La lluvia repiqueteaba sobre el tejado. Beata, Andrea, John y Håkan jugaron a las cartas y leyeron en el salón mientras esperaban a que Sam regresara.

—¿Dónde diablos se ha metido? —Andrea recogía las cartas después de la segunda partida y oteaba a través de la ventana, aunque no había visibilidad alguna; ya ni siquiera se veía la playa—. Voy a salir a buscarlo.

—No puedes salir con este tiempo. ¿Le has llamado al móvil? —preguntó Beata ausente, mientras leía un libro de bolsillo.

—No, la cobertura es horrible —se quejó Andrea—. También he intentado llamar a los niños, pero no he podido.

—A mí me pasa lo mismo —dijo Håkan—. No puedo hablar con Stina. Ni me ha enviado mensajes ni ha respondido al móvil desde que llegamos aquí. Tampoco ninguno de los niños —murmuró.

—El guarda dijo que la cobertura era bastante mala en la isla y que mientras estuviéramos aquí no podríamos contar con comunicarnos con el mundo. Lo dijo nada más desembarcar —apuntó John—. No vale la pena intentar usar el móvil. Y además, mucho mejor así. Qué gusto librarse del maldito aparato.

—Sí, claro, pero no puedo negar que ahora hubiera estado bien. Es un poco extraño que Sam lleve fuera tanto tiempo. Con esta maldita lluvia. ¿Qué habrá comido? Por lo menos debería tener hambre.

—Quizá se haya encontrado con alguien que lleve una buena bolsa de comida —bromeó Beata, parpadeó y le dio un empujoncito a Andrea—. Quizá ahora mismo esté comiendo de todo.

—Qué divertido. —Andrea le dirigió una mirada enfurecida—. Tan pronto como pare de llover saldré a buscarlo. La isla es pequeña.

—Voy contigo —dijo Beata, atenta—. Ya llueve menos. Mientras tanto podemos ir a cambiarnos.

Beata siempre ayudaba cuando era realmente necesario. Andrea sonrió agradecida y recordó por qué, a pesar de todo, eran tan buenas amigas.

Se fueron a sus respectivas cabañas y se pusieron unos monos de lluvia y botas de agua. Escampó como por ensalmo; las nubes se dispersaron y desaparecieron. Los senderos de la isla eran abruptos y el terreno desigual. Las rocas estaban resbaladizas y el intenso aguacero había dejado mucho barro.

—¿Cuánto tiempo crees que se tarda en dar la vuelta a la isla? —preguntó Andrea, mientras se dirigían hacia el restaurante y la cafetería.

Decidieron que lo mejor era empezar por donde había gente a la que poder preguntar. Lo más probable era que Sam se hubiera dirigido hacia allí.

—Leí en el folleto que la isla tiene seis kilómetros de circunferencia, pero es mucho más corta si uno se atiene a los senderos. Entonces, no se tarda más de una hora. Ha debido de protegerse de la lluvia en algún lugar, la isla está repleta de cuevas. Puede que esté refugiado en una de ellas. Tendremos que buscar por la costa. Pero no podemos bajar a la playa, todas están acotadas.

—En realidad, no tiene por qué estar en la playa —objetó Andrea—. Podría estar en los desfiladeros, en el interior de la isla.

—Sam es capaz de cuidar de sí mismo, y apenas lleva fuera unas horas, desde esta mañana.

—Sí, claro. —Andrea rio algo avergonzada—. Lo sé, quizá preocupándome solo haga el ridículo. Aunque pienso en su diabetes, es muy descuidado con las comidas y a veces olvida llevarse sus jeringuillas. Tengo miedo de que se haya desmayado. Como sabes, siempre he sido inquieta. Sam se mete conmigo constantemente porque soy una gallina clueca con los niños, y si él se retrasa y no vuelve a casa a su hora, enseguida pienso lo peor.

Entraron en el restaurante, preguntaron, pero nadie había visto a Sam desde la noche anterior. Al salir, apareció el sol. Enseguida hizo más calor. Echaron un vistazo en la cueva del Pirata, que el guía les había mostrado durante la visita del día anterior, siguieron el sendero, gritaron y buscaron entre los arbustos y los matorrales, miraron entre las rocas junto al mar, el acantilado de las aves, el valle y todo el camino hasta el faro. No hallaron ni rastro de Sam. Ninguna de las personas a las que preguntaron lo había visto. El ferry de la tarde había abandonado la isla y muchas de las personas que pasaron allí el día habían regresado a Gotland. En su lugar, llegaron nuevos turistas.

Se sentaron en la escalera del faro.

—¿Qué hacemos ahora? Empiezo a estar alarmada de verdad —dijo Andrea. Le temblaba la voz.

Beata parecía preocupada. Le dio un trago a la botella de agua y miró el reloj.

—Son las cuatro y diez. ¿Dónde estará? —sacó el móvil—. Llamaré a John a ver si ha regresado.

—Pero ¿funciona…?

A Andrea no le dio tiempo a añadir nada más antes de que Beata, enfadada, guardara el teléfono en su riñonera.

—Muerto, por supuesto. ¡Mierda! Ven, daremos otra vuelta. No hemos ido al otro acantilado de las aves.

—¿Qué otro acantilado de las aves?

—El que se encuentra un poco más allá. Hay un monte detrás. Allí hay muchos araos, pero es más inaccesible, así que no va mucha gente. No me sorprendería que estuviera allí ensimismado en su pintura y se hubiera olvidado de todo.

A Andrea se le iluminó el rostro.

—Sí, eso sería típico de Sam. Siempre quiere conseguir lo inalcanzable, lo exclusivo.

Tiró del brazo de Beata.

—Gracias por acompañarme, Beata. Eres una verdadera amiga.

Comenzaron a caminar por el sendero y no encontraron a nadie. El terreno exhalaba vapor a causa de la humedad. Frente a ellas se dibujó el contorno de la otra montaña de las aves, aunque de momento no se veía ninguna.

Salieron del sendero y siguieron cuesta arriba. El sonido revelaba la presencia de aves, sus graznidos se alzaban por el viento. Dieron la vuelta a un cabo y, de pronto, se abrió ante ellas el espectáculo. En la roca se amontonaban las hembras de arao negras con sus pequeños polluelos, que apenas eran visibles bajo la protección de las alas de sus madres. Beata señaló la cima.

—Mira, allí hay algo —gritó exaltada.

—¿Qué?

Andrea volvió el rostro hacia ella.

—Allí. En la pendiente, un poco más abajo de la montaña. ¡Mira!

—Parece la mochila de Sam.

Corrieron por el sendero cuesta arriba hasta la montaña de las aves, al otro lado. La mochila había caído sobre la hierba, un poco más abajo.

Las dos mujeres gritaron «¡Sam!» al unísono.

Rebuscaron por todas partes. Beata se acercó lo más que pudo al borde de la roca y miró. Era increíblemente empinada. Aves por todas partes. Todas esas criaturas y la cacofonía de sonidos… Sintió vértigo y tuvo que retroceder. Se sentó en una piedra.

—¿Dónde diablos puede estar? —preguntó con cierta irritación en la voz.

Andrea negó con la cabeza.

—No entiendo nada.

Beata la miró seria.

—Tenemos que llamar a la Policía. ¿Y si ha resbalado y se ha caído al mar?