Subieron al viejo Mercedes de Knutas para no llamar mucho la atención y condujeron hacia el estrecho de Fårö.
—El bolso lo encontró hace unas horas un hombre que caminaba entre Sudersand norte y sur —dijo Karin—. Hay un camino para tractores que lleva a unas casas de verano, casi enfrente de la pizzería, ya sabes, esa que hace unas pizzas al horno buenísimas. ¿Cómo se llama? Ah, sí, Carlsson.
—Sé a qué sitio te refieres —contestó Knutas—. Pasamos por allí bastantes veces después del asesinato de… bueno, ya sabes.
—Peter Bovide.
Knutas le dirigió una rápida mirada a Karin. Era precisamente la asesina de Peter Bovide la que seguía libre junto a su marido en alguna parte del mundo.
—Ese caso no lo olvidaremos nunca.
—Gracias por recordármelo —dijo Karin impasible.
Continuaron el viaje en silencio. En el estrecho de Fårö se encontraron una larga y serpenteante cola de coches antes de llegar al muelle. La gente permanecía sentada pacientemente al sol esperando embarcar en el transbordador. Knutas miró el reloj, las diez menos cinco.
Sortearon la cola y se colocaron en el carril reservado a los residentes. Al poco rato atracó el ferry en el muelle y apenas cinco minutos después se encontraban en la otra orilla. De inmediato cambió la naturaleza. Más cercados de piedra, más ovejas y más molinos de viento. Una naturaleza más yerma; los pinos bajos estaban aún más combados y la costa más próxima. Playas de guijarros, zonas de raukar y, de vez en cuando, amplias playas de arena que hacían pensar en las islas del Pacífico. Sin embargo, la isla estaba libre de grandes complejos hoteleros y, en gran parte, aún se encontraba sin explotar. No era raro que fuera tanta gente.
Se dirigían a Sudersand, la zona más urbanizada, que contaba con un poblado de cabañas, un cámping y restaurantes junto a la larga playa de arena. Allí encontraron mucha animación. Familias de niños pequeños camino de la playa, cargadas con bolsas de comida, juguetes y toallas. Grupos de jóvenes montando en bicicleta, turistas hasta donde alcanzaba la vista. Knutas aparcó junto al restaurante Carlsson. Las mesas de la terraza del local, situadas bajo los árboles, estaban repletas de gente.
El sendero donde se encontró el bolso conducía a la carretera principal. La Policía había acordonado el lugar. Aun cuando no había evidencia de que Stina Ek hubiera sido víctima de un crimen, la aparición del bolso no auguraba nada bueno. Al mismo tiempo, cabía la posibilidad de que ella fuera la autora material del crimen. En ambos casos, el hallazgo del bolso era una pista en la investigación criminal en curso.
La zanja se encontraba junto a la cuneta y apenas se veía entre los arbustos y los matorrales. Un sitio ideal para ocultar algo, especialmente si uno tenía prisa, pensó Knutas mientras se dirigía al lugar del hallazgo después de aparcar junto a la pizzería. La zanja, que corría a lo largo del sendero, estaba cubierta de una vegetación espesa compuesta de ramas, matorrales y arbustos de distintas especies. El hombre que encontró el bolso confesó un poco avergonzado a la Policía que se detuvo a orinar y entonces vio algo que relucía entre la hierba. Pensando que se trataba de un objeto de valor desenterró el bolso, que estaba oculto debajo de hojas y matojos. En su interior halló la cartera con dinero y los documentos de identidad, además del típico contenido que suele encontrarse en los bolsos de mujer: toallitas de papel, una barra de labios, un espejo, un llavero, un cepillo pequeño, una agenda. Erik Sohlman había confirmado que los documentos de identidad pertenecían a Stina Ek.
Habían pasado cuatro días desde que alguien la había visto por última vez.
Knutas se puso en cuclillas y observó la zanja.
—Bueno, ¿qué te parece?
—Hay varias posibilidades —respondió Karin—. O Stina ha sido víctima de un asesinato, y debería ser la misma persona que mató a Sam, o es ella misma la que está detrás de todo y ha tirado el bolso aquí para dejar una pista falsa.
—Vale, pero si tomamos la segunda alternativa, ¿dejaría el dinero, el carné de identidad y las llaves del coche y de casa?
—No, tienes razón. Parece poco probable. La cuestión es dónde está su bicicleta. Quizá la encontremos por aquí.
—Le dijo a su marido que tenía que ir al aeropuerto de Visby. Me pregunto si eso también será mentira.
—En ese caso tendría que haber ido en taxi. Habían dejado el coche en casa, pues iban en el de Sam y Andrea.
