Karin había cerrado la puerta de su oficina en la comisaría para poder hablar por teléfono en paz. La llamada más importante de su vida, hasta el momento. Antes de seguir investigando, había decidido comenzar por saber más sobre la adopción y sobre cómo había funcionado todo. Llamó a Hacienda y facilitó su número de identificación personal. Diez minutos después recibió toda la información por fax. El corazón le latía desbocado cuando sonó un pitido indicando que la impresión había finalizado. Miró fijamente el feo aparato que se encontraba en un rincón de la habitación. Los papeles reposaban ordenados en un pequeño montón. Allí estaba lo único que en realidad importaba en su vida, lo único que, de verdad, significaba algo. Los datos sobre su hija, su nombre, dónde vivía. Era incomprensible y sorprendente. Tenía la boca seca y deseaba un cigarrillo. Se levantó despacio de la silla con la vista clavada en el fax. Le tembló la mano cuando alcanzó el papel. Lo agarró sin mirar y se sentó a la mesa. Tomó aliento antes de empezar a leer. Enseguida los ojos se fijaron en una fecha y un nombre.

Nacida el 14 de septiembre de 1983, a las 07.16 horas en el hospital de Visby. Hanna Elisabeth von Schwerin. Karin contuvo la respiración. Miró fijamente el nombre. Von Schwerin. De entre todos los putos nombres.

Karin era una convencida adepta del Partido de la Izquierda y odiaba todo lo relacionado con la burguesía conservadora y la alta nobleza. Y su propia hija, Lydia, tenía uno de los peores apellidos de la aristocracia. Lentamente, la habitación comenzó a dar vueltas. No podía ser verdad, no podía haber sido peor. Se imaginó a una joven rubia con pelo corto y collar de perlas, blusa por dentro de una ceñida falda negra, relucientes medias de nailon y zapatos de tacón de aguja. Barra de labios rosa. Viviendo en un gran apartamento en Östermalm. Opiniones muy burguesas, palacio en Escania y tiro al plato. No podía imaginar nada más aterrador. Esa diferencia social crearía una distancia insalvable entre ellas.

Karin pudo verse llamando a la puerta de su hija vistiendo chaqueta de chándal, vaqueros y un par de zapatillas Converse. La mirada arrogante de la hija. ¿Y tú eres mi madre? ¡Ja! Karin se quedó, un buen rato, mirando atónita el nombre mientras los pensamientos daban vueltas en su cabeza.