; papá está trabajando en un guión; no molestéis a papá que está leyendo unas correcciones; papá no duerme en casa, está rodando una película.

Buscaba consuelo pensando en eso. La tenían a ella. De no haber sido por los niños, se habría tumbado y dejado morir. Lo cierto era que había jugado con esa idea. Ir a Sandviken, al este de Gotland, ya que guardaba buenos recuerdos de ese lugar. Quitarse toda la ropa, menos un vestido de algodón que era su prenda favorita. Pintarse los labios de un rojo profundo, mate, y las uñas de los pies del mismo color, y entrar, por la noche, descalza en el mar. Dejarse abrazar por él, que el agua corriera por todos sus orificios y pliegues, atrapara a sus espíritus y los apagara. Sería un bonito cadáver, de eso estaba segura.

Bostezó sin sueño, sintió frío a pesar de que aún hacía calor fuera. Encendió la televisión e intentó concentrarse en una película de Almodóvar. A Sam y a ella les gustaba mucho el director español y habían visto todos sus filmes. Ponían Mujeres al borde de un ataque de nervios. Me viene de maravilla, pensó con ironía. Solo vestía un albornoz, se pasó una manta por las piernas, encendió una vela y se sirvió otra copa de vino. Lo mejor sería emborracharse antes de irse a la cama. Eso había hecho cada noche desde la muerte de Sam, allí en Stora Karlsö. Sintió repugnancia al pensar en cómo lo vio. El cuerpo completamente destrozado. Tuvo que identificarlo, aunque apenas reconoció a su propio marido. El padre de sus hijos.

Sollozó. Un sollozo seco. Aunque lo había perdido todo, aún no había sido capaz de llorar. Era como si estuviera seca por dentro, arrugada y paralizada. Los pensamientos le daban vueltas en la cabeza sin ton ni son. Sin continuidad. Ya no había lógica. No tenía ni idea de cuánto tiempo pasaría en ese infierno abismal. Había perdido todo lo que tenía. Ahora flotaba en un vacío, en tierra de nadie, en el limbo. Le dio un par de sorbos al vino.

De pronto se sobresaltó. Le pareció ver pasar una sombra al otro lado de la ventana. Los grandes ventanales que daban a la parte trasera del jardín llegaban hasta el suelo. Cuando construyeron la casa, Sam había insistido en eso. Ella dudó, pensó que se veía demasiado el interior. «¿Quién puede mirar?», protestó él. «La cocina y el salón dan al bosque. Por ahí no pasa un alma». Ella pudo oír su voz con claridad. Resonaba en su cabeza. Se detuvo con la copa a medio camino de la boca. Clavó la vista en la oscuridad. Podía entrever los árboles allí fuera, los manzanos del jardín, más allá el cenador de lilas. La linde del bosque. La silueta de un pájaro se dibujó sobre el cielo nocturno. En esa época del año nunca llegaba a oscurecer del todo, apenas un crepúsculo. Sospechó que lo más seguro era que fuera un mirlo. Allí sentado, quieto y en silencio.

¿Era eso lo que había visto? Oyó un traqueteo. Había alguien o algo allí fuera. Con la vista fija en la ventana, colocó la copa despacio sobre la mesa. Apagó la luz. La oscuridad se apoderó de la habitación. En la ventana apenas se reflejaba el rescoldo de la chimenea. Sabía que ahora resultaba más difícil verla desde el exterior. Se levantó del sofá con cuidado y se escabulló hacia una de las paredes. Se pegó a ella en busca de protección.

Al otro lado de la ventana reinaba la calma. Aun cuando el corazón le latía desbocado, intentó razonar consigo misma. Seguro que solo se trataba de un pájaro. Un gato o un erizo, con este calor salían por la noche. Una noche, cuando fue a apagar la luz del jardín, antes de irse a la cama, encontró el césped repleto de una oscura camada de erizos. Fue horrible. Parecía que estuvieran tramando algo. Esperando para moverse hacia ella.

Entonces el estridente timbre del teléfono rompió el silencio. Sin querer dio un respingo. ¿Quién podría ser a esas horas? Era casi la una de la mañana. Ninguno de sus amigos solía llamar por la noche. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que se trataba de la Policía. ¿Quizá había ocurrido algo? ¿Quizá habían encontrado a Stina? Quería responder con todo su ser, pero no se atrevía. ¿Y si había alguien allí fuera? Supuso que en el lugar en que se encontraba no se la veía, pero si respondía se delataría. Bastaba con girar la cabeza hacia la ventana para sentir el acechante peligro. No podía ser su imaginación, pues entonces no lo sentiría con tanta fuerza.

Se hizo un momento de silencio. Entonces volvió a sonar el teléfono. La persona que había llamado lo intentaba de nuevo. Debía de ser importante. Se esforzó por distinguir algo en la oscuridad pero fue en vano. No se movía nada. ¿Qué podía hacer? Se maldijo por no haber conectado la alarma. Cualquiera podría entrar sin ser visto. Respiró hondo, salió corriendo de su escondite y descolgó impaciente el teléfono que había en la pared entre el salón y la cocina.

—¿Dígame?

Alguien respiraba al otro lado.

—¿Dígame? —repitió—. ¿Quién es?

Silencio. Respiración. Un ligero jadeo.

La desazón le quemaba el cuerpo, al mismo tiempo sintió cómo crecía la ira. ¿Quién se atrevía a asustarla por la noche de esa manera?

—¿Quién es? —dijo, con un tono de voz más áspero.

Por fin una voz. Aunque sonó desagradablemente hueca.

—Te estoy viendo. Me encuentro aquí fuera. Qué guapa estás en bata. ¿Puedo entrar y quitártela?

—Dime quién eres —rogó ella.

—¿Quieres que entre…?

Ahora le susurraba al oído. Una voz sexual. Muy cerca. Ella dejó de respirar y se dio la vuelta hacia la oscura ventana. Había alguien allí fuera. Alguien la estaba mirando. Alguien sabía lo que estaba haciendo. Cuando colgó, le temblaba la mano.