—¿Ha llamado alguien a la compañía de taxis?
—Yo no —contestó Karin seria, y sacó el móvil.
Resultó que ningún taxi había recogido a ningún cliente en Fårö a esa hora. En el aeropuerto de Visby tampoco había facturado ninguna persona llamada Stina Ek.
—¡Maldita sea! ¡Mira que no tener el móvil de Håkan Ek! —gruñó Knutas.
—Sin embargo, a través del operador podemos acceder a información sobre el tráfico de llamadas del móvil —apuntó Karin.
—Claro que podemos saber quién envía un mensaje, a qué destinatario, a qué hora, pero no podemos acceder al mensaje en sí. Es extraño que todas las cosas de valor estén en el bolso menos el móvil.
—Todos estos datos se basan en la declaración de Håkan Ek. ¿Qué nos asegura que sea cierta? Por ejemplo, que Stina tuviera que trabajar. El único que puede confirmarlo es Håkan Ek; nadie más ha recibido un mensaje. ¿No debería haber enviado un mensaje a sus hijos o a Andrea, su mejor amiga?
—Y Håkan Ek tira su móvil al mar —murmuró Knutas—. Tendremos que volver a hablar con él.
Montaron en el coche y condujeron hasta la pensión Slow Train, donde el grupo se había hospedado.
Karin entró en el pequeño aparcamiento situado junto al jardín. Todo estaba en calma y en silencio, no se veía un alma.
Subieron al porche y llamaron a la puerta. Como nadie les abría, entraron directamente. La música de una radio llegaba desde la cocina. Entonces apareció en el umbral una mujer pálida con una larga y bonita melena.
—¿Les puedo ayudar en algo? —preguntó con un marcado acento francés.
Knutas se presentó y explicó el asunto.
—Tuvo un grupo hospedado aquí un par de noches durante el fin de semana. Seguro que ha oído que a uno de ellos, Sam Dahlberg, lo han encontrado muerto en Stora Karlsö.
La mujer asintió.
—Ahora resulta que ha desaparecido una persona más del grupo, una mujer de origen asiático, Stina Ek. ¿La recuerda?
—Sí. Se hospedó con su marido en una de las cabañas junto al mar. Era muy amable.
—El caso es que lleva desaparecida unos días. Resulta que nadie la ha visto desde el sábado por la tarde aquí en Fårö, cuando salió a dar una vuelta en bicicleta justo desde esta pensión.
—¡No me diga! ¿Les importa si nos sentamos?
—En absoluto.
La siguieron al salón y se sentaron alrededor de la larga mesa.
—¿Notó algo extraño en estos clientes? ¿O en Stina Ek?
—No, eran muy simpáticos y agradables. Hablaban mucho, eran bastante ruidosos. Pero muy amables.
—¿No pasó nada especial mientras estuvieron aquí?
—Nada de nada.
—¿Cuándo vio a Stina Ek por última vez?
La mujer pareció recapacitar.
—Tuvo que ser cuando desayunaron aquí. El sábado por la mañana.
—Y entonces ¿no pasó nada raro?
—No.
—Y después de eso ¿no la volvió a ver?
—No.
—¿Alguien ha ocupado desde entonces la cabaña donde se hospedaron?
—Sí, estamos en temporada alta y llenos todo el tiempo. Ahora hay gente.
—¿Podemos echar un vistazo?
—Sí, claro. Se la puedo mostrar.
Siguieron a la mujer, que con suaves y cuidadosos movimientos caminaba delante de ellos, cruzaron la carretera y bajaron en dirección al mar. La mujer resultaba casi irreal, pensó Knutas.
Al llegar a la cabaña la encontraron cerrada con llave. La encargada llamó a la puerta varias veces pero no recibió respuesta alguna. Se volvió hacia Knutas.
—Estarán en la playa. Pero voy a abrir.
Descorrió el cerrojo y echaron un vistazo a la vivienda. Era pequeña, un lugar encantador con una cama y una mesa. Había ropa y cosas esparcidas por todas partes.
—¿Ha estado más gente aquí desde entonces? —preguntó Karin.
—Sí, una pareja más aparte de esta.
—De haber algún rastro, ya habrá desaparecido —suspiró Knutas—. Pero gracias de todas formas.
Le tendió su tarjeta de visita.
—Llámeme si se le ocurre cualquier cosa que pueda ser de interés.
—Sí, claro.
Caminaron de vuelta al coche. Cuando Knutas miró hacia atrás, la mujer francesa aún seguía junto a la cabaña. Se había dado la vuelta hacia el mar.